0.
LOS GOLES
DE DON MEDARDO
Era un asiduo del café de Dagoberto. Se
sentaba con unos amigos en una de las mesas del fondo para jugar a las damas,
no al ajedrez porque sus colegas eran neófitos en ese juego o leía el diario y
hacia comentarios que los otros aceptaban sin discutir. Cuando alguno empezaba
a hablar de fútbol él amenazaba con dejar su sitio y emigrar a otra mesa con su
taza de café en la mano. Cambiaban el tema de conversación inmediatamente. No estaban
dispuestos a que don Medardo, a quien algunos llamaban despectivamente el intelectual, se les
alejara. Cómo dejar que el sabio del pueblo los abandone. El maestro de la
única escuela del lugar aceptaba las disculpas, reiteraba que era la enésima vez
que pedía que no se mencionara ese tema que era tabú en sus reuniones.
Todos sabían que don Medardo tenía los
pies planos, pero no todos eran conocedores del motivo de su casi invisible
cojera. Él con los años había logrado disimularla cada vez más al punto que
quienes lo veían muy de cuando en cuando no la percibían. Era locuaz con sus
amigos y también con sus alumnos, pero solía encerrarse en un alarmante mutismo
cuando se hallaba rodeado de gente que no le era simpática. Aunque su timidez
saltaba a la vista aun del más distraído, fuera de su casa y ante amigos de
mucha confianza daba rienda suelta a todas sus elucubraciones. Su enérgica y siempre descontenta esposa
cercenaba con una sola voz de desagrado cualquier manifestación de esas raras investigaciones
a las que se dedicaba su marido.
El vio entrar en el café de Dagoberto a un
hombre cuarentón, alto, muy bien vestido y acompañado por otros dos de
apariencia similar. El alto y espigado no le era desconocido pero no pertenecía
a su reducido círculo de amistades. Sabía muy bien don Medardo que se trataba
del dueño de una de las mejores bodegas de la comarca y que sus vinos eran
verdadera delicia, pero él sólo en una ocasión había podido adquirir una
botella. Lucas uno de sus más fervorosos acompañantes, que veinte años atrás
había sido su alumno, le había insinuado que procurara trabar amistad con ese
bodeguero y que entonces el logro de algunas botellas de sus caldos estaría
asegurada. Pero el maestro Medardo rechazaba
con alguna altivez esa propuesta.
Los tres individuos que no eran
habituales en el modesto café de Dagoberto quedaron sentados en mesa vecina a
la de don Medardo y sus amigos. Hablaban en voz baja como si lo que trataban fuera una conspiración
política, no obstante algo llegó a los finos oídos del maestro. Estuvo a punto
de trasmitir lo captado a sus amigos, pero se abstuvo, era mejor esperar a
tener mayor información. Hasta hubo un momento en que le4 pareció que debería
ponerse de pie e ir hasta la mesa vecina para intervenir en la conversación. Le
molestaba que esos señores tan bien vestidos dejaran en evidencia sus grandes
dudas y temores.
Ni él mismo supo qué fue que lo impulsó a
responder a las titubeantes palabras de sus vecinos. Por qué no supo mantenerse
callado como casi siempre ocurría cuando se trataba de desconocidos. Fue algo así como si las palabras fueran de
azogue y escaparan de su boca. Después de lanzada la frase venía el
arrepentimiento. Ya en contadas ocasiones anteriores le había ocurrido algo
similar, y hasta se había sonrojado al comprobar su impertinencia. Por
supuesto nada de eso debía llegar a su
asargentada esposa. Los que quedaron como petrificados fueron sus amigos, pero
no se atrevieron a llamarle la atención.
-
Ganarán los Ases – fue como una
proclama.
-
No se atrevió a mirar hacia la mesa vecina.
Se dio perfecta cuenta de su brusca intromisión y quedó callado por un momento,
con las mejillas arreboladas y sin saber
qué decir a quienes lo acompañaban. El
elegante bodeguero dirigió una mirada cargada de curiosidad, hasta había una
insinuación de sonrisa bajo el fino bigote castaño. Como nadie le respondió ni
de palabra ni con los ojos, de inmediato volvió a la sostenida charla en tono
quedo con sus amigos.
