domingo, 28 de octubre de 2012

¿CASA TOMADA?

El pasado viernes me tocó ir a la Casa Museo José Carlos Mariátegui, porque quise asistir a la presentación del libro ''Melodías disonantes'' de Micaela González, a cargo de Armando Arteaga, en el marco de los Viernes Literarios que conduce nuestro entrañable Juan Benavente. Llegué temprano. Parado, con las piernas bien separadas como para bloquear completamente el acceso, en la segunda puerta estaba un ''guachimán'' con cara de pocos amigos que, cuando me dispuse a ingresar, me dijo: "¡Tiene que firmar el libro!''. ¿Qué, es obligatorio hacerlo?, le pregunté. Me contestó que sí, que era una "decisión de la Casa Mariátegui". El libro, con apariencia de aquellos "Libros de visitas" en que se suele poner voluntariamente una firma y a veces una frase de elogio, estaba poblado de rúbricas y cuasi "generales de ley". Del fondo salió mi amigo Nelson, aparentemente con el propósito de ir a comprar algo, y se detuvo detrás del obediente y mandón muchacho de la puerta (no pudo avanzar, pues el obstáculo se mostraba infranqueable). Yo le sonreí como un saludo. No quise firmar, porque yo no firmo por obligación, ni mucho menos por mandato de sabe Dios quién diablos. Me largué. No sé quién es el director, pero tengo entendido -mi amiga Charo me lo dijo- que según él la obligación de firmar es para garantizar la sobrevivencia de la Casa Museo porque "si no hay un mínimo conveniente de asistencia podría ser cerrada"; esto es lo más absurdo que puede haberse dicho. Los monumentos no se abren por una cuestión de "marketing", sino por respeto a la memoria histórica. ¿O es que el director cree que la cultura se mide por su grado de "utilidad" o por una suerte de "rating", como los programas de la televisión, y si nada de eso es satisfactorio, lo que debe venir es el cierre? No, señor. La cultura, por otro lado, no puede estar sometida a este tipo de controles. Que yo sepa, ni para ingresar al Palacio de Gobierno existe tal cosa; yo he ido más de una vez, por la exposición del Señor de Sipán y otras, y solo he mostrado mi DNI. ¿Los escritores están bajo sospecha, tal vez? ¿La del jirón Washington 1946, será ahora una casa tomada?

sábado, 20 de octubre de 2012

BREVE SEMBLANZA "LINGÜISTÓRICA" DE PALLASCA


Se me ha pedido que haga una “semblanza histórica de Pallasca”, pero eso es demasiado para mí; así que -"pretencioso y presumido" como buen pallasquino- he preferido algo más ambicioso: hacer lo que yo llamo una “semblanza "lingüistórica”, es decir, hablar de nuestro querido pueblo desde la lingüística y la historia. A ver si resulta:

 

La palabra no solo es un instrumento sonoro o gráfico que sirve para comunicarnos. También nos identifica. A los pallasquinos, por ejemplo, nos identifica, entre otras expresiones, el “Cho”, voz que empleamos para llamar o pedir atención a alguien. Equivale a “amigo”. Se trata de una apócope de la palabra “cholo”, generada con propósito eufemístico. Recuérdese que, a pesar de su significación altamente respetable, la expresión “cholo” no llega aún a ser aceptada dignamente como se merece, por gran parte de la población peruana y, más bien, es usada con cierta voluntad peyorativa. “Cho” es, podríamos decir, el apelativo emblemático de Pallasca que une a todos y genera regocijo escucharlo. Sin embargo, debemos precisar que no solo en Pallasca es usada esta expresión; también lo es, por ejemplo, en Moyabamba. La diferencia radica en que en la Capital de San Martín se la emplea indistintamente para varones como para mujeres y en Pallasca, en cambio, es solo para dirigirse a los varones ya que para las muchachas se usa el “Chi”. Veamos y recordemos a continuación otras palabras nuestras.

