viernes, 19 de octubre de 2018

NO TODO SE HA PERDIDO EN ESTE MUNDO, AÚN HAY ESPERANZA. BANDERAS DE MAR, POESÍA DE HÉCTOR EFRAÍN ROJAS.


Grata y emocionante sorpresa experimenté al dirigir mi mirada a las primeras páginas de este libro que, en PDF, hace unos días me envió Héctor Efraín Rojas,  su autor, y ver que quien redactó el prólogo fue mi querido e inolvidable amigo el poeta Jorge Luis Obando, que falleció hace aproximadamente dos años. Y fue agradable, especialmente, leer estas palabras dichas en su particular, culterano y a veces medio desconcertante estilo: “Es el poeta el guardián, el portador del fuego sagrado, el cosmocrátor de ese pequeño universo caótico de su psiquis, ese rayo singular de luz en el pequeño espacio tiempo de esa comunidad aldeáica que es la humanidad”. Me gustó, porque –a la manera de Sócrates- descubrí que, en realidad, “solo sé que nada sé”. Eché mano a Google y descubrí que “cosmocrátor” es sinónimo de “arquitecto del universo”; o sea, Dios. El poeta, un dios portador del fuego sagrado: el fuego hacedor, no el fuego incinerador. Lo que no encontré en el océano virtual del Internet fue el caprichoso adjetivo “aldeáico”, inventado -obviamente- por el poeta de “Aedosmil”,  pero, claro, todos lo entendemos: nuestro mundo es una aldea, ¿o no?

Bien. A Héctor Efraín Rojas lo he conocido recién ahora y aquí. Apenas me pidió –vía Internet- que lo acompañara en esta presentación, corrí a revisar su cuenta de Facebook, a ver qué encontraba. Oh, sorpresa: encontré varios poemas suyos, de un libro (supongo que aún inédito) titulado ANTROPOESÍA/3990msnm, realmente muy buenos, que revelan no solo el talento de su autor, sino ingenio y un extraordinario manejo de la palabra, del idioma, y también, cómo no, un saludable desenfado como el que se puede advertir en estos versos escritos entre paréntesis: “(Ven pa’cá que esta mañana / nos comeremos un cevichito de caballas / o tal vez unas cachemas encebolladas)”.[1] Me sorprendió, realmente. No hay nada, creo yo, como la poesía que exuda frescor, vitalidad, optimismo.

Y eso, frescor, vitalidad, optimismo, es lo que –como lo intuía, mientras esperaba su envío- es lo que he encontrado en el libro que hoy se presenta: Banderas de mar. Esto, sin embargo, no significa que Héctor Efraín sea ajeno a las emociones propias de experiencias que, a veces, pueden ocasionar desfallecimiento, pesimismo. Es humano, pues; como todos, con fortalezas y debilidades.

Me pareció un feliz acierto de Jorge Luis Obando el haber transcrito en el prólogo –por lo significativo que es- este, el primer poema del libro: “SI EL ABISMO NO FUERA MI HERMANO / retiraría las piedras de cada atardecer / Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría sentido la primavera / Y si entre la hierba / se perdieran mis cuadernos (de poesía) /  me iría lejos / en busca de una ola / allá / en el fondo del mar”; y acertado, también, que Jorge Luis reflexionara, al respecto, con estas interrogantes: “¿Y qué es el mar? ¿No es acaso el inicio de la vida misma que en oleadas sucesivas ha generado la evolución humana?”. Efectivamente, eso es. Y Héctor Efraín dice: “Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría sentido la primavera”. La vida sin en el canto (sin la poesía) pierde su fecundidad, su razón de ser, y el poeta -lo revela en estos  versos- procuraría restablecerla –como al principio- desde el mar. Desfallecimiento que, gracias  a Dios, encuentra una definitiva resiliencia. Banderas de mar, que no son advertencia de peligro sino anuncio de vida.

Guisella González, en una interesante reseña insertada en el libro, señala y explica las partes del volumen; así que no voy a detenerme en ello.

