sábado, 31 de agosto de 2024

Tulio Mora, acerca de mi libro "Dispersión de cuervos".

 

EL CRIMEN LÍRICO DE BERNARDO ALVAREZ

 


En torno a Hora Zero se han tejido, más que mitos, malinterpretaciones. Algunos han dicho, por ejemplo, que todos escribimos igual, quizá por el aliento de “épica urbana” que primó inicialmente entre los más conocidos. Hoy, que presentamos el libro de Bernardo Álvarez, “Dispersión de cuervos”, veremos que la clonación poética no es uno de los atributos de HZ.  No podría serlo ya que HZ fue un grupo en el que, según un listado completo de sus miembros, que aparece en la tesis doctoral del profesor Raúl Jurado, hubo en un momento hasta sesenta personas. Lo que hubo fue una poética común, el “Poema Integral”, que cada quien teorizo y aplicó a su manera.

Esto es usual en las poéticas grupales, recuérdese al surrealismo: el llamado automatismo no es igual en Artaud que en Breton o en Eluard. De la cercanía o distancia de ese postulado provienen las diferencias poéticas y hasta políticas. Artaud fue un radical absoluto, Breton, como Sumo Pontífice, intentó el equilibrio de su propio orden, Eluard simplemente se sirvió del surrealismo como una técnica. Pero los tres han escrito poemas admirables, quizá Eluard es el más unitario, aunque su poesía y su postura política (stalinista), a mi particularmente no me conmueven. Y antes que la valiente actitud de Breton, que en los tempranos 30 advirtió de los abismos a que conducía el stalinismo, convirtiéndose en la guerra en un anarquista (léase el más hermoso de sus poemas, “Oda a Charles Fourier”), prefiero a Artaud, al loco inasible, a su lúcida pasión enjaulada, al grito más estremecedor de este siglo que hayamos escuchado en “Van Gogh, el asesinado por la sociedad”.

En HZ, el “Poema Integral” podía tener resonancias formales (una suerte de discurso acumulativo de varía discursos: prosa, verso, ensayo, cartas, etc.), pero sobre todo tenía una inconfundible resonancia ideológica de un no muy lejano concepto en boga en la generación se Mariátegui: “Perú Integral”, la utopía de la articulación de lo desarticulado, de la unidad de lo fragmentado. En consecuencias, está asociación era, además de una literatura, un programa nacional que aparece y reaparece a lo largo de este siglo en varios instantes y en boca de nuestros mejores escritores: es la “escritura híbrida” de Gamaliel Churata y “todas las sangres” de Arguedas. En todos los casos, admirablemente, los escritores (que fueron provincianos, además) han coincidido que esta integralidad no puede construirse con prescindencia de la palabra escrita. La escritura sobre todo, entonces, en el Perú ha de construir esa integralidad utópica.

El profesor Miguel Ángel Huamán, en su estudio “Fronteras de la escritura, discurso y utopía de Churata” (1994), nos expresa algo que bien puede explicar la aparición de HZ: “Cada vez que en sociedad se vive una crisis es gran magnitud se manifiestan cambios en la valoración de la lengua; rechazo o aceptación de normas que no siempre tienen que ver con la corrección gramatical o la concordancia que rige a los núcleos de la lengua dominante. La realidad de la diglosia, es decir el contacto entre lenguas en relación de dominante a dominada, nos permite comprender la carencia de una lengua nacional y la necesidad de construir una lengua común, socialmente legitimada por la pluralidad de la colectividad, cuya estandarización como lengua general -el proceso de establecer una modalidad como capaz de satisfacer los requisitos de la comunicación intercultural-, tiene en la escritura un aspecto esencial de legitimidad”.