-
Si empatamos podemos darnos con un
hierro en los dientes -, dijo muy circunspecto y los otros dos le llevaron el
amén.
-
-
El rival es difícil, lleva muchos
partidos sin perder -, acotó uno de los amigos del bodeguero.
Don Medardo se olvidó por un momento de lo
que él mismo llamaría falta de educación por haber irrumpido en una charla que
no le concernía, y volvió a la conversación que sostenía con sus compañeros. Reinició
su perorata sobre el error que
representaba creer en la suerte. La suerte, les dijo a sus camaradas, es como
una mujer esquiva que termina aceptando
al hombre que mejor sabe seducirla. A Lucas, a Bonifacio y a Rubén, les rondó
una pregunta que no llegaron a emitir. ¿Cómo se seduce a la suerte?.
El maestro Medardo, decía con algún
orgullo no haber presenciado nunca un
partido de fútbol, que huía de conversaciones sobre ese deporte, y que le
parecía indignante que se gastara papel y tinta en diarios deportivos. Sin
embargo entre sus más allegados corría el rumor de que aunque no era hombre
mentiroso sino fantasioso y que su odio al fútbol era uno de sus tantos
inventos con sabor a falsedad.
Don Medardo
miró por un instante al bodeguero
y sintió la necesidad de encadenar algunas palabras más a la frase que momentos
antes había lanzado al aire. Sentía como una extraña necesidad de epatar a esos
señores que habían venido a charlar sobre sus cuitas a un lugar en el que
desentonaban por sus vestimentas. Ni él mismo sabía descifrar qué lo impulsaba
a seguir infringiendo las leyes de la buena educación. Sus amigos habían estado
oyendo muy atentos las opiniones del maestro sobre la esquiva suerte y casi
habían olvidado el grito de guerra que había lanzado ese hombre tan pacífico.
-
Los Ases ganarán por dos a uno-,
gritó sin dirigirse a nadie, como un chiquillo impertinente que da berridos
mortificando a los mayores.
-
Los amigos que lo rodeaban volvieron a
quedar fríos. Les parecía una falta de respeto esa brusca participación en conversación ajena. Se asombraban de que el
maestro hubiese tenido esa actitud. Consideraban que era una osadía impropia de
quien es llamado, en serio por unos en burla por otros, el intelectual. Se
miraron entre sí pero no pronunciaron ni una sílaba.
-
¿Cómo puede usted estar tan
seguro? – interrogó el bodeguero mirando con ojos condescendientes a don
Medardo -, nuestro equipo adolece de goleadores -, hablaba en tono amigable y
hasta parecía dispuesto a sostener una larga charla con el improvisado
impertinente.
El intelectual, el sabio o simplemente el
maestro tenía antecedentes de brusca ruptura de sus moderados moldes de
comportamiento. A pesar de su acendrada timidez, se le conocían algunos
desmanes desconcertantes que hacían pensar a muchos que era un hombre que no
estaba en sus cabales.
El bodeguero quedó un buen momento esperando
respuesta, sus ojos se concentraban en la figura algo rechoncha del
intelectual. En su rostro alargado, se había dibujado una leve sonrisa, e hizo una insinuación de
ponerse de pie, como si así quisiera agradecer el alentador pronóstico. Don Medardo siempre
tan timorato esta vez y sorprendiendo nuevamente a sus amigos, no se cohibió.
Contestó pero sin mirar al señor de los vinos. Elevó cuanto pudo su voz grave.
-
Los delanteros ineptos serán
capaces de hacer goles el domingo- debió darse cuenta de su imprudente intromisión
y calló igual que si en una carrera veloz llegara al borde del precipicio.
