La
ENATRU comenzó a operar en Lima en 1976 con unos carros amarillos a los que
llamábamos "büssing", palabrita esta que yo me esforzaba, con
propósito ridículamente “snob” y equivocado, en pronunciar así:
"biusing". Fue, si no me equivoco, la primera experiencia con la que
ya, más o menos, comenzaba a adecentarse el transporte urbano en Lima (decencia
que, hay que decirlo, años después se fue al diablo). Al menos, en comparación
con los entonces en boga “microbuses”, algo rescatable podía notarse en los vehículos
de esta nueva empresa que antes creo correspondía a la llamada “Paramunicipal
de Transportes”: menos “apretadera” de pasajeros y, gracias a ello, ausencia de
esos actos que en los “micros” de “Covida” y otros comités eran el pan
indeseable de cada día; me refiero a los frotamientos o aproximaciones
desvergonzadamente aberrantes de algunos varones hacia las escolares con
uniforme único que –supongo por tímidas y asustadas- no se atrevían a rechazar.
Y, claro, ya sabemos que no todo es colchón de rosas y que la paz monástica no
habita en todos los rincones ni en todos los vehículos de transporte colectivo.
pero, también en ellos podemos ser testigos, si no protagonistas, de desazones
que –tomándolas por el “lado amable”-quedan en la memoria como pintorescas
anécdotas.
Les
cuento, pues. Un día, a eso de las once de la mañana, tomé uno de aquellos
vehículos de servicio público -de la ruta "Tacna-Trípoli"- y me
dirigí creo que a San Isidro, por la avenida Garcilaso de la Vega -nunca dejada
de ser nombrada como "Wilson"-, para luego "empalmar" por
Arequipa. De pronto subió un señor muy elegante, con terno oscuro, supongo que
de casimir "Barrington" –marca entonces de cierto prestigio-. Todos
los asientos estaban ocupados, así que él -como yo y otros pocos pasajeros-
tuvo que ir de pie, cogido, naturalmente, de la barra pasamanos. Pude
percatarme que, además de la incomodidad y de algunos sacudones del vehículo,
algo comenzaba a fastidiarle y que debido a ello su mirada se dirigía,
intranquila, hacia ambos lados como buscando algo o a alguien. Efectivamente,
eso es lo que estaba haciendo, y lo comprobé en menos de un par de minutos.
Todos los que íbamos de pie éramos varones, pero casi al llegar a la avenida 28
de Julio subió una dama, aparentemente universitaria (lo digo por lo cuadernos
y algún libro que llevaba), y tras ello el hombre calmó su inquietud: por fin
encontró lo que había buscado. "Señorita -llamó el señor con voz elevada a
la chica- acérquese y tome asiento; y usted –continuó, ahora con voz más
elevada aún- ¡póngase de pie!". La inesperada orden estaba dirigida a un
policía, de aparentemente unos veinticinco años de edad, que –distraído- iba
sentado, por cierto, sin haberse dado cuenta de que una dama, la dama invitada a
sentarse, había subido al bus. Al escuchar la autoritaria exigencia del señor
elegante, se paró inmediatamente cediéndole el sitio a la mujer.
Pero
ahí no acabó todo. El hombre siguió hablando sin freno y, según se notaba, con
odio o resentimiento; y por lo menos cuatro veces repitió esto: "Ustedes
los gloriosos y beneméritos deben ir siempre de pie”, y remató con ruda
calificación: “¡casta privilegiada!". Supuse al principio que el malestar
suyo se debió a que esperaba que el policía, le diese a él el asiento a él,
pero enseguida caí en la cuenta de que en realidad otra razón era la razón, una
de carácter político. Explico. Lo que cuento ocurrió a principios del año 1980,
cuando estaba cerca el fin de la dictadura militar que comenzó el 3 de octubre
de 1968, y ella -la dictadura, que trajo consigo la abrupta y prolongada
interrupción del “orden democrático”- creo que fue lo que hizo que a nuestro
personaje le resultaran antipáticos los “uniformados” y, sin duda, es lo que puso
en evidencia en el "büssing" aquel en el que, por pura coincidencia,
también viajaba yo como un sorprendido y desconcertado testigo. Es innegable,
naturalmente, que la ocasional víctima que este señor encontró para dar rienda
suelta a su cólera, nada tenía que ver con sus "paltas" y rencores;
no era culpable de sus resentimientos. Pero, como decían antaño, "la
sangre llama a la sangre" y "por mi hermano todo".
