“Tengo una pena…Será de frío!”, decía luego de dar un par de 
rasgueos a su humilde guitarra o, como él la llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser precisos: zapatero 
remendón. Su casa, en la que funcionaba su taller (algún nombre tenemos que 
darle) estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del Instituto 
Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio Municipal Mixto. Vestía un medio 
deslustrado saco azul marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra 
nuestra frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos traguitos, con una casi 
apretada frecuencia, pero el licor nunca llegaba a producir efectos grotescos en 
su comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos solía contarnos 
algunos episodios, ya borrosos,  de su 
vida. En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra jubilosa curiosidad, 
con irrefrenable recurrencia y sin poder disimular un inocente orgullo) llegó a 
cantar en el otrora “Coliseo Nacional”. “Tengo una pena…”, insistía. Probablemente aquella 
fue la única vez que pudo dar a conocer su talento, su arte, frente a un público 
distinto al minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros. En la 
sonrisa que se dibujada, discreta, tímida, candorosa,  en sus ojos vivaces, se filtraban 
sentimientos de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de 
esperanza. Era un hombre (lo conocimos ya anciano) que inspiraba verdadera 
ternura; sin embargo, es posible que (mocosos de miércoles, cuándo no) le 
hayamos hecho víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas rayanas con 
el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más). “Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de 
acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño -que en sus labios sonaba a 
bondad-, volvía a dar tres o cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera 
de Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo izquierdo a los 
trastes, como en un acto de amor, y enseguida se sumergía en un prolongado 
silencio que parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel inolvidable 
paisano. Ahora que es invierno lo evocamos, y nos damos cuenta que, también 
nosotros, soportamos una pena, tal vez como la de él, nuestro entrañable e 
irrepetible Huáychago! 
 
21 de julio 
2007