El bodeguero y sus amigos parecieron
reverenciar a un orate simpático. Conversaron unos momentos más siempre en voz
baja, luego abandonaron el café apresuradamente. Parecían tener una cita urgente por la rapidez de sus
movimientos. Miraron a la mesa de don Medardo en un intento de amable despedida
sin palabras.
Como de costumbre al llegar a su casa contó
algo de lo ocurrido en el café de Dagoberto a su mujer algo entrada en carnes,
más enérgica, más vital que su marido. Doña Rafaela, que aun presumía de fina
silueta a pesar de sus muchos kilos, le llamó la atención acremente. El maestro
como de costumbre recibió la reprimenda en silencio y con mirada compungida.
Pero para sus adentros parecía estarse diciendo, qué hable lo que quiera que no
me queda en la memoria ni una de sus palabras.
-
Si tú no sabes nada de eso que
llaman fútbol, cómo te atreves a hacer pronósticos -, tronó la voz aguda de la
mujer.
Don Medardo se abstuvo de discusiones.
Quería mantener su buen ánimo para proseguir con sus investigaciones tan variadas sobre grandes
obras literarias. A veces hablaba sólo preguntándose: ¿pero los tiburones eran
tan tontos que se dejaban matar a golpes por un anciano?, y a renglón seguido
lanzaba diatribas contra Hemingway, a quien
en otros momentos alababa.
El domingo el maestro y su esposa, vistiendo
sus mejores galas que eran antiguas y lucían su vejez con algún pudor, habían
dado un paseo al mediodía, tomado el aperitivo en el café de Dagoberto y vuelto
a paso cansino a casa. Las insinuaciones de ella para comer en un restaurante
no encontraron eco en el marido. La pareja hacía mucho tiempo que estaba
resignada a la modestia, y muy rara vez abandonaba la casa para comer en uno de
los restaurantes más modestos del lugar.
-
Te gastas todo tu sueldo en
comprar libros que no te dan ninguna ganancia y no te acuerdas de tu mujer –
dijo ella con aspereza.
El intelectual parecía no haber escuchado
las palabras de su esposa. Se distrajo mirando un cartel que anunciaba la
próxima llegada de una compañía de teatro que actuaría en la única sala con
escenario que había en el pueblo. El repertorio era bueno, Lope de Vega,
Schiller y Anouilh. Muchas veces las rudas insinuaciones de doña Rafaela se
quedaban sin respuesta del marido. Y en esta vez no fue excepción. En silencio
caminaron las pocas cuadras que quedaban hasta alcanzar la vivienda.
II
Como a las siete de la tarde llamaron a la puerta.
El maestro pensó que se trataba de alguno de sus alumnos que venía a pedirle
que le repasara una de las lecciones de historia, o de Antón, su colega del
colegio que solía visitarlo en domingo
para pedirle que le prestara un libro. Dejó su lectura encaminada a
tratar de descubrir quién era y qué significaba Milton Sills, en el cuento de
Borges titulado “Emma Zunz”.Anduvo los ocho o diez pasos hasta la puerta
arrastrando los pies. Abrió sin entusiasmo y quedó sorprendido al tener al
frente con el señor bodeguero. Esta vez sin el elegante atuendo de días pasados
y con una sonrisa cien por ciento
natural bajo el fino bigote muy bien cuidado. Don Medardo en lo primero que se
fijó fue en la botella que ese señor tenía en las manos. Después reparó en las
personas que lo acompañaban.
-
Ganamos dos a uno, como usted dijo
– manifestó con una alegría incontenible el señor bodeguero, y le alcanzó la
botella de vino.
-
Me alegro – atinó a decir don
Medardo-, que ya tenía con él la botella
-, espero que obtengan otros triunfos.
El maestro en su aturdimiento por el buen
obsequio sólo hizo un ademán como invitándolos a entrar a su vivienda. El
bodeguero vestido muy deportivamente, le puso una mano sobre el hombro en un
gesto paternal, y rehusó la invitación mostrando una gran amabilidad hacia el
viejo maestro. Los dos o tres que acompañaban al caballero de los vinos también
parecieron no estar dispuestos a aceptar la invitación de dos Medardo, pero se
mostraban radiantes de alegría.
