Les pregunto, amigos (y pido perdón si lo que hago puede parecer fuera de lugar y acaso descabellado: ¿Han puesto atención en
la moneda de un sol que comenzó a circular en diciembre del 2023? Allí, en esa moneda, aparece la imagen de un señor que en la cabeza
lleva una especie de gorro, y es evidente que su rostro corresponde a
una persona de piel oscura, un afrodescendiente. Se trata de José Manuel
Valdés que, efectivamente, fue afrodescendiente (nacido en 1767 y muerto el
año 1843); su madre, llamada María Cavada, fue una esclava liberta, y su padre
fue el indígena peruano Baltazar Valdés. Y, bueno, ¿a qué viene esto? se
preguntarán. Es que este señor, al que el Banco Central de Reserva le
rinde un justo homenaje con la mencionada moneda conmemorativa, era un poeta; pero algo más, también médico, el primer médico peruano afrodescendiente.
No sé si son muchos los médicos que también son poetas,
pero es posible que sí, pues es indudable -creo yo- que existe una suerte de
entroncamiento familiar entre ambas ocupaciones: el sentimiento profundo de
humanidad y la celebración de la vida. Médicos que también escribieron poesía (o poetas que también ejercieron la medicina) fueron, por
ejemplo, Gregorio Marañón, Pío Baroja, Antón Chéjov, John Keats, William Carlos
Williams y, claro, nuestro gran Luis Hernández Camarero. Y ahora tenemos al autor de Serenata del adiós -el libro que aquí se
presenta y que me ha sorprendido muy gratamente-: Milward Ubillús. Esto es por lo que comencé
haciendo referencia a José Manuel Valdés, poeta médico del
que, estoy seguro, casi nadie, en nuestros círculos culturales, tiene la más
mínima idea. (Valdés fue uno de los más importantes médicos durante aquella
época de transición entre el Virreinato y la República).
Bien. Serenata del adiós es el segundo poemario que Milward Ubillús, poeta nacido en
Huánuco, saca a la luz pública. El primero fue Versos al viento, con prólogo de mi muy querido e inolvidable amigo Gustavo
Armijos, fundador de la casi mítica revista de poesía La tortuga ecuestre en que también Milward dio a conocer poemas suyos.
José Li Ning, médico psiquiatra, autor
de Síntomas y metáforas. La poesía de José Watanabe desde la psicología
médica (2021), afirma rotundamente que, si bien la poesía no sirve
para curar enfermedades, sí, en cambio, es útil «para sentirse acompañado
cuando se está enfermo». Cierto. Sirve, pues, como la literatura en general,
también para «darles vuelta a las cosas»; quiero decir, para -incluso- hacer
que lo que puede hacernos sentir mal se convierta en algo agradable o, al
menos, sea más llevadero. La poesía es, en gran medida, un bálsamo. Por ello,
intuyo, el título del libro de Milward y de dos de los poemas contenidos en él,
es Serenata del adiós. Como sabemos (y lo dice claramente el
Diccionario) serenata es la música que se toca o se canta «en la calle o al
aire libre y durante la noche, para festejar a alguien»; es celebración y no
sufrimiento. Y, efectivamente, el primer poema, que tiene ese título (Serenata
del adiós I), ha sido, según parece, estimulado por el sufrimiento debido a
la ausencia de un ser querido; sin embargo, como una suerte de compensación que
es casi expresión de resiliencia, dice con firmeza y de modo rotundo: «Y cuando
ese otro tú que avasallaste / y creíste destruido / empiece nuevamente a
despertar / y con un susurro a decirte / que está en ti, / cuando empiece a
sonarte fuerte / que también estoy ahí, / solo entonces / el lenguaje mudo de
tus actos me hablarán y gritarán / como siempre fue, como siempre es, / mi
amada ojos miel». Y, más aún, el otro poema que lleva el mismo título, pero
está numerado como II, y es el penúltimo dentro del libro, habla de
la muerte inesperada de un amigo muy cercano al autor, que se fue sin siquiera
haberle dado oportunidad al médico y poeta de tenerlo como paciente para, al
menos, hacer todo lo posible a fin de que la despedida no fuese tan pronta;
ello no obstante, con cierta crudeza, nos cuenta que «en la noche fatal
bailamos, cantamos y reímos en tu partida» y que esa había sido la serenata al
amigo, la «serenata del adiós».