En lo que sí quiero poner atención –en lo cual coincido con Guissella- es en esto: en la innegable y bella musicalidad de los poemas. No solo hay referencia respecto de la música sino, sobre todo, está presente la sensualidad sonora de los poemas, un ritmo cadencioso, una melodía de almíbar. Es que Héctor Efraín sabe de música, sabe de poesía.

Muchos asocian el lirismo, principalmente, con aquello que –como dice el Diccionario de la Lengua Española- “promueve una honda compenetración con los sentimientos manifestados por el poeta”; ser lírico, para muchos, es ser romántico y hasta  “medio tristón”. Puede ser, o es. Pero no hay que olvidar que el étimo (la raíz, el origen) de “lírico” o “lírica” es lira, que es el nombre de un instrumento musical; no es lágrima, no es llanto. Es música.

Eso es lo que hay en la poesía de Héctor Efraín Rojas. Música que, a pesar de las vicisitudes, otorga un aliento de vida, de alegría, de esperanza. Para eso es la poesía; no para hundirnos, no para destruirnos, sino para levantarnos y para ennoblecernos. Es tiempo, ya, de que el buen ánimo retorne a las letras. (Como decía el gran Alejandro Romualdo, en el poema titulado En alta voz: “Es necesario, / trinar a plena luz, echarse el alma / a la esperanza, alzarse hacia la vida. / Es necesario un vuelo de campana / doblando a sol…”; o en el poema A otra cosa: “Basta ya de agonía. No me importa / La soledad, la angustia ni la nada. / Estoy harto de escombros y de sombras. / Quiero salir al sol”). En este libro hay buen ánimo o, como dicen los muchachos, “buena onda”.

Algo –entre otras cosas- que descubrí al leer este bello libro de Héctor Efraín, fue la presencia agradable de un aire medio lorquiano que, para disgusto mío (lo digo en broma, por si acaso) ya antes lo había advertido también Guissella González y lo dice en su texto (o sea, no he sido el primero). Por ejemplo, lo siento en Valsecillo N° 33, poema –casi un romance- que comienza así: “Que te quiero y que te quiero/ que ya llegué de altamar. / Que te quiero y que te busco / que te busco y ya no estás…” ¡Lindo!

También poemas epigramáticos, como el titulado Sombra tu sombra, que son de verdad deliciosos: “Sombra tu sombra / la del sombrero / sombra mi sombra / sin mi pañuelo / si esta vida no es de tu sueño / entonces dime / quien es el dueño / sombra la vida / sombra lo ajeno…”

Como habrán podido notar, he usado un adjetivo que –estoy seguro- casi nadie se atrevería a usar en estos tiempos para hablar de poesía: “delicioso”. Lo cierto es que el arte y la poesía tienen, básicamente, ese propósito: ser agradables, causar delicia. ¿Es pecado, es reprobable decir esto, una irreverencia o acaso una insolencia? No, para nada. Que haya quienes quieran usar el poema como herramienta (para construir) o como arma (para destruir) es legítimo; que quieran, con el poema, a una llaga inyectarle ácido, también. Es la libertad del uso, la libertad de la creación. Héctor Efraín Rojas lo que ha querido es simplemente hacer poesía (que puede ser respondona, pero es –sobre todo- responsable), y lo ha logrado con creces. Con desenfado, con candor, con sinceridad, limpiamente.

Escuchen esto: “En un rincón de mí / alojé tu sonrisa / compartimos los panes / los versos / los adioses”. ¿No les recuerda, tal vez, a las hechuras provocadoras del surrealismo de Oquendo de Amat, autor de Cinco metros de poemas? Intertextualidad le llaman a esto los entendidos posmodernos. Es que –“sin querer queriendo”- todos podemos coincidir en decires y también en emociones.

“La poesía (nos dice Héctor Efraín, echando mano a una medio perturbadora paradoja) es ensuciar la vida / hacerla oscura / para sacar la luz / para sacar el alma / y convertirla en sangre / y convertirla en piedra / y convertirla en vida…”. “Convertirla en vida”. Eso es la poesía, para apostar por la vida, para no desperdiciar la vida.