El bodeguero y sus amigos se mantuvieron de
pie en la puerta de calle. La charla fue breve, muy concreta. Le informaron al
maestro cómo y quiénes habían marcado los goles. El señor que capitaneaba el
conjunto de visitantes, y que Medardo sabía muy bien que era el presidente de
Los Ases de Locumba, pero prefería dar sensación de desconocimiento, hablaba
con énfasis y hasta parecía dispuesto a invitarlo a proseguir la charla en
algún bar próximo. Era evidente que tenía curiosidad por saber qué lo había
guiado a pronosticar el resultado del partido. Y le preguntó si anteriormente
había acertado con otros encuentros de fútbol.
-
Profesor –lo llamó como
lisonjeándolo el bodeguero -, ¿antes de esta oportunidad, usted había acertado
con otros resultados?
-
Hubo un titubeo por parte de don Medardo, quiso dar una explicación pero sólo
abrió la boca y no emitió ninguna palabra. La esposa, doña Rafaela apareció
inesperadamente, le quitó suavemente la botella de vino de las manos a su
marido, y tras hacer un tímido saludo con la cabeza, se alejó de la puerta.
-
¿Nos acepta que le invitemos a
cenar y así podremos hablamos de sus pronósticos?- , inquirió con entusiasmo el
presidente del club.
-
Me resulta imposible aceptar su
amable invitación -, empezó a responder el maestro – estoy preparando las
lecciones de mañana. No sólo enseño en
Primaria, también primero y segundo de secundaria – les informó don Medardo.
-
Comprendemos – respondió un hombre
de anchas espaldas y pelo hirsuto que se hallaba junto al bodeguero. Tal vez
podamos reunirnos a mitad de semana y saber su pronóstico paras el próximo
partido -, habló pausadamente.
El maestro y profesor aceptó con disimulado
entusiasmo la invitación, fijo fecha y hora. Por supuesto dijo que la cita
sería en el café de Dagoberto. El presidente de los Ases y sus acompañantes
respondieron a coro con un sí tonificador que hizo mostrar su mejor semblante a
don Medardo. Los visitantes se fueron retirando lentamente y perdiéndose en la
lobreguez de la noche.
Cuando el dueño de casa cerró la puerta y
empezaba su corto trayecto hasta la butaca en la que solía leer y hacer sus
anotaciones, doña Rafaela se le plantó delante. No tenía la expresión
desafiante de siempre, más bien parecía haber perdido veinte kilos y quince
años. El maestro sólo esperaba halagos de parte de su mujer. Esa sonrisa
rejuvenecedora que estaba luciendo la
señora no podía ofrecerle nada que no le
fuera grato. Pero se
equivocaba. Aun con la sonrisa
jugueteándole en las mejillas sonó la voz bronca.
-
Has estado a punto de hacerme
pasar un mal momento. Cómo se te ocurre invitarlos a que entren a casa –
recriminó la mujer – no te das cuenta de que son unos señores importantes. No
tenemos so no dos sillas, dónde se iban a sentar. ¡Qué les íbamos a servir! Si
no tenemos ni para un triste aperitivo – el reproche no incomodó al profesor.
Doña Rafaela se acercó a la única mesa que
había en la habitación y estuvo unos instantes contemplando la botella de vino.
Luego estiró una mano y la acarició como si fuera un niño. El maestro aprovecho
para sentarse en su butaca y reiniciar sus lecturas. Había algo que le
resultaba cautivante. Los juegos de azar. El detestaba todo lo que fueran
juegos en los que el dinero resultaba el protagonista. Pero le intrigaba
enormemente el misterio que se escondía en la ruleta, los caballos, el póker y
hasta el mismo fútbol. Le fue imposible seguir con sus cavilaciones, doña
Rafaela tronaba nuevamente.