Sin embargo, no todo puede ser fiesta;
también, a pesar de todo, el dolor aprieta, como en el poema Días de
penumbra, que habla del día «que nunca vendría» (se refiere, en realidad, a
aquel que no se esperaba, que no se hubiese querido que llegara), cuando murió la amada abuela del poeta, dejando «un vacío eterno / en
los corazones inconsolables / y en las mentes desoladas / de la familia, /
arrancando lágrimas hondas / y regando sufrimientos…», y ocurrió cuando «el
cielo no era gris, / las mariposas jugaban / en el jardín y / radiante el sol
caía / en el pacay». Y aquí, en este conmovedor poema, quiero hacer notar algo
que me parece muy interesante: el autor no escribe «pacae» para referirse a la
deliciosa fruta también conocida por nosotros como «huaba», sino «pacay»
(con ye, o i griega, al final, y no con e),
y esto me parece muy bien.
Pero no solo es el adiós lo que mueve a nuestro poeta, en
este libro. También la reflexión filosófica. Y nos ponemos estupefactos y
seguros de una verdad cuando leemos, por ejemplo, estos versos, en la página
29: «Hay abismos insondables / en el alma humana, / ocultos en el lado oscuro
de nuestra / naturaleza, hondos y umbríos / inaccesibles al orden lógico /
espanto de la común voluntad (…) que rememoran / nuestros lejanos orígenes / y
recuerdan /que no existen jerarquías / en la existencia»; o estos otros, en la
página 45: «Somos viajeros / en el misterioso itinerario / de la vida…». Sí, pues, somos viajeros y también es cierto:
no hay jerarquías en la existencia.
Hay un poema que, como el Cantar de los cantares
de Salomón, es una celebración del amor, que -obviando, por cierto, las
diferencias o distancias- es también una suerte de diálogo. Y, de modo especial,
rescato lo que la mujer, en el poema de Milward, dice casi al final del texto:
«Que no aparezca nunca más el sol, / que los pájaros se queden mudos, / que se
sequen todos los árboles / y las rosas no florezcan más: / pero que sí / retoñe
mi rosa en tu corazón». Estos versos me traen a la memoria uno de los más
conocidos poemas de Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida -o sea, el gran
Gustavo Adolfo Bécquer-; me refiero a la Rima IV, aquella en que a la
letra se dice «Podrá no haber poetas; pero siempre habrá poesía». ¿Por qué
recuerdo esto? Pues por la relación, digamos, inversa que encuentro entre lo
dicho por el gran poeta español del posromanticismo y los versos del autor de Serenata
del adiós. Bécquer hace una afirmación rotunda y firme en el sentido de
que, aunque desaparezcan los poetas, «siempre habrá poesía»); y lo que ha hecho
Milward es construir una expresión en modo imperativo -un ruego, en realidad-
con que el personaje de su poema pide que desaparezca todo, menos la rosa
(es decir el amor que siente), y que, más bien, desea que retoñe en el corazón
de su amado. Es un poema de amor intenso, pues.
Ah, pero hay uno que -más intenso aún- es de un erotismo
que yo califico como desconcertante (con lo que no estoy señalando un defecto sino, más bien, reconociendo un mérito notable). Su título: Pasión. Y empieza con estos muy expresivos
cuatro versos: «Soy un hombre cautivo / de las orillas de tu cuerpo, / atrapado
en la playa sensual / de tus pasiones...»; y más adelante dice: «Como enormes
cerros perfectos / crecen tus pechos frente a mis ojos / y tus bordes / como
hondos precipicios (...) y alimentan mi deseo / de no bajar de ti...». Diríamos
que estamos ante amor puro, o puro amor: no solo de sentimientos, sino también de carne.
Pero, de pronto, nos chocamos con esto: «... tus diáfanas caricias / perfumando
el aura / de tu sonrisa / traen siempre consigo / el mágico rocío de pequeñas
flores lívidas /que al llover / sobre tu cama / adornan la simpleza / de tus
blancas sabanas sucias...». Crudeza que se intensifica, inesperada e imprevisiblemente, al final, con esto que parece un desenlace de novela; dice:
«... y te conviertes / en la princesa de la alcoba / cuando te corono tiernamente (...) / después de pagarte / para marcharme». O sea, adiós al amor puro o al puro amor: aquí hace su aparición el amor
venal, fugaz, en que los sentimientos terminan siendo reemplazados por el «vil» dinero, ¿no es
cierto?
