El martes pasado, el Centro Pallasca cumplió ochenta y nueve años y hoy lo estamos celebrando. Es -si no la más antigua- una de las instituciones provincianas con mayor edad en Lima. Nació, como todas, con un propósito fundamental: mantener vivas la tradición y las costumbres del terruño andino en la mente y el corazón de los residentes en la Capital. Gracias a Dios y a la perseverancia de entusiastas pallasquinos, dignos seguidores de don Manuel Pizarro Hidalgo -que fuera el primer presidente de la institución- podemos decir que –a pesar de los tropiezos y los paréntesis explicables- el Centro Pallasca sigue siendo el imprescindible punto de convergencia de los “chupabarros” en Lima y, ahora, un importante impulsor también del desarrollo de nuestro distrito. No podemos dejar de reconocer, sin embargo, porque es lo justo, la importancia y significación de las otras organizaciones pallasquinas, como la Orden de Caballeros de San Juan, la Asociación de Unificación Pallasquina (ADUPA), la hermandad de San Juan Bautista, la Asociación de Damas de San Juan Bautista y una que, aunque ya no continúa en funciones, tuvo importante presencia hace algunos lustros: La Asociación de Damas de Santa Lucía. Mención especial merecen también nuestro paisano Leoncio Marcelo y su familia que, año tras año, organizan en San Juan de Lurigancho la festividad del Toro de Trapo. No podemos olvidar, naturalmente, a las personas que, de distinta forma, aportaron también su estímulo decisivo; voy a mencionar solo algunos nombres: Orestes Rodríguez, Wilfredo Alvarado, Ismael Gallarday, Wenseslao Villanueva, Corpus Blas, Milciades Álvarez, Olinda Gálvez, Saúl Chacón, Orlando Álvarez, César Alvarado. Todos ellos –por su afán de hacer que la nostalgia por la tierra amada sea una suerte de motor de integración de la familia pallasquina en Lima- merecen, creo yo, un homenaje hoy que la institución matriz cumple, con regocijo, su aniversario.
Pero, hablando de aniversarios, no podemos soslayar un asunto que me parece importante. Hace algunos días, nuestra Municipalidad distrital celebró –según pudimos conocer a través de la Internet- lo que vinieron en llamar los “ciento trece años de creación política del distrito de Pallasca”. Error garrafal y lamentable sobre todo si viene de la autoridad edil. El 7 de octubre corresponde al aniversario de la elevación de la Villa de Pallasca a la categoría de ciudad. No es el aniversario del distrito como tal. Las celebraciones de Pallasca como ciudad -que son justas, legítimas y convenientes- si nos atenemos en rigor a lo que es real, debieran involucrar a los pobladores del área urbana de Pallasca en la que se encuentran los barrios de Quichuas, Guagalbamba, Checras, Toronga, Chalacmalca y Chaupe. Porque, para decirlo con la más simple de sus acepciones, ciudad es "lo urbano, en oposición a lo rural". Y en el caso de Pallasca, la ciudad no incluye a Llaymucha o Shindol, ni a los demás anexos o caseríos y mucho menos a los parajes como Callanga, Tambamba, Paranshyam, etc. Ciudad es, pues, para circunscripciones como la nuestra, en que se dan lo urbano y lo rural, un concepto excluyente. Tiene mucho de honorífico, pero su significado es un privilegio que no envuelve a todo el distrito. El distrito propiamente dicho es más amplio porque se trata de una demarcación política y administrativa cuyos límites están dados por aquella línea cerrada e invisible que lo separa de los otros distritos; y aquí sí está "lo urbano y lo rural": los seis barrios, además de Shindol, Llaymucha, Cuymalca, Culculbamba, Huachaullo y Paccha y todos los parajes. La autoridad municipal y todos nosotros, por ello, debiéramos impulsar de modo más significativo -porque es lo justo, y esta es, señores, mi propuesta- la celebración, como se merece, del aniversario de creación política de nuestro distrito, porque esto corresponde, en buena cuenta, al cumpleaños de Pallasca. Y el verdadero cumpleaños de Pallasca se da el día 2 de enero. Es decir, dentro de algo más de dos meses debiéramos, todos, estar celebrando los 155 años de creación política de Pallasca como distrito, lo cual se dio -visto razonablemente- por Ley del 2 de enero de 1857.
Quiero, amigos, como un modesto homenaje a nuestra institución, a Pallasca y a todos nuestros paisanos, hablar, en esta ocasión, de un tema que me parece apasionante: el huayno pallasquino.