-
Tienes que seguir haciendo
pronósticos – le dijo como si lo increpara – esa será nuestra salvación. Si
aciertas ese señor que ha venido nos llenará la casa de regalos. Tendrías que
decirle que se acuerde de mí – la última frase la dijo entrecerrando los ojos.
El maestro no abrió la boca y hasta dio la
impresión de que también había cerrado los oídos. Sólo le interesaban sus
variadas investigaciones. Del azar pasaba a lo que por lo común se llama tener
suerte. Algo que a él rechazaba totalmente. Siempre había dicho a sus amigos y
a sus alumnos, que la suerte no existía. Que era un invento, aunque no tan
importante como el del tiempo. Peroraba asegurando que lo que existía era el
esfuerzo, la lucha, la tenacidad. A la mitad de la perorata casi nadie le
escuchaba. Las voces de su mujer le habían alterado la tranquilidad que
precisaba para sus infinitos análisis. Abandonó sus inquietudes de investigador
y volvió sobre una de sus más antiguas lecturas, Madame Bovary. Siempre decía
que los buenos libros había que releerlos todos los años, que en las renovadas
lecturas se encontraban nuevos misterios. También que los protagonistas de las
historias parecían haber adquirido otros defectos o que gracias al transcurrir
del tiempo llegaban a ser unos desconocidos con respecto a lecturas anteriores.
Algunos lo miraban como si se tratase de un chiflado, pero mantenían una falsa
actitud de buenos escuchas.
III
El maestro Medardo solía pedirles a sus
alumnos que leyeran uno o dos periódicos y se establecieran debates sobre las
informaciones que consideraran más interesantes. Por supuesto que era él quien
moderaba esos debates y quien aclaraba los aspectos que los chicos no
entendieran de la lectura que habían hecho. El aula rebosaba de entusiasmo, a
esos quinceañeros les parecía que eran protagonistas de un concurso de
televisión, y todos querían imponer su criterio y ser los vencedores de estas
simpáticas clases que sólo el “acuitado” como lo motejaban en el colegio, era
capaz de organizar.
-
Don Medardo, ¿podemos opinar sobre
el festival de cine en Cannes? –inquirió uno de los jovenzuelos.
-
¿Vale hablar sobre la elección de
Miss Universo? – quiso saber uno que debería ser el más bajito de la clase
El maestro dio su anuencia para que
discutieran sobre los temas que más les gustara. Poco después y con gran
sorpresa de todos los estudiantes, don Medardo les hizo saber que también
podían elegir un tema deportivo, y más concretamente, hablar sobre fútbol. Los
chicos se quedaron atónitos por un momento, el acuitado nunca antes había dado
paso a ese deporte, pero inmediatamente
después la clase fue una algarabía.
-
Hablaremos de fútbol en homenaje
al partido que ayer ganaron los “Ases de Locumba” por dos a uno- les dijo
jovial el maestro.
Los muchachos quedaron boquiabiertos ante
la erudición futbolística que mostraba el profesor. Uno de ellos que
indudablemente había ido al campo de fútbol dijo que tendrían que haber ganado
por los menos por tres goles. Otro consideró que el triunfo de los Ases, había
sido un verdadero milagro. Y el maestro aprovechó para pedirles que cada uno apuntara
en un papel cual sería el resultado del próximo encuentro. Todos los alumnos
cumplieron alborozados la petición de
don Medardo.
El intelectual o el acuitado, aprovechó la
opinión de un jovencito de voz atiplada que había mencionado la palabra
milagro, para explayarse sobre la necesidad de utilizar las palabras con la
máxima precisión. Tras ofrecerles una sintetizada explicación de lo que se
entendía por milagro y negar que lo hubiera en el partido ganado por los Ases,
elevó la voz y habló con gran convicción. No hay milagros, les dijo para
empezar, y procedió a desarrollar su teoría. Para él milagro equivalía a buena
suerte, y la buena suerte no era algo que caía como maná del cielo. No esperen
nunca que la suerte les caiga en las manos como una pelota de fútbol, hay que
saberse ganar ese premio llamado buena suerte, les dijo a los chicos, algunos
lo miraban incrédulos, otros parecían atónitos ante las palabras de su
profesor. . No faltó el alumno que mostró desacuerdo con lo expresado por don
Medardo refiriéndose a un golpe de suerte en su familia.