Y hay otros dos poemas que también me han impresionado,
pero que -estoy casi seguro- podrían haber disgustado a don Marco Aurelio Denegri
(claro, si es que él aún estuviera entre nosotros), y por eso la especial atención
que he puesto en ellos; pero, entiéndase, no quiero decir que ese eventual e
improbable disgusto podría haberse debido a los poemas propiamente dichos, sino
que -hipotéticamente digo- habrían sido motivados por la válida y legítima osadía que pone de
manifiesto el autor al insertar palabras que nuestro inolvidable hombre de la
televisión habría considerado «no poéticas». Me refiero a Balada para Jane,
el poema con que se cierra el volumen, y también al que se titula, simple y
llanamente, Poesía. El primero de los
mencionados -que termina con esta bella frase: «Porque contigo siempre hay un
mañana»- tiene este par de versos que, en mi opinión, son de antología: «La
felicidad con sabor a sushi / y risas con leche y wasabi…». ¡Genial!
El otro, que es un sentido homenaje a la poesía (la «compañera amada / amiga
fiel»), nos dice, sin pedir permiso a nadie (¡como debe ser!) esto: «soy el grato
reflejo / no enantiomerizado de mi tú (…) Soy tú -infinitesimalmente- y luego
soy yo…». «Enantiomerizado», una forma verbal derivada, naturalmente, del
sustantivo «enantiómero», palabra, por cierto, familiar para los hombres de
ciencia (y que yo, lo confieso, desconocía), pero que no está (como ninguna
otra) prohibida de ingresar en el terreno de la poesía, como tampoco lo está el
adverbio «infinitesimalmente»; y bien que los haya utilizado Milward. Es que la
poesía es, ante todo, y sobre todo, libertad, y en estas cosas no hay que «tu
tía» ni hay «pero» que valga.
Y
es libertad en el uso de la palabra, que es instrumento y materia prima de la poesía. Así,
por ejemplo, el poema El color del amor (página 59) comienza con este verso: «Desde
este rincón desiluminado...». Emplea allí un participio, «desiluminado», que a pesar de no existir en nuestra lengua (o, por lo menos, yo no conozco), entendemos
lo que quiere decir: «oscuro»; o esto, que parece ser un juego de palabras, en
el ya mencionado primer poema del volumen (Serenata del adiós I): «cuando ese otro tú», «de tu otra tú», «mi amada otra tú».
Es que las palabras, en las manos del poeta (cito uno de los más famosos poemas
de Octavio Paz: Las palabras), son para darles vuelta, cogerlas del rabo,
azotarlas, arrastrarlas y hacer «que se traguen todas sus palabras».
Bueno, ya para terminar, les cuento. En mi libro La
divina hoguera (2019) tengo un poema cuyo título es @.com que hace
alusión al asunto, tan actual, de los encuentros «virtuales» a través de las
redes sociales, concretamente, el chat (que, como sabemos, es el intercambio de
mensajes electrónicos vía internet); en él digo, en los tres versos finales,
esto: «Hasta que un clic me recuerde que la soledad, viva y cruel, / ya no es
un desierto / ahora es un bosque». Milward tiene un poema que, precisamente, se
titula Chat y, en gran medida, coincide con lo que yo afirmo en el mío:
«universo infinito y cálido / donde solo somos letras / en un frío monitor (…)
pobres humanos solitarios / buscando compañía en la red». Las redes sociales son, ciertamente, muy valiosas; pero muchas veces la compañía que a través de ellas encontramos no es más que una presencia aparente y no real, y nos sentimos acompañados por cientos y cientos de «amigos»
que tan solo son «contactos virtuales». Es decir, nuestra soledad
sigue allí y, como puse en mi poema, ella «ya no es un desierto / ahora es un
bosque», casi diría que un bosque de fantasmas. Tengo que confesarlo: me alegra que en esta visión coincidamos, de algún modo, Milward Bustíos y yo. ¡Bien, caracho!
En esta noche que es la serenata no del
adiós sino del encuentro (no virtual, sino verdadero) saludo y celebro tu
poesía, hecha con simplicidad, naturalidad y audacia, como
una expresión de pasión, fe y alegría y una elevada dosis de humanidad, es
decir, de buenos sentimientos; y es, además (como debe ser), un culto a la
libertad y, como dije al principio, celebración de la vida. ¡Un abrazo, Milward!