 

CARONA. Tela muy gruesa, acojinada, que se coloca sobre el lomo de los caballos o de los asnos para evitar que sufran excoriaciones por efecto del roce de la silla o de la carga. “Carona” era el mote con que se aludía a don Francisco Ninaquispe, o Pancho Nina. Desconocemos el porqué de este apelativo. Lo que sí sabemos es que don Pancho fue uno de los personajes más “notables”, sin haber sido “togado”, de Pallasca, por lo resaltante de su presencia que lo convirtió en un símbolo, en un punto de referencia. Fue uno de los más cultos y actualizados en información. Su bodega fue el centro de conversación –llamémosle tertulia- del más alto nivel: política, cultura, novedades periodísticas, etc. Pero también lo pintoresco estaba con él, en su invariable “look”: pantalón con tela de “jean” azul, saco beige de drill y sombrero de paja.

 

CARVISH. Desgastado, raído: “la olla está carvish o carvishada”. La campana que llamaba a formación o nos hacía apurar el paso a la hora de entrada, durante nuestros años en la “Prevocacional” -nuestra escuela primaria-, tenía el sonido seco, medio afónico, pero rotundo. Era eso, una campana carvishada por el tiempo y los golpes del badajo. Roberto Salvatierra, el portero vitalicio del centro escolar, era el que de los monótonos repiques hacía música en nuestros oídos; no por alguna misteriosa combinación de acordes, sino por lo que aquella ruda repetición sonora significaba para nosotros: el ingreso y la cálida permanencia en lo que fue verdaderamente nuestro segundo hogar, la “293”.

 

CASHCAR. Roer, mondar, tratando de sacar con los dientes los últimos residuos comestibles de algo para aprovecharlos: “cashcar el hueso”. Su origen está en el quechua. En el “Vocabulario de la Lengua Quechua publicado por Diego González Holguín, en 1608, aparece lo siguiente: “Cachcani huacruni. Roer hueso, o cosas duras”. Un Diccionario en la Internet (“quechuanetwork”) presenta: Kaskiy: roer, corroer. En la zona central del país existe una canción que, entre otras cosas, dice “avelino cashca hueso”. En Huarochirí se dice “cachicar” al acto de roer. Lo cierto es que “cashcar”, tal como se hace en Pallasca, es uno de los placeres gastronómicos de primer orden; es el acto en que una persona trata de “sacarle el jugo” al pedazo de carne que tiene a la mano y que, “por esas casualidades de la vida”, le tocó con hueso. Hay recetas o recomendaciones para poner en práctica ciertos modales en el comer, etiqueta le llaman, sin embargo, nosotros sabemos que “comer con la mano” (que podría escandalizar a la autora de “Ese dedo meñique”) es el ritual más humano y placentero que pueda existir a la hora de alimentarse.

 

CHICLAYO. Calabaza comestible que, estando madura, se emplea para la preparación de mazamorras, y cuando aún es tierna, en guisos. La mazamorra, o dulce de Chiclayo, se prepara de dos maneras: sancochada en olla o cocida en horno. Lo tradicional en Pallasca ha sido siempre el hornear chiclayos después de terminarse la preparación de los panes caseros. En horas de la noche se los dejaba dentro de la gran caldera de barro, expuestos a la elevada temperatura que progresivamente iba menguando, y cuando la luz del nuevo día llegaba ya todo estaba listo. Sin embargo, a veces el Chiclayo no aparecía donde se le había colocado; solo el rescoldo le daba la bienvenida al amanecer. Los dueños de casa, ya lo sabían, era fácil adivinarlo: algunos muchachos zamarros –de esos que nunca faltan-, mientras el pueblo dormía plácidamente y quizás las sombras eran atravesadas por el chillido de un chushec, subrepticiamente habían sustraído el delicioso manjar y dado cuenta de él. Un berrinche, unas palabrotas… y nada más. Quién iba a decir esta boca es mía.

 

CHUPABARRO. Apodo con que se alude a los nacidos en el distrito de Pallasca. Se debe a la secular escasez de agua en la zona urbana del distrito y sus alrededores. El río más próximo, el Tablachaca, se encuentra a unos siete u ocho kilómetros hacia abajo, en el límite con la provincia de Santiago de Chuco, en La libertad. El pallasquino es, sobre todo, alegre y, por ello ha logrado que, más que una socarrona ironía, el apodo de “chupabarros” sea un estímulo y acicate para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar hacia delante con optimismo y dignidad.