Hablé de desenfado. No solo en la soltura de los poemas de Banderas de mar se pone de manifiesto tal cualidad o característica. También en el aspecto formal de la construcción del libro mismo. La primera parte contiene poemas –excepto algunos- nombrados como “Valsecillos”, a los cuales se les ha puesto un número; y curiosamente, encontramos –por ejemplo- que el primer valsecillo tiene el número 15, al segundo se le ha asignado el 11, al penúltimo, el 83, y al final, el 71. Es que no tiene (nada obliga a ello) que estar en orden digamos correlativo; esto es poesía, no es matemática. Aquí se impone la libertad, la voluntad del poeta.

Hay un poema dedicado a la ciudad -en que viví durante un año, cuando terminaba la secundaria, hace un montón de tiempo- y lleva su nombre: Trujillo. Allí leo esto: “¿Así son los otoños en tu ciudad? / ¿Así es tu mar?... o preguntabas: ¿Tiene poetas tu ciudad?”. En otro poema (Retablo por Joaquín López Antay) dice: “A este pueblo como que ya se le había acabado la ternura…” Bueno, la verdad es que, sí, esta ciudad, la de ustedes, la de nosotros, sí tiene poetas y uno de ellos es Héctor Efraín, que nació en Piura pero cuyo corazón está en el querido Ayacucho. ¿Se le acabó la ternura a esta ciudad? Hubo quienes quisieron acabarla, pero no lo pudieron lograr; ha sobrevivido y permanece, cálida, vital, fecunda; es que hay poetas, pues, hay humanidad aún, hay buenos sentimientos. La poesía contenida en el libro que esta noche se presenta tiene ternura, y eso nos hace bien, mucho bien. Léanla. Verán que no todo se ha perdido en este mundo, que aún hay esperanza. Bécquer, en una de sus rimas decía que mientras haya primavera y esperanza, habrá poesía. Yo -al contrario- digo lo siguiente: mientras haya poesía, habrá primavera, habrá esperanza.

¡Viva Piura y Ayacucho! ¡Viva la poesía!

(Huamanga, 18 de octubre del 2018)




[1] Poema “A una muchacha que se muerde las uñas”.



martes, 2 de octubre de 2018

RODOLFO DONDERO, POETA.



Hace pocas semanas, Rodolfo Dondero me obsequió –en el Campo Ferial Amazonas- el libro que esta noche se presenta. Al recibirlo, inmediatamente y sin siquiera hojear el libro me atreví a decirle lo siguiente: “Tengo, de entrada, una observación, pero no te voy a indicar cuál es, sino hasta el día de la presentación”. Lo que enseguida hicimos los dos fue echarnos a reír a mandíbula batiente. Bueno, espero que al final de esta breve exposición mía la dé a conocer a todos ustedes, a ver cómo reaccionan.


A Rodolfo lo conocí -personalmente, digo-  el 26 de agosto del 2017, en el Café Rilke. Seguramente se asombrarán por la exactitud con que señalo el día y el lugar. Pues se debe a esto: aquel día, en aquel lugar, participé en la presentación de “Horas sin nombre” de “Alexander Sandman” (alter ego o, mejor dicho, seudónimo –en ese libro- de nuestro amigo Alexander Forsyth). Después de haber dicho algunas cosas acerca de la producción literaria de Alex, recibí un saludo inesperado: “Hola, Bernardo, soy Dondero”, así, enfáticamente. Yo, por cierto, ya sabía –al escuchar el apellido- de quién se trataba; nos dimos un apretón de manos y un fuerte abrazo. Me invitó a acercarme a las actividades del “Círculo Andino de Cultura”, del que con Rolando Santa Cruz Oros y Rodolfo Sánchez Garrafa- forma parte él. Acepté, pero nunca más nos volvimos a encontrar sino hasta esa oportunidad en el Campo Ferial Amazonas. Es decir, contando con la de hoy, solo son tres las veces que nos hemos encontrado Rodolfo y yo. Ello no obstante, nuestra amistad es sólida, ¿verdad, amigo?

Esta amistad, sin embargo, no me impide ser imparcial en mis apreciaciones respecto del libro que hoy se presenta, ni me obliga a ser complaciente. Así que, ¡agárrate, Catalina! Pero, no, no voy a hacer trizas de la producción poética de Rodolfo, ni mucho menos; no porque no quiera, sino porque este trabajo carece de razones para hacerlo: es un buen trabajo, realmente.