Para hablar del huayno pallasquino debemos necesariamente referirnos a cinco nombres (como las líneas del pentagrama). Nombres de personas que contribuyeron con un aporte valioso: hacer que nuestra sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros pueblos andinos. Su influjo, naturalmente, se sumó al que ejercieron nuestros padres y, por cierto, al que brotó de la belleza de nuestros paisajes, de lo glorioso de nuestro pasado y de la calidad espiritual de nuestra gente, la buena gente de Pallasca y sus costumbres (dos de las cuales, insustituibles, son el Toro de trapo con el pum, pum de la caja y la medio afónica melodía del pífano, y las Quiyayas, “telúricas y magnéticas” como habría dicho el inmenso César Vallejo). Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar Zúñiga, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.
Don Pedro Gutiérrez, “El Conshyamino”, nuestro folclorista invidente, cuando lo conocimos solía ubicarse en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en la que da hacia la iglesia). Con un seseo muy particular, secundado por el acompañamiento jadeante de “su acordeón o concertina”, protegido por su poncho y sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo no- vigilado por la “Repolla”, su mujer(a quien, dicho sea de paso, él también “vigilaba” pisándole la “lurimpa” para evitar que se aleje), entonaba huaynos y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La piedra de mal rodar”, su canción emblemática. No faltaba -como en todas partes- algún mozalbete zamarro que –candorosamente perverso- le jugara una broma pesada, como presionar una tecla de su instrumento, alterando, así, la ejecución del tema musical; don Pedro se enfadaba por un instante, soltaba sin mucha convicción un carajo, pero inmediatamente sonreía y continuaba con la música. Nosotros nos alegrábamos con su alegría y nos conmovíamos con su emoción. La destreza que demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde instrumento, era la misma cuando confeccionaba las proverbiales “andaritas” (especie de flautas de pan hechas con cañas de carrizo), perfectamente afinadas como para pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías inolvidables del “Zorro negro”; o para que Julio y “Shantel” -dos de sus principales usuarios- pudieran familiarizarse con la nobleza del arte órfico (su padre -nunca olvidado, especialmente por su cálido y generoso corazón-, don Santiago Zanelli era, probablemente, el más entusiasta “cliente” de don Pedro). Durante las primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición del retumbante “Pick up” prácticamente desplazó a ambos. La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza, mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje, llegó a ser un símbolo. Los pallasquinos lo guardamos en nuestra memoria y sabemos que él y don Víctor Alvarado, don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes...forman parte de la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta, de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus entrañables “maestros”; del Toro de trapo, de las “luminarias” y del grog…A nosotros, por lo menos a nosotros, cuando niños, don Pedro Gutiérrez nos dio una lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin palabras, que se dan con el ejemplo: amen lo nuestro con todo el corazón.
Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan verdades, una importante contribución para que aquello de lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos y melodías del Ande peruano (y, cómo no, también a los valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). En las fiestas familiares y los “bailes sociales” se hacía presente a primera hora junto a las pesadas baterías o acumuladores. La Pastorita Huaracina (“La Soledad”, “Penitenciaría de Lima”, “A los filos de un cuchillo”, “Zorro, zorro”...) y el Jilguero del Huascarán (“Capitalina”, “Marujita”, “Al compás de mi guitarra”, “Cóndor Cerro”...) fueron una suerte de alimento espiritual precisamente en esa etapa en que todo se asimila: los primeros cinco u ocho años de la vida. ¿Quién nos los hacía escuchar casi cotidianamente? Ya lo adivinaron: don Ireno Aguilar. Desde su casa ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó a Pallasca) hacía que nuestras mañanas o tardes, normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los chimayches...Por ello, don Ireno (el del molino de piedra con su “tararác” y su cárcamo y quién sabe con su “duende”) tiene un lugar preferente en nuestra memoria, la memoria del pueblo, porque -hay que reconocerlo sin mezquindad- su existencia fue, musicalmente, nutricia.
Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece nítidamente en la historia musical de Pallasca. El compositor y director de un conjunto musical (“Los mensajeros del Chonta”), una de cuyas canciones hizo abrir los ojos y la conciencia de muchos: “Señor Diputado”. Nos referimos, a quién más va a ser, a Julián Rubiños. La letra de ese tema (contestario, de protesta, turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la atención pública una necesidad y una esperanza: que Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era específica: queremos carretera. Pero también –recuérdenlo- reclamaba que quienes reciben el voto popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no solamente vio en el arte musical un medio para promover el entretenimiento, el gozo, sino una tribuna de denuncia y demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor pallasquino por excelencia. El mismo cantaba sus canciones y dirigía a los integrantes del grupo de instrumentistas que lo acompañaban (“marco musical”, le dicen ahora). Don Julián tiene aún, gracias a Dios, el talento y el entusiasmo vívidos y fecundos, y podemos esperar más de él.
