Mañana, 8 de agosto, mi
madre habría cumplido 95 años de edad. Esta nota la puse en el Facebook,
hace seis años, exactamente el 7 de agosto del 2010 (encontrarla, en los recuerdos, me ha obligado a lo inevitable y
justo: a derramar una lágrima por ti, Biguita, mi mamá linda):
«El 8 de agosto, es decir, dentro de
algunas horas, habría cumplido ochenta y nueve años. Ya no está con nosotros, y
por ello no habrá celebración porque, además, Rafael -mi padre, que falleció
hace veinte años- no estará para tocar el “Punchayniquipi”.
Hace treinta y cuatro años, en octubre,
unas horas antes de su muerte le alcancé un sobrecito de maní confitado, que a
ella le gustaba mucho; sentí que, contenta, mientras saboreaba (“currush,
currush…”) su golosina preferida me rascaba la cabeza, como hacía cuando yo era
un niño. La abracé y me quedé dormido a su lado. Horas después (3 o 4 de la
madrugada), la querida tía Segunda, que siempre estaba con nosotros en los
momentos más difíciles, se acercó a verla y pudo constatar que su débil
respiración ya se había detenido. Enseguida nos despertó a todos. La casa era
un océano. La linda mujer que me trajo al mundo, había dejado de existir. Fue,
tal vez, su segunda y última muerte (esto escribí, en otra crónica, hace tiempo: “Y a mi madre, asimismo por primera vez,
la vi que se moría. Yo tenía cinco años y al percatarme que iba
ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como río
desbordado, salí a llamar a mi padre que estaba en casa de don Víctor Alvarado;
me acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontró
temblando de frío y me levantó en sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa
luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó que la
de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Tímida y vergonzosa, como
era, siguió alumbrándonos por muchos años más”).
Un año antes,
aproximadamente, había ocurrido algo inexplicable pero real. Soñé que nuestro
viejo radio “Telefunken” se incendiaba. Le conté a mi padre y él con una
terrible seguridad me dijo que eso significaba que un familiar cercano moriría.
Incrédulo, yo no le di importancia. Tras unas dos o tres semanas, en el lado
izquierdo del maxilar inferior de mi madre apareció un pequeño bulto. ¡Se trataba de una tumor maligno. Allí comenzó la última caminata, la dolorosa
caminata
de Abigaíl (el Hospital de Neoplásicas parecía nuestro segundo hogar). Sus
pasos se paralizaron el 29 de octubre, justo cuando las andas del Señor de los
Milagros, de cuyo escapulario jamás se desprendió, terminaban su recorrido
procesional en la Iglesia de las Nazarenas. Su corazón sigue palpitando en mi
pecho. ¡Y es mi luz!»