El rico y bello castellano pallasquino
que hoy hablamos es, en algún modo, el resultado de la fusión de tres lenguas:
el español, traído desde Europa en la tercera década del siglo XVI; el quechua
que, un poco antes, los incas habían tratado de imponer en la zona, y el culle,
que ya se hablaba allí (desde, posiblemente, unos dos mil años atrás). Bien.
En su afán de expansión, los incas llegaron a lo que hoy
es Pallasca donde encontraron una lengua extraña, el culle. Trataron -como
solía ocurrir con las conquistas- de imponer su idioma, el quechua, en desmedro
del que allí (y en gran parte de la región norte) se hablaba. Poco tiempo
después aparecieron los conquistadores españoles, que en Cajamarca mataron a
Atahualpa, el soberano imperial que, antes, había decretado la muerte de su
hermano Huáscar cuyo cadáver, según teoría razonablemente expuesta por algunos
historiadores (especialmente Félix Álvarez Brun) fue arrojado a las aguas del
río Tablachaca (antes Andamarca) que corre entre Pallasca y Santiago de Chuco
hacia el Pacífico. La imposición más rotunda y contundente, como es obvio, fue
la del idioma castellano, lo que, prácticamente, dio lugar a la casi total
desaparición del quechua -que hacía poco había comenzado a establecerse allí- y
empezó, también, poco a poco, a disminuir el uso del culle (que habría sido
prohibido según un documento de la época-).
La larga pero frágil sobrevivencia de esta lengua habría
llegado hasta, aproximadamente, la década de 1930, en algún caserío de la
provincia de Pallasca; y, según contaba el profesor Alipio Villavicencio
Chávez, la última cullehablante habría sido una señora que era conocida como
“la viejita Ishpe”. Actualmente solo quedan desperdigadas, en número aún
impreciso, voces que se confunden con el léxico español y los vocablos quechuas
que aún están en uso. Los primeros que recogieron palabras de aquella lengua fueron
el obispo de Trujillo Baltazar Jaime Martínez Compañón (a fines del siglo
XVIII) y el sacerdote pallasquino Teodoro Meléndez Gonzales (en 1915);
posteriormente lo hizo don Fernando Silva Santisteban (La lengua culle de Cajamarca y Huamachuco,
1982) y, ahora, perseverante e impenitente, lo hace mi amigo Manuel Flores
Reyna. Y, claro, estudios importantes acerca del culle han sido hechos por
Alfredo Torero (Áreas toponímicas e idiomas en la
sierra norperuana, 1989) Gustavo Solís Fonseca (La lengua culli revisitada, 1986), Willem Adelaar (En pos de la
lengua culle, 1989), Rodolfo Cerrón Palomino (La supervivencia de un
sufijo culle en el castellano
regional peruano, 1995), Luis Andrade Ciudad (Topónimos de una lengua andina extinta en un listado de 1943, 1995)
y María del Carmen Cuba Manrique (Lenguas
de contacto en la toponimia de la sierra norte del Perú, 2018).
(Este sonido). Expresiones culle (que aún se
emplean en Pallasca) son, por ejemplo, "chúrgape" (grillo),
"cungul" (renacuajo). Pero lo particular que podemos encontrar es una
pronunciación que no es propia del castellano ni del quechua y que sí aparece
en voces inglesas como "jam" (mermelada). Así tenemos, en el culle, Paranshyam, Mushyuquino, Conshyam
(que son topónimos; o sea, nombres de lugares), munshyo (el ombligo), cashyul
(el choclo tostado, muganshya (tizón
incandescente, pero sin flama y, por extensión, luz tenue). Hasta donde he
podido constatar, prácticamente ningún lingüista dedicado al estudio de las
lenguas andinas ha puesto atención en esta particularidad del culle.
El sonido al que me refiero yo lo represento uniendo el
dígrafo “sh” con la “y” (que es la “Vigesimosexta letra del abecedario
español). ¿Por qué lo hago? En castellano no existe palabra en que, después de
una consonante, vaya la “y” y se la pronuncie como “i latina”; eso ocurre solo
“cuando aparece aislada o en final de palabra precedida de una vocal” (aislada,
como conjunción: Juan y Pedro; al final de palabra precedida de una vocal: muy,
voy, ley). Entonces, por estar frente a palabras que no son de origen español,
sino culle, me parece lo más conveniente hacer esta unión: “shy”, en que la “y”
no suena ni tiene que sonar como “i” (“i latina”, quiero decir), pues lo que
sigue es una vocal, lo que hace que su sonido se convierta en “consonántico
palatal sonoro” (por ejemplo, “Consh/yam”, y no “Conshi/am”). No es,
naturalmente, la representación exacta del mencionado sonido culle, pero si es
la más aproximada, usando las grafías del alfabeto común.
