Grata
y emocionante sorpresa experimenté al dirigir mi mirada a las primeras páginas
de este libro que, en PDF, hace unos días me envió Héctor Efraín
Rojas, su autor, y ver que quien redactó el prólogo fue mi querido e
inolvidable amigo el poeta Jorge Luis Obando, que falleció hace aproximadamente
dos años. Y fue agradable, especialmente, leer estas palabras dichas en su
particular, culterano y a veces medio desconcertante estilo: “Es el poeta el
guardián, el portador del fuego sagrado, el cosmocrátor de ese
pequeño universo caótico de su psiquis, ese rayo singular de luz en el pequeño
espacio tiempo de esa comunidad aldeáica que es la humanidad”.
Me gustó, porque –a la manera de Sócrates- descubrí que, en realidad, “solo sé
que nada sé”. Eché mano a Google y descubrí que “cosmocrátor” es sinónimo de
“arquitecto del universo”; o sea, Dios. El poeta, un dios portador del fuego
sagrado: el fuego hacedor, no el fuego incinerador. Lo que no encontré en el
océano virtual del Internet fue el caprichoso adjetivo “aldeáico”, inventado -obviamente- por el poeta de “Aedosmil”, pero, claro, todos lo entendemos:
nuestro mundo es una aldea, ¿o no?
Bien.
A Héctor Efraín Rojas lo he conocido recién ahora y aquí. Apenas me pidió –vía
Internet- que lo acompañara en esta presentación, corrí a revisar su cuenta de
Facebook, a ver qué encontraba. Oh, sorpresa: encontré varios poemas suyos, de
un libro (supongo que aún inédito) titulado ANTROPOESÍA/3990msnm,
realmente muy buenos, que revelan no solo el talento de su autor, sino ingenio
y un extraordinario manejo de la palabra, del idioma, y también, cómo no, un
saludable desenfado como el que se puede advertir en estos versos escritos
entre paréntesis: “(Ven pa’cá que esta mañana / nos comeremos un cevichito
de caballas / o tal vez unas cachemas encebolladas)”.[1] Me
sorprendió, realmente. No hay nada, creo yo, como la poesía que exuda frescor,
vitalidad, optimismo.
Y eso, frescor, vitalidad, optimismo, es lo que –como lo intuía,
mientras esperaba su envío- es lo que he encontrado en el libro que hoy se
presenta: Banderas de mar. Esto, sin embargo, no significa que
Héctor Efraín sea ajeno a las emociones propias de experiencias que, a veces,
pueden ocasionar desfallecimiento, pesimismo. Es humano, pues; como todos, con
fortalezas y debilidades.
Me pareció un feliz acierto de Jorge Luis Obando el haber transcrito en
el prólogo –por lo significativo que es- este, el primer poema del libro: “SI EL ABISMO NO FUERA MI HERMANO / retiraría las
piedras de cada atardecer / Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría
sentido la primavera / Y si entre la hierba / se perdieran mis cuadernos (de
poesía) / me iría lejos / en busca de una ola / allá / en el fondo
del mar”; y acertado, también, que Jorge Luis reflexionara, al respecto, con
estas interrogantes: “¿Y qué es el mar? ¿No es acaso el inicio de la vida misma
que en oleadas sucesivas ha generado la evolución humana?”. Efectivamente, eso
es. Y Héctor Efraín dice: “Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría
sentido la primavera”. La vida sin en el canto (sin la poesía) pierde su
fecundidad, su razón de ser, y el poeta -lo revela en estos versos-
procuraría restablecerla –como al principio- desde el mar. Desfallecimiento
que, gracias a Dios, encuentra una definitiva resiliencia. Banderas
de mar, que no son advertencia de peligro sino anuncio de vida.
Guisella
González, en una interesante reseña insertada en el libro, señala y explica las
partes del volumen; así que no voy a detenerme en ello.
En
lo que sí quiero poner atención –en lo cual coincido con Guissella- es en esto:
en la innegable y bella musicalidad de los poemas. No solo hay referencia
respecto de la música sino, sobre todo, está presente la sensualidad sonora de
los poemas, un ritmo cadencioso, una melodía de almíbar. Es que Héctor Efraín
sabe de música, sabe de poesía.
Muchos
asocian el lirismo, principalmente, con aquello que –como dice el Diccionario
de la Lengua Española- “promueve una honda compenetración con los sentimientos
manifestados por el poeta”; ser lírico, para muchos, es ser romántico y
hasta “medio tristón”. Puede ser, o es. Pero no hay que olvidar que
el étimo (la raíz, el origen) de “lírico” o “lírica” es lira, que es el nombre
de un instrumento musical; no es lágrima, no es llanto. Es música.