Pero no solo él puso la voz a sus composiciones. También una simpática jovencita (ahora respetable y hacendosa ama de casa, desde hace muchos años con residencia en Norte América) nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz. Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues: a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así- la hemos soslayado injustamente. Recordamos que alguna vez (fue en 1965, sin temor a equivocarnos) ella, con Julián Rubiños, “El cholo sufrido” y “Susanita ancashina” llegaron a nuestro pueblo y programaron una presentación en la 293, nuestra Escuela (esa que la modernidad ha tirado por los suelos); la respuesta fue adversa y nosotros, entonces aún en la infancia, sentimos dolor y experimentamos eso que hoy se llama vergüenza ajena. Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar (su padre fue -lo conocimos- don Santiago Miranda; ¿se acuerdan de él?). En los años 60 grabó un disco (probablemente otros más, no lo sabemos), en el que –como está escrito en otra parte- se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de aquel tema musical decía: “Toque, toque don Pedrito su acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con mi linda pallasquina...” Un tema hermoso, de auténtica creación -no como otros- según pudimos advertir, y muy bien cantado, que debiera merecer reiteradas reediciones y, sobre todo, ser difundido intensamente entre todos los pallasquinos, porque es como un himno que alimenta el orgullo y el cariño por la tierra que nos vio nacer y por su gente.
A los cinco nombres mencionados hay que agregar el de don Vicente Pantoja, que durante un buen tiempo embelesó especialmente a los jóvenes con aquel pegajoso tema que decía “Si la Julia te pregunta, no le digas que me has visto...”. También el de Santos Villa que es, creemos, uno de los mejores compositores nuestros de los últimos años, que, además, realiza una importante labor de difusión folclórica en una emisora de la Capital.
Y, claro, no podemos soslayar al muy entusiasta profesor Elio Machado quien le agregó tres estrofas a un huayno que desde mucho tiempo atrás la gente de Pallasca canta y baila asumiéndolo casi como un himno telúrico. A este huayno se dio en llamar “Tierra pallasquina” y -aunque nadie sabe quién es el autor de la música y de la estrofa más conocida- lo cierto es que todo el mundo se conmueve al escucharlo, sobre todo por aquellos dos versos que dicen: “Tierra pallasquina, tierra tan querida/ tal vez en mi ausencia llorarás por mi". El profesor Machado le insertó unos versos que hacen referencia a la Fiesta de San Juan Bautista, a la chicha de jora, los chirocos y la pampa de Tambamba, y lo publicó en 1961 con motivo del Centenario de la Provincia. Gracias a él, este tema musical adquirió, en su letra, la ciudadanía de Pallasca. Porque, valgan verdades, su origen –que se pierde en la bruma del tiempo- puede estar en cualquier lugar, menos en la tierra de los chupabarros. En alguna oportunidad la escuchamos como fuga de un huayno huancaíno; y, en Ancash, casi cotidianamente, nos deleitamos oyéndole cantar al inolvidable “Jilguero del Huascarán” con el título de “Retamita verde”. El segundo pareado que los pallasquinos entonan con fervor es una muestra clara de su origen ajeno porque –reconozcámoslo- lo que allí se dice, para Pallasca es simplemente falso y absurdo: “Si tu suerte ha sido vivir prisionera, rompe las cadenas como yo las (sic) hice.” Pero, en fin, si la música y la letra de ese tema no es de autoría pallasquina, el sentimiento, en cambio, sí es auténtica, incomparable e inalienable pertenencia de la tierra del Conshyamino y si el calor imantado de su gente es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón, por qué no habría de ocurrir lo mismo con las melodías que, quiérase o no, son patrimonio universal de los pueblos.
Así, pues, sin olvidar lo que significó don Alonso Paredes, maestro que cultivó y estimuló en los niños la simpatía por los valores del rico y altivo pasado de nuestra patria y considerando el aporte conmovedor de nuestros chirocos -Eleodoro Valdez y sus hijos, entre otros-, la aleccionadora aunque fugaz vida de la Estudiantina de la 293 y el entusiasmo de maestros como don Elio Machado (¿recuerdan las “veladas literario-musicales”?), ellos -Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juanita Díaz e Isabel Miranda- constituyen el pilar sobre el cual la música folclórica de Pallasca se sustenta. Después de ellos han venido y seguirán llegando nuevos y muy buenos valores, no tenemos por qué dudarlo. Hay que agradecer que sea así, pero estimulémosles sin reservas y con alegría. Porque, ¿saben una cosa?, el arte nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos.
Gracias. ¡Y muchas felicidades, paisanos!