Otros sonidos que, sin duda, son o provienen de la lengua
ya extinta son los segmentos o componentes “–bal” [-ball, -vall. valle],
probablemente “llanura, pampa, campos”, según Alfredo Torero (Cocabal,
Huandoval, Survalle); “-sácape”, que podría significar “chacra” (Colgasácape);
“-vara” (Taurivara, Marcovara); y, difinitivamente, el “–coñ” [-goñ, -goñe],
“agua” (que están en Acogoñe, Pichungoñe, Gorgoñe, Chapucungoñe y, por
supuesto, en Conshyam que significaría tierra pantanosa).
(¿Diminutivos?). Un sonido típico del
castellano pallasquino y, en general, de todo el norte peruano (incluido el
quechua de Ancash), corresponde al fonema sibilante palatal /š/ que, algunos
estudiosos afirman, sería herencia o rezago de la lengua culle (lo cual, por
cierto, no está probado aún), y lo usamos en el morfema “ash” (de “asho”,
“asha”), especialmente, para la construcción de diminutivos muy particulares,
como contraposición a los aumentativos “azo”, “aza” (gringasho, cholasho,
niñasha, Panchasho) y también hipocorísticos (expresiones afectivas, de cariño)
como Shesha, Shanti, Rosha, Cunshe, Shalo. Pero -definitivamente- son
diminutivos e hipocorísticos propios del castellano pallasquino, y no de la
lengua culle
(de ella podría ser, únicamente el
fonema, el sonido). No se conoce, pues, diminutivos en lengua culle. Por
ejemplo: palo, en culle, es guro.
¿Podríamos asumir que “gurosh” o “gurosho”, son sus diminutivos en lengua
culli? La respuesta es rotunda: no (porque nada hay que lo demuestre); en
cambio en el castellano pallasquino sí es posible expresarlo en diminutivo: de
“palo”, “palasho” (o sea, “palo chiquito”).
(¿Se conocen frases en lengua
culle?). El
lingüista Manuel Flores Reyna (a quien ya mencioné) en un momento afirmó que la
primera frase conocida en lengua culle sería esta: “qui amberto gauallpe”, con
el significado en castellano de "quiero comer gallina".
Efectivamente, en la lista de voces culle elaborada, en 1915, por el presbítero
pallasquino Teodoro Meléndez Gonzales (que la envió al sabio Santiago Antúnez
de Mayolo, quien, a su vez, la hizo llegar años después a Paul Rivet) aparece
dicha frase. Sin embargo (esto lo digo yo, ahora) no se trata, precisamente, de
una frase en lengua culle. Veamos: “gual’pe” o "gauallpe" solo es la
palabra quechua "guallpa" (mínimamente alterada), que significa
"gallina” (Atahualpa, ¿recuerdan?). ¿Y qué sería “qui amberto”? En
principio, “amberto”, fonéticamente, no tiene nada que pueda, razonablemente,
hacernos pensar que proviene de una lengua andina (suena a Alberto, Humberto,
etc.). ¿Y, respecto de “qui”, qué podríamos decir? Todo indica -creo yo- que
sería el adjetivo exclamativo “qué” alterado en su pronunciación. En tal
sentido, mi hipótesis es que lo que escuchó el padre Meléndez fue esta
expresión: “Qué hambre de comer gallina” pero, claro, dicha de manera juguetona
(“Qui amberto gaguallpe”). Por tanto, no es frase culle. En realidad, hasta
ahora, no ha llegado a conocerse, por ser imposible, ninguna frase en esta
lengua.
(Contrabandos garrafales). Ahora, en cuanto a las recopilaciones que se han hecho "de voces" de la lengua culle y también de otras lenguas (el jaqaru, por ejemplo, en la sierra de Lima) hay que tener mucho cuidado: se producen lo que yo llamo garrafales contrabandos. En alguna parte, por ejemplo, he visto que incluyen como si fuera culli el sustantivo “zarzaganeta” e incluso "tishne"; y, según tengo entendido, en alguna recopilación, también se llegó a considerar como de origen culli el adjetivo "cutulo". Explico: “zarzaganeta” (de "zarzagán) es el cierzo o viento frío de la madrugada; "Tishne" es el tizne (la mancha de hollín); y "cutulo", de origen nahua, es simplemente “cuto” (rabón: con cola corta), voz que, como en el caso de "zarzaganeta", no es más que la alteración, en la parte final, de la palabra de origen. No pertenecen al culle ni al quechua. Una de las recopilaciones aludidas corresponde a una investigación hecha por el Departamento de Humanidades de una muy conocida Universidad nacional (Revista Tipshe, UNFV), en que (es risible y no me lo van a creer) incluyen carasha, borrao, chamaco, entumido, emparamao, yesca y hasta machaza. Esto demuestra, pues, que la ligereza o falta de seriedad, también se da en nuestros centros académicos de nivel superior, lo cual, por cierto, es muy lamentable.