 

CHUPE Fiesta en que se ofrecen donaciones (bandas de música, castillos, reses, etc.) para la celebración principal por San Juan Bautista. Es organizada, con prudente anticipación (casi siempre en noviembre o diciembre) por el prioste principal, a quien van dirigidas las voluntarias contribuciones. No existe un registro veraz que nos dé luces acerca del significado de la palabra. Algunos creen que se trata de una referencia a aquella restauradora y nutritiva sopa andina que, según la zona, presenta características particulares por sus ingredientes y color (en Pallasca contiene papas, huevo y "cash cash" y en algunos otros pueblos le dicen "sopa verde") y que, improbablemente, habría sido en otros tiempos el plato principal del acontecimiento. Otros intuyen, con más ligereza, que proviene del verbo "chupar"(que es lo mismo que libar o beber licor). Cualquiera sea la explicación lingüística, lo cierto es que en el Chupe se congregan los pallasquinos desbordando alegría, y, sin mezquindad y estimulados por su buena voluntad y la euforia que provoca el licor, se disponen a darle al prioste la seguridad de que la Fiesta que en unos seis o siete meses se realizará, ha de ser “la mejor de todos los tiempos” y, para que eso sea cierto y no se generen dudas, levantan la voz y hacen pública su oferta: “¡Un toro de muerte!”. Aplausos de rigor y un cohete retumba en el cielo pallasquino. “¡Un castillo de diez cuerpos!”. La banda de músicos toca una diana, más aplausos y más cohetes. “¡Cincuenta cajas de cerveza!”. Más diana, más aplausos, más cohetes...

 

GROG. Trago preparado con agua hirviente, licor, jugo de limón y azúcar y, eventualmente, alguna hierba aromática; en otros lugares es conocido como “calientito”. Las noches frías, casi heladas, de Pallasca, sin ninguna discreción incitaban a beberlo. Nuestros mayores conversaban (de política, de cultura, del acontecer internacional) en la tienda de don Pancho Nina, generalmente en horas de la tarde, y un rato después, el billar de don Beto Álvarez –mi tío- los llamaba, y allí las conversaciones eran otras. Hacia fuera, el balcón dejaba ver una profundidad de sombras, y adentro la luz parecía cantar con el rumor de la vetusta lámpara “petromax”. Carambolas iban, carambolas venían. Solícito, don Beto iba “dándole bomba” al “prímus” para que pronto hirviera el agua. Y, luego de unos minutos, el grog, humeante, le sacaba la lengua al frío.

 

HUÁYCHAGO. Ave nocturna. Es el mismo “huaychhau” a que se refiere González Holguín en el Vocabulario Quechua antes citado: “Cierto paxaro ceniziento que canta assi”. Como suele ocurrir, debido a que solamente sale en horas nocturnas, a esta ave se le atribuye vínculos con fantasmas o “almitas en pena”. Tiene la cola blanca y por ello es que a don Manuel Vásquez, cuyo apodo era precisamente “Huáychago”, también le llamaban “rabo blanco”. Era un humilde zapatero remendón que acostumbraba dar unos toques a su guitarra, o “palito trinador”, y contagiarnos, a los niños que lo rodeábamos, su melancolía con una invariable exclamación: “Tengo una pena… ¡será de frío!”. Pero, claro, no era “malagüero” como aquel paxaro ceniziento del Vocabulario de González Holguín.

 

LLEVAR A LA PATRIA. La puesta en práctica de la ya desaparecida “leva”, es decir el reclutamiento coercitivo de jóvenes para el servicio militar. Cuentan que cuando don Eleodoro Valdez, en edad militar, fue “llevado a la patria”, la “Shile” que era su mujer, desconsolada lloraba al verlo partir: “¡Ay, mi Leyodoro… ay, mi Leyodoro… Aunque haragán, haragán, ahí lo hemos pasao!”. Lloraba "como para muerto", es decir, como si estuviese segura de que nunca más iba a verlo; es que aquella “leva” conducía a su marido, no al cuartel militar para la rutina ya conocida, sino al frente de batalla, en el norte del país (año de 1941). "Llorar como para muerto", además, implicaba otra cosa (lo que ocurría siempre en los conmovedores funerales pallasquinos): darle al sollozo prolongado una cadencia melodiosa, como de chimaychi pomabambino. Eleodoro, felizmente, retornó ileso del conflicto. Lo mismo ocurrió con los demás conscriptos pallasquinos, Leoncio Pinedo, Francisco Solano, Ireno Valverde, Elías Villanueva, entre otros. Peruanos anónimos, héroes sumergidos en el olvido.