El “Poema Integral” tuvo, según esta apreciación, que buscar su legitimidad de manera beligerante, -beligerancia que nace de la misma sociedad peruana, como veremos adelante en el texto de Álvarez-. Este es un punto que ha provocado la malinterpretación. Sin ir muy lejos, anoche, en la presentación del libro de crónicas de Cesáreo Martínez, uno de los presentadores, el periodista Manuel Jesús Orbegozo, intento descalificar a HZ porque, según él, la idea inicial del grupo de cambiar la estupidez social reinante, no había revertido el hecho de que, 30 años después, la misma estupidez se apreciara hoy en los talk-shows. A mí me llamó poderosamente la atención que un comunicador tan prestigiado, que ha entrevistado numerosas veces a escritores de la talla de Hemingway, a sus venerables 70 años no se dé cuenta aún que la poesía nunca ha cambiado el mundo. Y que, en cuanto a cambiar la estupidez de los talk- shows, la pregunta tiene mayor eficacia si la traslada al gobierno, de cuyo diario oficial él es hoy su director. Sería magnífico que en vez de malbaratar páginas ponderando las indemostrables virtudes de una antidemocrática y abusiva re-reelección, El Peruano se propusiese una campaña de higiene mental de los medios de comunicación. Eso por lo menos quitaría un poco de la sombra que le cae hoy al viejo maestro del periodismo.

Pero volviendo a lo nuestro: en HZ hubo, a partir del Poema Integral”, diversas opciones poéticas: las ya conocidas, de la llamada “épica urbana”, en Pimentel, Ramírez Ruiz y Verástegui, y ahora último un estupendo libro, de tiraje artesanal, de José Cerna: “Ruda” (1998), poema escrito en un microbús entre el puente Santa Rosa y San Juan de Lurigancho; otra que, aplicando el discurso narrativo, tenía de escenario más bien las provincias. En esa tarea estuvieron empeñados Jorge Nájar (Pucallpa), Ángel Garrido y César Gamarra (Cerro de Pasco), Mario Luna (Chimbote), Sergio Castillo y el que esto escribe (Huancayo), Bernardo Álvarez (Áncash), entre muchos otros. A mí no me cabe la menor duda que está tendencia ha sido la más rica porque liquida toda una poética provinciana que se había congelado en una modernidad válida para los años 30, pero disfuncional hacia fines del siglo: la del indigenismo con aplicaciones vanguardistas y surrealistas, que, salvo el gran Churata, no perseguía esa integralidad tan reclamada por los escritores más lúcidos de este siglo, sino la legitimación de un espacio sociocultural parcial. Esa es para mí su más lamentable limitación porque la idealización rural divorciaba la prédica de “Perú Integral”.

Hay otras dos opciones en HZ, que son poco conocidas: una barroca que, a la manera del maestro Lezama Lima o de Carlos Germán Belli, intentó un equilibrio entre la palabra prestigiada y la popular; a esa vertiente pertenecen Ricardo Oré, Eloy Jáuregui y el primer libro de Yulino Dávila; y una última, la que yo he dado en llamar “la poesía del escenario globalizado”, que aplica la misma técnica del “Poema Integral” pero está escrita fuera del país: Rubén Urbizagástegui, Elías Durand y Yulino Dávila de su segundo libro.

Lamentablemente, hasta el momento HZ no ha podido publicar su antología, que modificaría por lo menos en parte esas percepciones antojadizas, ya que no tratamos tampoco de convencer a nadie de nuestras virtudes poéticas. La poesía, como se sabe, es una cuestión de empatía y de filiación: hay quienes prefieren a Westphalen, Martín Adan, Eielson, Hinostroza, Cisneros, Montalbetti, Chirinos, más que a Vallejo y HZ. Esta preferencia es la más común y la de más larga tradición en la poesía peruana, que aspira al discurso cosmopolita, erudito y trascendentalista. Por supuesto, sería difícil convencer a esta poética que nosotros no pasamos de ser “poetas gritones”. Como a nosotros nos es difícil aceptar que un poeta se dé el lujo de escribir para encontrar detrás de la palabra el silencio místico, revelador, en un país en el que el silencio es precisamente la mejor metáfora de la in-significancia social, de la mudez masificada y que desde la privación de la voz explica las hondas diferencias que cada cierto tiempo se convierten en trágicas.

De cualquier modo, esta rápida precisión nos bastará para entrar de lleno al segundo libro de Álvarez, quien publica luego de 25 años a de la aparición de “Aproximaciones & conversaciones” (1974).