(¿“Cho” es culle?). El sacerdote Meléndez Gonzales, a quien ya me referí), en 1915 -tras escuchar a un anciano en algún caserío pallasquino- hizo una lista de voces que, como lo he dicho antes, la envió a Santiago Antúnez de Mayolo, quien, años después, la hizo llegar al francés Paul Rivet. Rivet, con el checo Cestmir Loukotka, la publicó en 1949 (“Las lenguas de la antigua diócesis de Trujillo”), en la revista Journal de la Société des Américanistes de Paris, en que señaló: "… el vocabulario de 19 palabras, que tuvo la gentileza de comunicarme, fue recogido por un sacerdote de Pallasca, el Dr. Gonzales (se refiere, en realidad, al presbítero Teodoro Meléndez Gonzales), hacia 1915, de boca de un anciano, y, en esa época, el idioma ya estaba en vías de desaparición". Ulteriormente, los estudiosos establecieron que dos de las voces allí incluidas -nina y guallpa- no correspondían a ese origen, pues forman parte del léxico quechua (en castellano: fuego y gallina, respectivamente).
Pero en lo que no pusieron atención fue en la expresión “cho”, a la que el religioso le atribuyó,
acertadamente, función apelativa (“¡eh!”). Fue un error considerarla como voz
culli, pues su origen -según mis indagaciones- está en Europa. Explico. La
interjección "cho" vino de España, y es posible que haya derivado de
“so”, usada casi siempre para “hacer parar o detener las caballerías”; pero
también ha servido con frecuencia para expresar asombro, y a veces indignación.
Es obvio que, andando el tiempo, esta voz pasó a cumplir función apelativa, tal
vez como derivación del uso, repito, dado “para hacer parar o detener las
caballerías”, o quizás porque uno de sus significados correspondía al pronombre
antiguo o anticuado “su”. O acaso su origen esté en la arbitraria y vulgar
deformación y simplificación que sufrió la palabra señor durante el Siglo de Oro: convertida, sucesivamente en seor y sor, y probablemente después en so,
de la que -repito- se habría derivado cho.
Lo dicho sería, digamos, una suerte de explicación
teórica. Aquí viene el sustento documental. Se trata del Diccionario histórico del español de Canarias (DHEC), en que
aparece, con una nutrida información, la palabra “cho” con el significado de
“señor”. Una de las referencias que hace, por ejemplo, es a la novela El Cacique (1898), de Guillón Barrús, en
cuya página 25 puede leerse el breve, pero muy ilustrativo y explicito
parlamento de uno de sus personajes: "En esto llegó el medianero. ─¡Hola,
cho Sixto! ¿qué tal? ¿Cómo andan esos plantíos?”. El “cho” usado, exactamente,
tal como se hace en Pallasca: para dirigirse a una persona del sexo masculino.
¿Y cuál es el vocablo para dirigirse a una mujer? En Pallasca se emplea “chi”
(producto del ingenio popular), y en España (concretamente, en Canarias), “cha”
(DHEC: “Navarro Correa Habla Valle Gran Rey (p.51): cho.Tratamiento que se da a
los ancianos (cho Juan, cha María)”.
La particularidad que tiene el uso del “cho” en Pallasca,
que lo diferencia del empleado en Canarias, es esta: mientras que en el
archipiélago español era “un tratamiento de respeto (…) que se anteponía al
nombre propio” (DHEC), es decir, para dirigirse a personas mayores (a las que
se trata de “usted”), en Pallasca, más bien, se emplea en el trato de confianza
o familiaridad, entre quienes se tutean.
Por su uso (no por si origen o etimología) el “cho’
pallasquino se ha convertido apócope de la palabra "cholo"; y, además
de ser usado como interjección con función apelativa (para llamar, detener o
pedir atención a alguien), es, también, un sustantivo, con el significado de
amigo, pero solo para dirigirse o referirse a varones, pues -como ya vimos-
para mujeres se usa el “chi” (que, prácticamente, viene a ser apócope de
“china”). Y he aquí una particularidad adicional muy importante: a diferencia
de lo que ocurre u ocurría en Canarias (donde ya no se usa, según me comunicó
el periodista y escritor tinerfeño Ramón Alemán) y en otros pueblos peruanos,
en Pallasca obviamente por su equivalencia con "amigo"- se le
pluraliza ("chos", para varones; "chis", para mujeres). En
dos palabras: con el cho ocurrió lo que con el “che” de argentina; el “cho”
vino de Canarias, y el “che”, desde Valencia). Pero, sea como fuere, el “cho”
ya es patrimonio nuestro y forma parte de nuestra identidad.