 

LONSHO. Hipocorístico, expresión afectiva para referirse a Leoncio. Don Lonsho Pinedo fue el zapatero del pueblo, por antonomasia. En aquella época en que todavía se usaban las estaquillas y la pita untada con cera de abeja, él confeccionaba los zapatos más resistentes que podía conocerse, con los que uno podía desplazarse desafiando el inmisericorde asedio de las piedras del suelo pallasquino. Esos sí que eran verdaderos “zapatos hechos a mano”. Mientras nos probábamos aquellos rudos calzados en su tallercito, en la bajada a Quichuas, nos contaba emocionado y orgulloso, de su breve pero intensa y riesgosa experiencia militar. En efecto, cuando se produjo el conflicto militar de 1941, don Lonsho, con otros pallasquinos, formó parte del Batallón de Infantería Nº 5, que tuvo importante participación en la frontera norte. Pallasquino de fuste, sin duda.

 

SHAMA. “Limón real” partido por la mitad al que se untaba anilina, en época de carnavales; carnavales pallasquinos aquellos en los que los juegos no eran como los que llegaban a desbordarse en los barrios populosos de Lima, pero que a veces resultaban, digamos, “moderadamente brutales” cuando se recurría al uso de la shama, restregada sin pausas ni misericordia en el rostro de las muchachas, causándoles, ¡como no!, una irritación de los mil demonios. Pero también se bailaba alrededor del “cilulo”, adornado con una infinidad de coloridos objetos, como canastas de plástico, pelotas, muñecos, pañuelos, etc. Los mayores solían organizar un “baile social” que se realizaba en los bajos de la Municipalidad (el ambiente al que llamábamos mercado). Parte insustituible de estas fiestas era la “cantina”, es decir, el espacio resguardado por un mostrador en el que se vendía cerveza y gaseosas, escabeche, papa a la huancaína, picante de cuy, cigarros y chicles, por cuya compra había que recibir, después del pago, un ticket hecho con papel cometa, perforado para el desglose con máquina de coser. Allí el juego era “decente” (es decir, sin un ápice de violencia): con chisguetes de éter llamados Amor de Colombina o Amor de Pierrot, talco perfumado y serpentinas con frases de amor. La música la ponía el “pick up” de don Ireno Aguilar. Cuando algunos asistentes terminaban de bailar algún tema de moda, en coro los demás insistían: “a la…, a la…, a la…!” y, obedientes, los varones –para no quedar mal- conducían a su pareja hacia la cantina para invitarle algo de lo que allí se expendía (casi siempre la damisela pedía un chicle o una gaseosa, pero a veces era un plato de cuy o algo más caro y, en ese caso, el galán terminaba sudando frío porque apenas si le alcanzaba la plata para una “Cocabanita”, la gaseosa de Cabana. Pero, en realidad, no solo se “jugaba” con “shama”. También con los populares globos, y el agua empleada para insuflarlos era el agua del “chorro”, para lo cual algunos niños y adolescentes (aquellos que recibían una buena propina) usaban un chisguete o una bombilla comprados en la tienda de don Víctor o en la de don Gerardo. Era, pues, “agua limpia”. Los demás –la mayoría- recurrían a otra técnica o método: tomaban un abundante sorbo de agua en la boca y soplaban el globo introduciendo el líquido; después de cuatro o cinco veces de efectuar este ejercicio, el globo estaba listo para ser lanzado; podía verse, naturalmente, que dentro de él navegaban unas burbujitas extrañamente densas. Las asustadizas pallasquinitas que presurosas pasaban por la plaza yendo a comprar el pan, se convertían en víctimas de los disparos a mansalva que efectuaban los mozalbetes. Terminaban –usted ya lo adivinó- con la cara empapada en agua y, claro, también con muchas gotas de saliva!