Efectivamente,
fue por su hermano, que ya no está entre nosotros; dejó este mundo hace ya
varios años; y el que lo sobrevive (el personaje de esta historia), a estas
alturas de los tiempos debe estar, supongo, tal vez medio achacoso en sus
cuarteles de invierno o quizás no (es difícil saberlo). Si es que aún conserva
la lucidez, a pesar de los años presuntamente ya seniles, seguramente debe
estar experimentando la nostalgia por los días de gloria
("gloriosos", claro, pero tal vez no "beneméritos") de
aquellos períodos democráticos que, casi como algo normal, cada cierto tiempo
eran interrumpidos por algunos militares de siete suelas, muchos de ellos
inspirados, estimulados y apoyados por los gringos paisanos de Walt Whitman.
Aunque, sin embargo, no creo que, ahora, quiera echarles la culpa a los yanquis
por lo que le pasó a su hermano.
Durante
la madrugada del 3 de octubre de 1968 –lo recordamos todos- se produjo un Golpe
de Estado cuyos protagonistas, Juan Velasco y compañía, calificaron como
“revolución”; y a partir de ese hecho se llevó a cabo una serie de reformas
estructurales que afectaron, unas positivamente y otras con efectos nocivos, a la
realidad nacional. El primer acto importante, después de entronizarse,
abruptamente, en el poder, fue el asalto, el día 9 de ese mes, a la refinería
de Talara entonces en manos de la “International Petroleun Company”; lo cual hizo
entender (era evidente) que uno de los propósitos de los golpistas fue afectar,
de entrada y contundentemente, los intereses norteamericanos (o, en todo caso,
eso fue lo que parecía). Sin embargo, el primer afectado, en forma personal y
directamente, fue, lógicamente, el hermano del exaltado pasajero citadino con
el que coincidí durante esa mañana veraniega en el bus de la desaparecida
ENATRU. Mientras dormía en su privilegiado aposento, frente a la Plaza Mayor (en
una residencia enrejada con mirada al río Rímac), en horas de la madrugada,
como ya lo dije, un grupo de soldados lo sacó violentamente y, casi en paños
menores, lo trasladaron a un cuartel militar ubicado en El Rímac y luego lo condujeron
al aeropuerto desde donde un avión lo llevó al exilio.
Pero
si tras aquellos malhadados acontecimientos nuestro personaje no encontró
ocasión para darle “su merecido" a los generales que perpetraron semejante
afrenta, en esta oportunidad –después de once años, en el bus de la ruta
“Tacna-Trípoli”- algo llegó a hacer, por fin, para paladear el gusto de la
tardía revancha: ocasionarle un innecesario mal rato a un humilde efectivo de
la entonces Guardia Civil que, acobardado por lo imponente de la voz y la
apariencia obviamente aristocrática del apabullante “indignado”, solo atinó a
decir, ruborizado, después de levantarse del asiento: "Ya, ya, señor,
disculpe, disculpe, disculpe, por favor".
El
hombre con el verbo violento de que hablo era -ya lo adivinaron, ¿verdad?-
aquel de pronunciados arcos superciliares, poblados de abundantes cejas y, en
fin, con facciones apropiadas para la caricatura, al que -precisamente por
ello-, en algunos periódicos de la época, lo dibujaban como a ese personaje
medio torpe que todos recordamos, Herman, el de la “Familia
Monster”. Y justamente en un periódico -intuyo que como una suerte de “terapia
hepática” y seguramente porque recibir unos soles no tenía por qué caerle mal- publicaba
unos artículos sobre temas políticos, siempre –creo que por razones obvias-
notoriamente adversos a los gobiernos militares y que eran redactados en estilo
epistolar y, por ello, comenzaban siempre así: "Señor Director". Acabada
la dictadura, se convirtió en un diputado, por Acción Popular, no tan notable
que digamos. Y, bueno, tal vez no sean muchas las cualidades significativas en
él, pero pienso que, si hay alguna calificable como meritoria y digna de
reconocimiento, es la fidelidad y lealtad que siempre demostró frente a su
ilustre hermano mayor; aunque, claro, seguramente -"sin querer
queriendo", como diría el "Chavo del Ocho"- a veces lo hacía
sentir mal, porque casi nunca fue tan prudente y caballeroso como aquel.
Bien,
creo que no hace falta decirlo porque me parece que ya todo está claro; sin
embargo lo voy a decir: El hermano mayor de nuestro personaje se llamaba
Fernando (arquitecto de profesión y dos veces Presidente de la República, por
elección democrática), y nuestro personaje –más o menos bonachón y a veces
pintoresco y creo que casi siempre "fosforito", como lo demostró ante
el ruborizado policía de esta historia- no es otro que don Francisco
("Paco") Belaúnde Terry, que -como ya vieron- también, como cualquier
parroquiano, acostumbraba viajar en bus.
(14 de agosto, 2015)