Dije que personalmente a Rodolfo lo conocí hace apenas un año. Cierto. Pero digamos que indirectamente yo ya sabía algo de él desde hace muchísimo más tiempo. Rodolfo es agrónomo de profesión y oficio. El día que me entregó su libro, me obsequió –también- una copa de pisco. ¿Saben de dónde provenía ese exquisito licor? Pues de las viñas de Dondero; era producción suya, guardada por varios años. Este apellido –lo confieso- ya “me sonaba”, lo había escuchado o leído antes, asociado al licor bandera de nuestro país. Rodolfo me lo confirmó.

Creo que el pisco (como también el vino) es un licor con alma de poesía. Si literalmente esto no es cierto, pues diré que en el caso de Rodolfo sí lo es, y con creces. No quiero decir (porque no lo sé) que Rodolfo sea bebedor; me refiero a esa vocación que la puso de manifiesto en la producción del exquisito aguardiente destilado de uva y que ahora se ha convertido en creación poética. Por lo demás, el vino y el pisco, qué hacen: pues, darle la razón a Charles Baudelaire, quien en uno de sus más bellos poemas en prosa dijo: “Embriagaos”, “con vino, con poesía o con virtud”. El vino (el pisco) y la poesía son eso, pues: virtud. ¿O me equivoco?

Rodolfo Dondero ha publicado, hasta ahora, tres libros de poesía: Reverberaciones (2015); Los golpes del badajo (2016); Florilegio equinoccial (2018). Es decir, su primigenia producción poética es muy reciente; no proviene de su adolescencia. Bueno, la verdad es que, como ocurre con el amor, no hay edad para la poesía; decir: “has comenzado tarde” es simplemente un error, una falacia. Todo momento –para el amor y para la poesía- son horas tempranas. Y mientras haya energía, vigor, alegría y buena fe, habrá creación, habrá poesía, habrá amor.

Y Rodolfo tiene energía, vigor, alegría y buena fe. Por eso, además, participa activamente en otra cosa que es su pasión: el activismo cultural, y lo hace –como he dicho- con Rolando Santa Cruz Oros y su tocayo Rodolfo Sánchez Garrafa, en el Círculo Andino de Cultura. Y eso es realmente loable. Cultura o, mejor dicho, interés por la cultura es la que buena falta hace en nuestro medio.

Debo decir que cuando leí Florilegio Equinoccial, el libro que hoy presentamos, lo primero que me pregunté (porque soy preguntón, pues) fue qué cosa es “equinoccio”. Siempre he escuchado esta palabrita, pero nunca supe qué significaba. Creí que era algo así como decir “ártico”, es decir, que designaba a alguna región geográfica. Tuve, caballero nomás, que echar mano a eso a lo que todo el mundo recurre: “Wikipedia”. Recién pude saberlo: no es un lugar, sino un momento. Hay dos equinoccios: el 20 o 21 de marzo y el 22 o 23 de setiembre de cada año. Textual, según la enciclopedia virtual: cuando “el Sol está situado en el plano del ecuador celeste. Ese día y para un observador en el ecuador terrestre, el Sol alcanza el cenit (el punto más alto en el cielo con relación al observador, que se encuentra justo sobre su cabeza, vale decir, a 90°)”.

¿Todo claro? Sí, todo claro. Pero, saltó otra duda: ¿por qué tuvo que ponerse el adjetivo “equinoccial” al libro de poemas?, ¿tal vez porque fue escrito justo cuando el Sol alcanzó el cenit?, ¿o porque el autor quiso decirnos que la poesía es eso: el punto más elevado de la palabra, de los sentimientos? Mi respuesta es esta: porque es eso la poesía: el Sol en el cenit.

Y, la  verdad, en este poemario veo eso: ennoblecimiento de la palabra, elevación de los sentimientos. Y belleza, mucha belleza.

Como bien dice Alejandro Villagra en la primera parte del prólogo, esta poesía “es un canto, una celebración” y tiene “un  bello lenguaje de flores”. Lo que no comprendo es por qué el chileno, en otra parte, dice que “uno llora leyendo el trabajo” de Rodolfo Dondero. No, no es para llorar; esta es poesía exultante, no es poesía deprimente.