 

SURRUPEAR. Expresión onomatopéyica referida al acto de sorber una sopa o alguna bebida haciendo vibrar sonoramente (“surrup, surrup…”) los labios. El acto de “surrupear” es generalmente visto como algo grotesco que desdice de la persona, porque no está aceptado dentro de las convencionales normas de urbanidad de las sociedades de Occidente, como daba a entender Carreño –el del Manual de Urbanidad-: “Son también actos grotescos: …2º, sorber con ruido la sopa y los líquidos calientes, en lugar de atraerlos a la boca suave y silenciosamente…”. Lo que ocurre también con el eructo. Sin embargo, en Japón es lo más común y hasta diríamos que es una especie de ritual producir ese sonido cuando se toma la sopa, con el plato pegado al labio inferior. Y el eructo, en los pueblos árabes, es virtualmente una muestra de agradecimiento por lo provechosa que ha resultado una comida. En una oportunidad, de visita en el Perú, Franco Nero fue agasajado con un almuerzo; para sorpresa de los demás comensales, el actor italiano emitió un sonoro eructo que, lejos de ser reprobado, mereció el aplauso y la celebración de los presentes. ¿Por qué el “surrupear” no puede también merecer la aceptación general? En fin, si ello no es posible, tengamos en cuenta, al menos, estas dos cosas: 1) con el uso de este sugerente verbo pallasquino se reduce a una palabra la expresión que contiene cinco: “sorber un líquido con ruido”; 2) al beber un líquido caliente la mejor forma de tolerarlo es, simple y llanamente, “surrupeando”.

 

ZÁMPARA. Cierto fantasma o aparecido que las madres de nuestro pueblo solían nombrar para asustar a los niños (“no vayas tan lejos que puede aparecer la zámpara”); se trataba de una “mujer alta y con los pechos excesivamente protuberantes”. Cuenta Alfonso Aguilar, de Conchucos, que para poder caminar sin molestias la zámpara tenía que echarse los senos a la espalda; agrega que se alimentaba “solo de niños malcriados” y que “antes de comérselos, les engordaba haciéndoles lactar de sus enormes senos en cuyos pezones tenía espinas”. Así era de candorosa pero muy rica la imaginación popular en nuestros pueblos. Probablemente las cosas hayan cambiado incluso en esto. La incontenible embestida de la modernidad es una cotidiana amenaza. La zámpara no era solamente el fantasma que “asustaba” a los niños, estimulándoles a comer o a portarse bien; era, sobre todo, un personaje que, escondido en el arcano, alimentaba la imaginación. La era audiovisual que vivimos tiende a convertir a nuestros niños y jóvenes, más que en receptores de enseñanzas, en víctimas de su asedio. Contra el holocausto de las cosas nobles que crean nuestros pueblos, hace falta construir barricadas culturales, y revueltas contra esta zámpara que sí es perversa: la destrucción de los sueños. Esa es nuestra tarea.

 

PALLASCA. Nombre del distrito y la provincia. Según estudios serios, provendría del nombre de un indio noble llamado Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquiguaraca. Apollacsa, palabra compuesta por: Apo, o apu , “Señor grande o juez superior” y llacsa,“el metal fundido o bronze (sic)”, según el Vocabulario de Diego González Holguín. Debemos agregar, como nota curiosa, que en dicho lexicón aparecen también las siguientes expresiones cuya importancia, para explicar el nombre de Pallasca, a pesar del notable parentesco sonoro, no nos atrevemos a ponderar: “Apa payasca, lluqui payasca, ttitu payasca –los dones y mercedes”. Y más cercano aún es el significado que en el mismo Vocabulario se consigna respecto de la expresión “Hijo ajeno echado a la puerta”, es decir, expósito. En quechua (Vocabulario de González Holguín), aparece como “Pallascca huaccha” empleándose aquí “ll” en lugar de “y”. De esto podríamos colegir que Pallasca significaría literalmente: “hijo ajeno” o “hijo entregado, donado”. Tarea, pues, para especialistas. Pallasca, el distrito -legalmente asumido como tal, es decir, con su respectiva representación municipal ya instaurada, el 2 de enero de 1857-, ha sido siempre un pueblo culto y hospitalario (“bello, saludable y acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón”). Por la ubicación de su Plaza de Armas y el declive de algunos de sus principales barrios y calles ubicados en los flancos norte y sur, para la fértil imaginación popular la apariencia de la ciudad se asemeja a una alforja que estaría montada sobre las ancas de un cuadrúpedo; de ahí que socarronamente, se le haya asignado el irreverente pero no mal intencionado apelativo de "Alforja del diablo". Pero también se le ha llamado “Balcón del cielo”. Don Moshe Huerta, la llamaba, simplemente, Pallasquita linda. Es el pueblo por cuyas callecitas angostas -empedradas algunas y desnudas otras- nadie pasa sin intercambiar un saludo, porque han sido hechas para juntar a las gentes, no para distanciarlas.