Empecemos por esa interesante cita del profesor Huamán, que es a su vez una suerte de paráfrasis del maestro Barthes en “El grado 0 de la escritura”: la idea de una convulsión social que renueva el lenguaje y legitima un discurso. Fijémonos un escenario para “Dispersión de cuervos”: el Perú de los años 80, es decir los años de la violencia social aplicada al continente corporal y que en Álvarez se traduce en una ecología de la evacuación, de la humedad, de la liquidez, de la seminación, casi siempre asociadas además a un escenario debajo de lo urbano o de lo rural, es decir en su cuerpo interior (cañerías, cloacas o lo que subyace en la pudrición del paisaje: hojas secas, insectos). Debemos agregar a esa construcción una intertextualidad paradigmática: algunos héroes de la mitología griega, de la Biblia, Shakespeare, Kafka, Roussel. Y, por último, su sentido de lo sexual como una pulsión que se reafirma con una valoración negativa (pecaminosa), que a su vez construye una poética.


En el primer poema K (Kafka), nos encontramos con Prometeo picoteado por un buitre, no en el hígado sino en los pies, o sea en los órganos más terrenos de su cuerpo. El robador de la luz divina es al mismo tiempo, la sombra egipcia, Jus, tal vez Juan (H) Jus, pensador y humanista, distinguido representante de la Reforma en Bohemia (Alemania), castigado en el siglo XV por la Inquisición, y Kafka en el tránsito de convertir a Gregorio Samsa en escarabajo. En el escenario urbano, del que brotan “apio y aceite”, Prometeo descubre que “el viento no se apiadará de mí: caparazón, insecto gigante”. El mundo se ha convertido en el excremento que rueda a voluntad del escarabajo kafkiano, donde “nada acontece”, aunque todo está en orden. Un orden que nace del castigo de Prometeo, que es capaz de crear una ilusoria belleza, “en un lago las ranas cantaban y jugaban”, y sin embargo induce a la desesperación: alguien (Juan Ruiz, suponemos que el Arcipreste de Hita) es invocado para liberar a Prometeo, “trae un fusil, suéltalo”, pero el héroe mitológico griego decide trasladarse al despeñadero presumimos que para suicidarse. La segunda metamorfosis se produce en el momento en que “la montaña se desmorona”, Prometeo, antes Jus, luego escarabajo, luego pirámide, luego Gregorio Samsa, se transforma en Hamlet en su célebre “corpses are set to banquet”: “los cadáveres se preparan para el banquete”, donde no comerán sino serán comidos por los gusanos. Volvemos al escenario físico, la ciudad tiene ahora “un cielo de hojalata”, es un “espejo turbio” en que resuenan el viento y las ranas “y el agua se entrevera en las totoras”. Allí resuena también Raymond Roussel:  “Yo escucho los llamados de un mundo que se niega”. “¿Quién se atreve a amar la carroña que nos envuelve?”, se pregunta Hamlet, pero quien responde al final del poema es Prometeo: “¡Franz, Franz, no hace falta:  el buitre / se ha suicidado en mi garganta!”.

Así, en ese orden de bizarras transformaciones sucesivas, acumulativas, castigado y castigador son uno mismo. Nos instalamos pues en un mundo deconstruido, múltiple, vertiginoso: ninguna referencia exterior puede hacernos suponer que el sufridor de la rigores históricos tiene alguna relación implícita con ella: el mundo no se ha invertido simétricamente, como en el Pachacuti andino (que el arriba sea abajo y viceversa), sino que se ha promiscuido, es una emanación (un excremento) de representaciones del mismo nivel: seres humanos, insectos, escenarios se han convertido en uno solo mostrando en esa unidad los fragmentos de su origen inicial.


Conviene, sin embargo, para extender esta visión a los 22 poemas del libro, desclasificar la densa concentración del discurso para explicarnos su violentación. La más evidente de ellas tiene que ver con la representación de Prometeo/Jus/Kafka, símbolo aquí de la crítica, de la humanización en la edad del absurdo. Prometeo reclama inicialmente a Jus transformar “mi sangre (en) una flor, un geranio atado / a mi saco sucio, sé mi luz”, pero quien responde a esa demanda es el otro: Franz (Kafka), justo cuando “la ciudad se movía en mareas y remolinos”. Las transformaciones contranatura se producen en esta confusión propiciada por la convulsión física. El héroe inicial pasa a ser un ladrón de la verdad (de la luz) a un resignado: la historia trágica de Occidente se sufre en un pueblo del Perú.