Entre otras cosas, algo que me parece digno de resaltar es la ternura que transmite la poesía de Rodolfo Dondero, imágenes de tierna dulzura como nacidas de la ingenuidad de un niño: “Avecilla de fino plumaje / acaricia y alivia  mi nostalgia”. Poesía amorosa, ajena a la rudeza a  veces perversa de la poesía de nuestros exaltados poetas actuales, los otros; poesía, la de Rodolfo, “chapada a la antigua”, pero indiscutiblemente actual. Poesía que estremece, que parece hecha a la medida de nuestras ilusiones y desilusiones por esos amores que se van pero se quedan: “Tú eras mi río y mis brazos, / el cauce por el que discurrías / te marchaste soberbia / ante la perplejidad de mi mirada / y a pesar que ya no estabas / seguiste en mi mente, fluyendo, / erosionando mi espíritu vencido”.

Pero no solo es poesía amorosa. También, en el libro de Rodolfo, hay preocupaciones de carácter escatológico (aludo a la primera acepción, naturalmente). “Ante lo inexorable”, nos dice, “la mejor respuesta es el olvido”. El buen humor, es decir, la “celebración” aludida en el prólogo, se manifiesta al menos en dos poemas: “No puede la paloma / volar batiendo alas / a ritmo de tango…” (El vuelo de la paloma); “El pájaro ateo / extiende sus alas…” (El sueño del pájaro ateo). Imágenes caprichosas en un contexto medio dramático. Hay, también, adjetivaciones insólitas que revelan el verdadero talento poético y la libertad creadora: “Tus labios pintados / de color mudo…” Y, claro, Rodolfo no es ajeno a lo injusto de la realidad humana; un poema especialmente conmovedor es aquel en que dice; “¡Qué difícil es calzar los zapatos de los pobres!”

A pesar de la ternura que habita en esta poesía y que es su sello o marca, no está vedada aquí, digamos, la a veces necesaria grosura, la palabra áspera que, claro, no tiene por qué estar excluida ni prohibida de la poesía. Veamos. Hay un poema (La brecha) en que se dice que al poeta todos le tratan de “usted”, pero que él procura siempre verse jovial y, así, hasta busca aprender los giros del lenguaje y suelta bromas y chanzas y, así y sin más ni más, nos advierte a boca de jarro que alaba “las tetas y el culo”.

¿Es o no bella esta poesía? ¡Lo es, señores! La belleza no es sinónimo de agua de azahar o perfume de patchuli; la palabra atrevida, incluso si es violenta, mientras no sea usada para dañar, también es bella.

En la dedicatoria que Rodolfo puso en el ejemplar que me obsequió dice: “para que te acuerdes del quehacer poético y cómo la poesía sufre en manos inexpertas”. Equivocado. Al leer este libro no es eso lo que uno puede advertir: primero, porque aquí no hay sufrimiento; segundo, porque no son inexpertas las manos de Rodolfo cuando de escribir poesía se trata. Lo que revelan las palabras que me dio como dedicatoria son esto: humildad, y eso es una forma -tal vez la más digna- de ser poeta.

Saludo y felicito a Rodolfo Dondero por esta bella entrega poética que nos hace mucho bien, realmente. Léanla, la disfrutarán.

Ah, estaba a punto de olvidarme. Hablé, al principio, de una “observación”. No es precisamente eso; se trata, más bien, de una interrogante. Un título fonéticamente parecido al del libro de Rodolfo lo leí por primera vez hace muchos años en uno de don Manuel Beltroy, y que conservo en mi biblioteca: “Florilegio occidental” se llama y es una antología –publicada en 1963- en que, por ejemplo, el autor de los Cantos pisanos es nombrado no como Ezra, sino –en una curiosa “castellanización”- como “Esdras Pound”. Bien, la pregunta es esta: ¿Por qué a su tercer poemario, Rodolfo Dondero lo ha llamado “Florilegio”? O, dicho de otro modo, ¿a  qué creen ustedes que se debe esta duda o inquietud mía? Lo dejo ahí, como tarea.