 

CONSHYAMINO. Gentilicio de Conshyam, nombre de origen culli dado a un sector ubicado en la parte sur del pueblo de Pallasca. El más conocido de los conshyaminos fue don Pedro Gutiérrez Acosta, un entrañable folclorista invidente que, cuando lo conocimos, solía ubicarse en una de las bancas de la Plaza de Armas (casi siempre en la que da hacia la iglesia) y, con un seseo muy particular, secundado por el acompañamiento jadeante de su vetusta concertina, protegido por su poncho y sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y vigilado por la “Repolla”, su mujer (a quien él también “vigilaba” pisándole la “lurimpa” para evitar que se aleje), entonaba huaynos y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”... y “La piedra de mal rodar”, su canción emblemática. Y nosotros nos conmovíamos y alegrábamos con su alegría y su emoción. La destreza que demostraba al hacer brotar las notas de su muy humilde instrumento, era la misma cuando confeccionaba las proverbiales “andaritas”, perfectamente afinadas como para pergeñar, en las noches de luna llena, las melodías inolvidables del “Zorro negro”. Durante las primeras décadas del Siglo XX, la animación musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición “Pick up” prácticamente desplazó a ambos. La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez triste pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza, mas nunca se alejó de los corazones. Más que un personaje, llegó a ser un símbolo. Como él, don Víctor Alvarado, don Pancho Nina, don Lorenzo Paredes y otros, forman parte de la identidad espiritual de nuestro pueblo. Hablar de Pallasca es no olvidarse de ellos, tanto como de El Chonta, de Tambamba, de Santa Lucía; de la “293” y sus entrañables maestros; del Toro de trapo, de las “luminarias” y del grog. A nosotros, por lo menos a nosotros, cuando niños, don Pedro Gutiérrez nos dio una lección imborrable –como todas aquellas que se dan sin palabras, que se dan con el ejemplo-: pallasquinos, amen lo nuestro con todo el corazón.

 

 

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(Texto leído en el Club Ancash, el día jueves 18 de octubre 2012, con motivo del 90º aniversario del Centro Pallasca)

martes, 16 de octubre de 2012

NATURALEZA HUMANA SIN MEDIAS TINTAS (Crónica de una lectura casi prejuiciosa)