Eso es lo que hay en la poesía de Héctor Efraín
Rojas. Música que, a pesar de las vicisitudes, otorga un aliento de vida, de
alegría, de esperanza. Para eso es la poesía; no para hundirnos, no para
destruirnos, sino para levantarnos y para ennoblecernos. Es tiempo, ya, de que
el buen ánimo retorne a las letras. (Como decía el gran Alejandro Romualdo, en
el poema titulado En alta voz: “Es necesario, / trinar a plena luz,
echarse el alma / a la esperanza, alzarse hacia la vida. / Es necesario un
vuelo de campana / doblando a sol…”; o en el poema A otra cosa:
“Basta ya de agonía. No me importa / La soledad, la angustia ni la nada. /
Estoy harto de escombros y de sombras. / Quiero salir al sol”). En este libro
hay buen ánimo o, como dicen los muchachos, “buena onda”.
Algo –entre otras cosas- que descubrí al leer este
bello libro de Héctor Efraín, fue la presencia agradable de un aire medio
lorquiano que, para disgusto mío (lo digo en broma, por si acaso) ya antes lo
había advertido también Guissella González y lo dice en su texto (o sea, no he
sido el primero). Por ejemplo, lo siento en Valsecillo N° 33, poema
–casi un romance- que comienza así: “Que te quiero y que te quiero/ que ya
llegué de altamar. / Que te quiero y que te busco / que te busco y ya no
estás…” ¡Lindo!
También poemas epigramáticos, como el
titulado Sombra tu sombra, que son de verdad deliciosos: “Sombra tu
sombra / la del sombrero / sombra mi sombra / sin mi pañuelo / si esta vida no
es de tu sueño / entonces dime / quien es el dueño / sombra la vida / sombra lo
ajeno…”
Como habrán podido notar, he usado un adjetivo que
–estoy seguro- casi nadie se atrevería a usar en estos tiempos para hablar de
poesía: “delicioso”. Lo cierto es que el arte y la poesía tienen, básicamente,
ese propósito: ser agradables, causar delicia. ¿Es pecado, es reprobable decir
esto, una irreverencia o acaso una insolencia? No, para nada. Que haya quienes
quieran usar el poema como herramienta (para construir) o como arma (para
destruir) es legítimo; que quieran, con el poema, a una llaga inyectarle ácido,
también. Es la libertad del uso, la libertad de la creación. Héctor Efraín
Rojas lo que ha querido es simplemente hacer poesía (que puede ser respondona,
pero es –sobre todo- responsable), y lo ha logrado con creces. Con desenfado,
con candor, con sinceridad, limpiamente.
Escuchen esto: “En un rincón de mí / alojé tu
sonrisa / compartimos los panes / los versos / los adioses”. ¿No les recuerda,
tal vez, a las hechuras provocadoras del surrealismo de Oquendo de Amat, autor
de Cinco metros de poemas? Intertextualidad le llaman a esto los
entendidos posmodernos. Es que –“sin querer queriendo”- todos podemos coincidir
en decires y también en emociones.
“La poesía (nos dice Héctor Efraín, echando mano a
una medio perturbadora paradoja) es ensuciar la vida / hacerla oscura / para
sacar la luz / para sacar el alma / y convertirla en sangre / y convertirla en
piedra / y convertirla en vida…”. “Convertirla en vida”. Eso es la poesía, para
apostar por la vida, para no desperdiciar la vida.
Hablé de desenfado. No solo en la soltura de los
poemas de Banderas de mar se pone de manifiesto tal cualidad o
característica. También en el aspecto formal de la construcción del libro
mismo. La primera parte contiene poemas –excepto algunos- nombrados como
“Valsecillos”, a los cuales se les ha puesto un número; y curiosamente,
encontramos –por ejemplo- que el primer valsecillo tiene el número 15, al
segundo se le ha asignado el 11, al penúltimo, el 83, y al final, el 71. Es que
no tiene (nada obliga a ello) que estar en orden digamos correlativo; esto es
poesía, no es matemática. Aquí se impone la libertad, la voluntad del poeta.
Hay un poema dedicado a la ciudad -en que viví
durante un año, cuando terminaba la secundaria, hace un montón de tiempo- y
lleva su nombre: Trujillo. Allí leo esto: “¿Así son los otoños en
tu ciudad? / ¿Así es tu mar?... o preguntabas: ¿Tiene poetas tu ciudad?”. En
otro poema (Retablo por Joaquín López Antay) dice: “A este pueblo como
que ya se le había acabado la ternura…” Bueno, la verdad es que, sí, esta
ciudad, la de ustedes, la de nosotros, sí tiene poetas y uno de ellos es Héctor
Efraín, que nació en Piura pero cuyo corazón está en el querido Ayacucho. ¿Se
le acabó la ternura a esta ciudad? Hubo quienes quisieron acabarla, pero no lo
pudieron lograr; ha sobrevivido y permanece, cálida, vital, fecunda; es que hay
poetas, pues, hay humanidad aún, hay buenos sentimientos. La poesía contenida
en el libro que esta noche se presenta tiene ternura, y eso nos hace bien,
mucho bien. Léanla. Verán que no todo se ha perdido en este mundo, que aún hay
esperanza. Bécquer, en una de sus rimas decía que mientras haya primavera y
esperanza, habrá poesía. Yo -al contrario- digo lo siguiente: mientras haya poesía, habrá
primavera, habrá esperanza.
¡Viva Piura y Ayacucho! ¡Viva la poesía!
(Huamanga, 18 de
octubre del 2018)