martes, 16 de octubre de 2012

NATURALEZA HUMANA SIN MEDIAS TINTAS (Crónica de una lectura casi prejuiciosa)


Moraleja: Nunca te atrevas a llevar un prejuicio como herramienta de lectura, porque puedes terminar gratamente defraudado. Eso es lo que me ha pasado a mí. Les cuento. Fui en busca de un libro, movido por la curiosidad natural de conocer lo nuevo, pero también empujado por un propósito malsano portando, cómo no, ya formada, anticipada, a priori, una opinión al respecto. No estaría –esta fue mi insobornable decisión- dispuesto a dejarme someter, a ser convencido, por la sana tentación de la bondad, de la conmiseración. Quería convertirme, ¡saz!, en un desalmado criminal, un descuartizador acaso peor de lo que presuntamente debió haber sido Díaz Balbín, aquel a quien estranguló con una correa Mario Poggi. Pero, ojo, no piensen mal, no se alejen ni se acerquen tanto a la lectura de lo que aquí digo. No es el autor del libro buscado a quien quería hacer daño. El libro mismo es al  que procuraría hacer víctima de mis letales intenciones. Ojo, otra vez: no estaban entre mis planes “meterle tijera” o lanzarlo a la hoguera, así, con rima tenebrosa. Se trataría de un apuñalamientio o un estrangulamiento (rima asesina, otra vez) digamos de carácter moral o, sí se quiere, literario. La condena en ausencia ya estaba decidida. Hablaría pestes, diría que es un mal libro, que solo busca epater la bourgeoisie, que es algo así como el periodismo “amarillo” tan en boga durante el fujimontesinismo, etc. Mientras iba en el micro, sentado en la parte final del carro –que es donde se ubican usualmente quienes llevan, además de una mochila mugrienta, sus malas voluntades y alguna cámara o celular escondidos para filmar los traseros femeninos- me regocijaba respondiendo a las preguntas escritas en una libretita: ¿Está probado que es un libro escrito solo para producir efectos emocionales? Sí, lo está. ¿Está probada la fragilidad de su contenido? Sí, lo está. ¿Está probado que es literatura descartable? Sí, lo está. Me complacía cínicamente con el cinismo de estas y otras interrogantes que sonaban a sentencia en sala penal. Cuando faltaban unas dos o tres cuadras para llegar a mi destino, me puse de pie y prácticamente fumando la pestilencia de unas axilas que creo eran del que ofrecía caramelos a los pasajeros después de contar la triste historia de su hijita con leucemia, llegué a la puerta y avisé al cobrador. Bajé en el paradero y en unos cinco minutos llegué a donde debía llegar. Obtuve, por fin, el libro. Tras una agradable conversación regresé a mi casa. Durante el viaje, al principio, fui hojeando primero y ojeando después, lo confieso, con una indiscreta aprensión. Cuando llegué a la paz cálida del hogar ya había leído las dos terceras partes; el resto lo dejé para el día siguiente porque ahora me tocaba ver mi serie favorita, “Al fondo hay sitio”. Mientras me deleitaba con los enredos de los “Maldini” y los “González”, me puse a reflexionar en dos cosas: en la naturaleza animal del ser humano, que a veces –y en algunos casos casi siempre- puede desbordarse haciendo daño a los demás, y también en esto otro: que estuve equivocado al pensar lo que pensaba acerca del libro que ya estaba conmigo. Leí en la Internet que su autor y otras personas lo calificaban como novela “gore”, por aquello de los asesinatos de que habla, en que la sangre corre inescrupulosamente y el asesino pone de manifiesto un cinismo descarriado que no da lugar a un resquicio de arrepentimiento. Al día siguiente concluí la lectura. Y, así, finalmente pude corroborar lo que pensé la noche anterior y, además, me di cuenta de que en lugar de  “gore”, lo que había acabado de leer era, más bien, una novela de corte psicológico. Una novela que se comporta como la crónica de la sinceridad letal de un asesino arrecostado sobre el diván (aunque, claro, el personaje se halla en una celda de sanatorio mental). No es como alguien escribió por allí, una caricaturización. La prosa fluida, que por momentos pareciera emparentarse con la de Lezama Lima (por una suerte de desborde culterano), nos trae, en realidad, la expresión directa, desenfadada (y, claro, también con violencia), de un espectáculo lamentable pero real: la naturaleza humana sin media tintas, dibujada a partir de un asesino en serie cuyo cinismo demencial no solo, en distintas etapas de su vida, le instigaba a cometer los más aberrantes actos, sino, además, a asumirlos como rituales catárticos, de purificación, de elevación, dadores de paz, de felicidad (¿Qué es, si no, la simpatía por la violencia, cualquiera sea su laya, incluso la revolucionaria?). Un libro que demuestra, entre otras cosas, que su autor sabe lo que hace y conoce su oficio y en cosas que tienen que ver con el personaje de la novela y sus crímenes y su desquiciada perspectiva está más que enterado: temas psiquiátricos, sobre fármacos, etc., lo cual -además de la destreza narrativa- le otorga la conveniente verosimilitud al texto.  Pensé, por un instante, que fui por lana y salí trasquilado. Pero no: quedé, por el contrario –como dije al principio- gratamente defraudado, lo cual es diferente. Y convencido, finalmente, de una cosa: la lectura debe hacerse sin prejuicios y sin temor. “Matagente”, de Rodolfo Ybarra, me pareció, y ahora lo digo con convicción (repito lo que puse en el Facebook hace unos días), que es una novela bacán. Altamente recomendable, pero creo que no apta para mojigatos.