Moraleja: Nunca te atrevas a llevar un prejuicio como herramienta de lectura, porque puedes terminar gratamente defraudado. Eso es lo que me ha pasado a mí. Les cuento. Fui en busca de un libro, movido por la curiosidad natural de conocer lo nuevo, pero también empujado por un propósito malsano portando, cómo no, ya formada, anticipada, a priori, una opinión al respecto. No estaría –esta fue mi insobornable decisión- dispuesto a dejarme someter, a ser convencido, por la sana tentación de la bondad, de la conmiseración. Quería convertirme, ¡saz!, en un desalmado criminal, un descuartizador acaso peor de lo que presuntamente debió haber sido Díaz Balbín, aquel a quien estranguló con una correa Mario Poggi. Pero, ojo, no piensen mal, no se alejen ni se acerquen tanto a la lectura de lo que aquí digo. No es el autor del libro buscado a quien quería hacer daño. El libro mismo es al  que procuraría hacer víctima de mis letales intenciones. Ojo, otra vez: no estaban entre mis planes “meterle tijera” o lanzarlo a la hoguera, así, con rima tenebrosa. Se trataría de un apuñalamientio o un estrangulamiento (rima asesina, otra vez) digamos de carácter moral o, sí se quiere, literario. La condena en ausencia ya estaba decidida. Hablaría pestes, diría que es un mal libro, que solo busca epater la bourgeoisie, que es algo así como el periodismo “amarillo” tan en boga durante el fujimontesinismo, etc. Mientras iba en el micro, sentado en la parte final del carro –que es donde se ubican usualmente quienes llevan, además de una mochila mugrienta, sus malas voluntades y alguna cámara o celular escondidos para filmar los traseros femeninos- me regocijaba respondiendo a las preguntas escritas en una libretita: ¿Está probado que es un libro escrito solo para producir efectos emocionales? Sí, lo está. ¿Está probada la fragilidad de su contenido? Sí, lo está. ¿Está probado que es literatura descartable? Sí, lo está. Me complacía cínicamente con el cinismo de estas y otras interrogantes que sonaban a sentencia en sala penal. Cuando faltaban unas dos o tres cuadras para llegar a mi destino, me puse de pie y prácticamente fumando la pestilencia de unas axilas que creo eran del que ofrecía caramelos a los pasajeros después de contar la triste historia de su hijita con leucemia, llegué a la puerta y avisé al cobrador. Bajé en el paradero y en unos cinco minutos llegué a donde debía llegar. Obtuve, por fin, el libro. Tras una agradable conversación regresé a mi casa. Durante el viaje, al principio, fui hojeando primero y ojeando después, lo confieso, con una indiscreta aprensión. Cuando llegué a la paz cálida del hogar ya había leído las dos terceras partes; el resto lo dejé para el día siguiente porque ahora me tocaba ver mi serie favorita, “Al fondo hay sitio”. Mientras me deleitaba con los enredos de los “Maldini” y los “González”, me puse a reflexionar en dos cosas: en la naturaleza animal del ser humano, que a veces –y en algunos casos casi siempre- puede desbordarse haciendo daño a los demás, y también en esto otro: que estuve equivocado al pensar lo que pensaba acerca del libro que ya estaba conmigo. Leí en la Internet que su autor y otras personas lo calificaban como novela “gore”, por aquello de los asesinatos de que habla, en que la sangre corre inescrupulosamente y el asesino pone de manifiesto un cinismo descarriado que no da lugar a un resquicio de arrepentimiento. Al día siguiente concluí la lectura. Y, así, finalmente pude corroborar lo que pensé la noche anterior y, además, me di cuenta de que en lugar de  “gore”, lo que había acabado de leer era, más bien, una novela de corte psicológico. Una novela que se comporta como la crónica de la sinceridad letal de un asesino arrecostado sobre el diván (aunque, claro, el personaje se halla en una celda de sanatorio mental). No es como alguien escribió por allí, una caricaturización. La prosa fluida, que por momentos pareciera emparentarse con la de Lezama Lima (por una suerte de desborde culterano), nos trae, en realidad, la expresión directa, desenfadada (y, claro, también con violencia), de un espectáculo lamentable pero real: la naturaleza humana sin media tintas, dibujada a partir de un asesino en serie cuyo cinismo demencial no solo, en distintas etapas de su vida, le instigaba a cometer los más aberrantes actos, sino, además, a asumirlos como rituales catárticos, de purificación, de elevación, dadores de paz, de felicidad (¿Qué es, si no, la simpatía por la violencia, cualquiera sea su laya, incluso la revolucionaria?). Un libro que demuestra, entre otras cosas, que su autor sabe lo que hace y conoce su oficio y en cosas que tienen que ver con el personaje de la novela y sus crímenes y su desquiciada perspectiva está más que enterado: temas psiquiátricos, sobre fármacos, etc., lo cual -además de la destreza narrativa- le otorga la conveniente verosimilitud al texto.  Pensé, por un instante, que fui por lana y salí trasquilado. Pero no: quedé, por el contrario –como dije al principio- gratamente defraudado, lo cual es diferente. Y convencido, finalmente, de una cosa: la lectura debe hacerse sin prejuicios y sin temor. “Matagente”, de Rodolfo Ybarra, me pareció, y ahora lo digo con convicción (repito lo que puse en el Facebook hace unos días), que es una novela bacán. Altamente recomendable, pero creo que no apta para mojigatos.