Veremos una traslación temporal de esta naturaleza en otro poema menos ambicioso, pero no menos enigmático, “Ukiyo-e”, en el que Álvarez cita cuatro fechas, entre julio y octubre, como si lo hubiera escrito por arranques más o menos azarosos, como si el poema fuese una agenda o un diario de sus impulsos sensitivos: “julio 28 (…) luciérnaga hembra: incendias la / historia de árboles negros, / sin sonido la noche-lluvia se agua sucia / desciende sobre el asfalto. (…) Agosto 14 (…) la ciudad también se cansa / de mis zapatos (…) 13 de setiembre (estación grotesca adherida a mi frente) / (…) Octubre 7y: de la sal a la transparencia (-rama breve, la flor del naranjo te sacude”. Pero aquí, aunque el caos se funda en un desplazamiento, a diferencia del poema K, el final es positivo.

Creo que a partir de esta aproximación, por cierto que muy superficial frente a un libro esquivo, inasible, podemos intentar capturar parte de lo que ha pretendido Álvarez: la puesta en escena de un cuerpo sometido a las pulsiones sociohistóricas, en su contacto con el exterior (político o físico). Esta poética del cuerpo (del bajo cuerpo, de las vilezas del cuerpo, sería mejor decir) no es nueva, pero es moderna, y tiene como referentes claves a Antonin Artaud y a César Vallejo: la reducción del mundo al universo de una personal fisiología que colisiona abiertamente con la estética noble dominante: la que instaura el sentido de la belleza corporal y moral (la inteligencia y el corazón); a su vez es el discurso individual (microdiscurso) que se opone al discurso del poder (el macrodiscurso), en el que la historia no pasa por la memoria individual, sino por la representación histórica de lo colectivo que encarna precisamente el poder: “encontré    que la ulceración luética alienta la / caridad y la náusea en el cáliz ortigoso del poder” (Gagraina).

Cada una de estas evacuaciones corporales debe leerse como una transformación, y en esta condición como una escritura. El moco, por ejemplo, “sube y baja y vuelva a bajar / formando un beso en los labios del infante” (Gagraina); el fuego de los dioses bulle en las erupciones cutáneas del adolescente, en contraste a las “cañerías de la urbe”, por donde “navega un odio salitroso e impenitente”. En este poema también la traslación temporal (desde la niñez a la adultez) es la estructura que sostiene el texto: los amantes son el ideal del pantano, la humedad succionadora, “anfibia emoción / de la lujuria: un nudo en la humedad mag / nética de los genitales”, pero en los testículos no bulle el fuego de los dioses, sino el pus. El mediodía humano es “hediondo / e indigesto, cómplice del apetito inútil”. Al impulso de la violencia todo se ha descontextualizado, el Homero moderno canta “el crimen lírico” que “traiciona el / sosiego del policía infeliz” y el perro de Ulises, Argos, lame “la épica ternura” del dinamitazo apocalíptico. Interesa ese movimiento sin referentes del moco que sube y baja, independientemente del niño que lo expulsa de su cuerpo: ha cobrado vida propia al ser expulsado, se ha gangrenado con el contacto exterior y entonces exige “la amputación del itinerario”, es decir la fracturación de esa temporalidad que recorre el texto del niño al hombre. Esa trayección del fluido envolvente, que al comienzo del poema forma “un beso en los labios del infante”, es al final “la canción rugosa y salobre del amor”.

Mocos, pedos, semen: el yo que se manifiesta a través de una escritura violentada en una ciudad cubierta de estiércol. Y, sin embargo, no hay más poética que la evacuación. El arte de la poesía es el arte de la pudrición. Sin futuro, Noé construye un arca de estera y palos donde conviven perros, ratas, cucarachas y pulgas con coliformes fecales, donde aún la voz (otra evacuación) es un fruto seco y el diluvio los esfínteres descontrolados. El ocho echado del infinito, la aspiración del “todo y la nada”, la voluntad de trascendencia, son hojas sin razón de ser.