(Identidad y orgullo). ¿Y saben qué otra palabra nos
identifica, también? Esta: “Chupabarros”; el apodo que, probablemente, nos
pusimos nosotros mismos, debido al ingenio y el espíritu medio juguetón que nos
caracteriza e inspirados por la relativa escasez de agua en la zona urbana del
distrito y sus alrededores (es que el río más próximo, el Tablachaca, se
encuentra a unos siete u ocho kilómetros hacia abajo, en el límite con la
provincia de Santiago de Chuco, en La libertad). Pero, como el pallasquino es,
sobre todo, alegre y en él no caben resentimientos absurdos, ha hecho que, más
que una socarrona ironía, el apodo mencionado se convierta en un estímulo y
acicate para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar hacia delante
con optimismo y dignidad. Ah, y algo que no podemos dejar de lado, porque
identifica y corresponde a una cualidad inherente e intransferible, es el alma
noble, solidaria y amorosa, que es sello indeleble en los “chupabarros”, mis
lindos paisanos (hombres, mujeres, niños y ancianos), nacidos, incluso, en
otros lugares.
Y, bien, vuelvo al tema. Dije, al principio, que es rico
y bello el castellano pallasquino. Es cierto. Rico por su riqueza y por su
sabor. Es como surrupear una sopa de chochoca o una panizara caliente, o como disfrutar de aquel inolvidable alfajor de
Semana Santa llamado hojarrasca (así,
con doble «erre»). Sí, el castellano pallasquino es rico y bello. Si, por
ejemplo, queremos apurar a alguien, le decimos ¡das das!; si sentimos un leve atoro en la garganta que nos genera
una carraspera o tosecita, comentamos que nos hemos chogado; si, después de un malestar, nos ponemos chirgui chuirgui, seguro que comenzaremos
a chibrinquear, pero si, a la inversa, sufrimos un intenso decaimiento, nos
pondremos shumbol, y si la situación es peor, nos verán calamoqueados. Por
otra parte, si fuimos en busca de algo y todo resultó inútil, nos lamentaremos
por haber hecho un viaje yanca (o
sea, por gusto); si alguien, con palabras altisonantes, viniese a provocarnos
enojo, hacernos lío, bronca, seguramente diríamos que, sinque ni porque, se ha puesto a liriar haciéndonos ruido, y, si queremos que el conflicto
acabe definitivamente, despediremos al agresor con un rotundo e inapelable ¡zote!; y, si pasamos con una amiga
junto a un jardín nutrido de flores olorosas, seguramente exclamaremos,
felices, «¡Añañash, chi!, qué rico trasciende, ¿di?». Y diay
(o sea, y después) nos iremos en busca de otra buena amiga para ponernos a huasharimear con ella y sus yanazas, pero si, al no encontrarla,
preguntamos dónde está, tal vez su madre nos diga ni’onde (porque no lo sabe, porque no quiere decirnos o solo porque
la chica no desea salir). Ah, y aquí
algo muy especial que no puedo olvidar: al número dos lo hemos convertido en dosh, pero no para designar a la segunda
cifra de los números cardinales, sino para decir “poquitito”.
Expresiones -las que he mencionado y muchas otras- que a
nuestro castellano le dan encanto y esplendor. El castellano pallasquino que -especialmente-
gracias al empleo del sonido “sh” y -en algunos casos- por el reemplazo de la
“r” por la “y” (o la "i"), en la formación de diminutivos e hipocorísticos (Mariasha y Beinaido, por ejemplo),
es una lengua que, por su uso, yo me atrevería a caracterizar como una expresión
colectiva de ternura. (Algo similar ocurre con el quechua de Ancash: si, por
ejemplo, en el centro y sur peruanos pronuncian “sonco” o “soncu”, para
referirse al corazón, en el Callejón de Huaylas se dice, tiernamente,
“shoncu”).
Yo comencé a disfrutar y a enriquecerme con el castellano
de nuestro pueblo no recientemente, sino desde cuando aún era un niño medio caisha y asistía al Jardín de la
Infancia; y -les cuento- entonces, también, empecé a interesarme en él, cuando -a
pesar de mi timidez- me atreví a preguntarle a mi inolvidable maestra, la
señorita Teresa Casana, cómo se escribía la letra «she», pues ya intuía que se
trataba de un sonido propio y hasta, diría, emblemático del habla de nuestra
Pallasquita linda -como la llamaba don Moshe Huerta-. Y de esto han pasado añismos. ¡Lindos recuerdos, caracho!
(¡Perdónenme la nostalgia!)
© Bernardo
Rafael Álvarez
20 de junio
del 2025