jueves, 22 de agosto de 2013

EN SU TIENDA DE LA "CALLE GRANDE": "¿Y SI NUEZ, QUÉ'S?"




Mi padre se sentía feliz por mis constantes asedios inquisitivos. "Los niños que siempre preguntan son niños inteligentes", aseguraba. Efectivamente, lo que él decía era cierto pero, claro, no se trataba de una verdad absoluta o, mejor dicho, no era aplicable a todos los casos. Respecto de mí, al menos respecto de mí, no era más que una complaciente afirmación paternal porque -obvio- quien la expresaba en esos momentos carecía (como debía ser, naturalmente, debido al comprensible componente afectivo en su voluntad) de la árida pero punzante objetividad. Tengo entendido que mis andanadas de preguntas habrían empezado muy tempranamente, probablemente cuando aún no había cumplido los cinco años de edad. Lo digo porque intuyo que fue entonces cuando ocurrió un hecho que, mucho tiempo después, mi padre me lo contaba como una anécdota y yo pensaba que solo era una historia inventada por su imaginación. Seguí pensando así hasta el 24 de junio del 2008, día en que -¡por fin!- aquella historia se convirtió, frente a mis desleales dudas, en una verdad por sus cuatro costados. Después de veintisiete años volví a mi tierra, Pallasca, justo en el mes de San Juan Bautista, el patrón de mi pueblo. Y ese día, sentado en una de las bancas de la plaza de armas vi a un anciano que me miraba sonriente; me acerqué a saludarlo porque, un poco borrosamente, lo recordaba sin estar seguro en ese instante de su apellido, pero sí de su nombre. “¿Usted se llama Pedro, verdad?”, le pregunté (¡una pregunta, una pregunta más en mi biografía!). La respuesta fue afirmativa. Y lo que vino fue lo que debía venir (aquello que repetidamente ocurrió durante los tres o cuatro días que estuve volviendo a caminar las calles -en las que crecí, como un tímido pero alegre niño serrano-, al encontrarme con cada uno de mis paisanos). ¿Lo adivinaron? Lo que vino fue un fortísimo abrazo, ¡como tenía que ser, caracho! Y enseguida, una larga conversación nutrida de recuerdos. “Nunca me olvido, Bernardo –me dijo el anciano, cuyo rostro mostraba un rictus permanente a manera de sonrisa-, lo que ocurrió cierto día, cuando acompañando a tu padre, el maestro Rafa, llegaste a la tienda que yo tenía en la “calle grande”. “Sí, ya lo sé, don Pedrito –intervine yo-, usted va a confirmar lo que que repetidamente me contaba mi padre, y, créamelo, me estoy emocionando demasiado”. El anciano continuó. “Mientras conversábamos tu padre y yo, tú observabas, medio absorto, el frasco de vidrio que se encontraba sobre el mostrador y en cuyo interior se veía una gran cantidad de frutos secos”. Era exactamente lo mismo que solía relatarme el maestro Rafa. Al darse cuenta de mi silenciosa curiosidad, mi padre pidió uno de los frutos para dármelo después de haberle quitado la cáscara golpeándolo con una piedra en la vereda. Era un fruto de nogal. “Tras recibirlo –don Pedro siguió-, tú quisiste saber cómo se llamaba el fruto seco, y tu padre te respondió, sin más comentarios (pero sí, agrego yo, con una innegable dosis de socarronería): “Nuez”. Y, por cierto, la respuesta no me pareció satisfactoria, sino completamente intrigante. Don Pedro concluyó: “Volviste a la carga, Bernardo, y le dijiste al maestro Rafa, lo siguiente: “¿Y si no es, qué es?” (es decir, "¿Y si nuez, qué's?). Cuando se dieron las explicaciones, después de dos o tres enfrentamientos de preguntas y respuestas, lo que selló el encuentro en aquella tienda de la “calle grande”, fue una estentórea carcajada. 

Han pasado muchísimos años. Dos de los protagonistas de aquel hecho anecdótico ya no están con nosotros: el maestro Rafa dejó de existir hace más de dos décadas, y ahora -hace apenas unos poquísimos días- acaba de irse don Pedrito, don Pedro Tapia, el honrado albañil del pueblo, el que alguna vez fue nuestro laborioso alcalde. Lo que queda es solo un silencio pintado de nostalgia, allá en Pallasca, la tierra de los “chupabarros”, y también aquí, en mi corazón desconcertado y memorioso. 



¡Descansa en paz, paisano bueno!