Todo el libro de Álvarez está sobrecogido por esta crispación con una atmósfera irrespirable que en ningún momento renuncia a ordenar sus referentes textuales para podernos ubicar. El cuerpo es una “máquina salvaje”, según la definición de Félix Guatari y Gilles Deleuze, que fabrica su hediondez, su estética y su entorno. El poeta fabricante de palabras que son simultáneamente vida y pecado. Ya no hay una palabra redentora, catártica: la que segrega ese cuerpo es “omnívora alimentándose como caníbal”.

Entre el Martín Adán de “poesía se está callada… escuchando su propia voz”, a esta otra, omnivoraz de su propia sustancia, ha ocurrido por el Perú tantas transformaciones que sería interesante analizar con instrumentos sicoanalíticos y sociológicos que ahora no cuento. Hoy me ha tocado solo presentar esta cantar escabroso, en el que “Dispersión de cuervos”, como consta en la contratapa del libro, “tal vez alude a la hora del Perú en que se aparece al cuadro de Van Gogh donde negras parvadas presagiosas revuelan sobre en campo de trigo. “Cuervos, trigales: el escenario ideal de Álvarez que transcribe el espacio rural con sentido renovado”. Estos espacios que hasta los 50 eran todavía símbolos de la apacible vida provinciana se ven empujados a su aspersión/dispersión, a buscar un eje articulador, después del viento furioso de los 80 y la diáspora campo/ciudad desdibujada aún.

No es que Álvarez sea un pesimista, en el último poema incluso arriesga una suerte de manifiesto horazeriano, “los poetas viven más allá de sus pasos”, pero, como creo muchos peruanos de hoy, se muestra incapaz de arriesgar un pronóstico, viviendo como vive una etapa que siente despojadora de su ser, de su intimidad, que le expropia sus signos. A mí me da la impresión que esta constancia de ser un cuerpo casi autista, solo consciente de su fabricación de flujos, con los que construye su significación de mundo, es el punto más crítico en que se encuentra el país, en ese punto 0 en el que todo es posible. Parafraseando a Barthes diríamos que las referencias de esta poética no se hallan al nivel de la historia, sino de una biología que transmite balbuceos, fracturas semánticas, neologismos y fragmentaciones de la unidad como respuesta a una etapa de transición, una edad que el poeta define como “del chaco (la casa de vicuñas) o el holocausto, elige tú”. Por increíble que parezca, en el Perú esta sintomatología poética, para decirlo como una enfermedad, tan cara a Vallejo, desde los años 20, en que escribió Trilce, y más tarde “El pez de oro”, de Churata, hasta hoy, la poesía más intensa se cubren estos coágulos que no se traducen en un discurso sano, equilibrado, solar. Es imposible, por lo demás, pedirle a un poeta un discurso de esta naturaleza. La hibridez es de algún modo la respuesta a esa cultura acumulativa de múltiples procesos de modernidad que parecen apisonarse como capas geológicas, todas actuando aún con alguna dinámica, de allí el latente y cíclico y sísmico conflicto que alcanzo en los 80 niveles de conflagración jamás vividas en casi 200 años de era republicana. Su desajuste expresivo es su incapacidad de mirarse como una continuidad en una trayectoria definida. No hay un atrás hacia adelante ni largo plazo. La historia, de mitos y ritos, pertenece al poder, antes que a una memoria afianzada en la colectividad. En alguno de sus poemas, Álvarez expresa: “alguien / me dijo que el horizonte es una cuerda atada a dos caballos que galopan en sentidos opuestos”, es decir el futuro, “El futuro garabateado y sin eje”, se le antoja como el suplicio de Túpac Amaru, o también como dos cuerpos que no se reconocen en un solo escenario. Su fractura significa entonces una fractura de ese destino bipolar del país que no ha traído más que tragedia y miseria. Es esta edad, en que, como Vallejo, estamos naciendo de nuestro propio cuerpo, un poeta genuino no puede más que responder con las pulsiones de su propio ser. Me parece que Álvarez lo ha logrado transmitiéndonos en “Dispersión de cuervos· uno de los más descarnados ejemplos de la poética horazeriana.