-
A mi tío Juvenal, que todos dicen
que es un vago, un inútil y hasta muy mala persona, le cayeron dos millones de
la lotería, y era la primera vez que jugaba – explicó el muchacho casi
exaltado.
-
-
Para todo hay excepciones –, fue
la rápida escapatoria del problema esgrimida por el profesor.
Inmediatamente otro, un alumno que parecía
que la sonrisa formaba parte de su expresión facial, se puso de pie con el
brazo en alto y lanzó su opinión apoyándola como el alumno anterior en su
situación familiar. Señor, dijo el muchacho, buena suerte es ser rico, mala
suerte es ser pobre. Mis tíos son millonarios, mi familia no. Ya no siguió,
hubo un coro de risas. El acuitado les pidió silencio y aunque no todos
obedecieron él los arengó como un capitán a sus tropas antes de la batalla.
-
Ser pobre no es una desgracia. Hay
que saber ser pobre. La pobreza no es deshonor. Recuerden siempre que lo
importante es estudiar, leer mucho, no desanimarse jamás, la perseverancia
culta e inteligente lleva no diré al éxito, no me gusta esa palabra, sí al
objetivo deseado -. Calló bruscamente.
Algunos chicos guardaron silencio, otros
alborotaron el ambiente con gestos y gritos. No faltaron dos o tres, que se
permitieron manifestar su desacuerdo con la visión del acuitado maestro.
Abundaban en recuerdos de gente favorecida por la suerte sin que hubieran hecho
nada para merecerla. Como también en sostener que los ricos viven mejor que los
pobres y que la pobreza hace llorar, como dijo el chico de los tíos millonarios.
Uno sin ponerse de pie habló a toda voz: Mi abuelita siempre se queja de ser
pobre, dice que cuando joven los ricos la despreciaban. Hubo risas, aceptación
de lo dicho por el compañero dándole palmadas en la espalda, y hasta silbidos.
Poco a poco se fueron calmando.
Don
Medardo considero que había que poner fin al debate instando a los estudiantes
a que escribieran un texto sobre si el equipo de Los Ases de Locumba había
merecido ganar a su rival o había sido favorecido por la suerte. La mayoría
empezó a escribir su opinión, algunos lo hacían diciendo en voz alta lo que
iban escribiendo. El maestro que ya
tenía en el bolsillo los papelitos que los alumnos le habían entregado momentos
antes con sus pronósticos para el próximo partido, sentado tras su pupitre
aguardaba que le entregaran las opiniones
demandadas.
Ya en su casa y asesorado por su mujer,
revisó detenidamente los pronósticos de sus alumnos. Doña Rafaela le decía casi
impositivamente que sumara los goles a favor y los goles en contra y luego
obtuviera el promedio de esas cifras. El maestro no estaba dispuesto a aceptar
las indicaciones de su esposa, por primera vez en mucho tiempo estaba decidido
a sublevársele. Elegiré uno y ese será el pronóstico que dé al señor de las
bodegas “La Estrella”.
La mujer empezó a discutirle pero don Medardo cogió al azar un papelito del
montón de pronósticos, se lo metió al bolsillo. Sólo le dijo a su mujer que los
demás pronósticos podía tirarlos.
-
No sé por qué te metes en esto -,
dijo la mujer como protesta, sin reparar en los regalos que soñaba con recibir
departe del bodeguero.
-
Fueron las circunstancias -, dijo
el intelectual del pueblo -, yo no lo busqué – su tono no fue sumiso como otras
veces.
-
No tienes ni un pelo de pitonazo.
Puedes fallar en los pronósticos. Todo el pueblo se enterará y se burlará de ti
.Ya te tienen por chiflado, cómo se van a reír si no aciertas -, pronosticó
enfada doña Rafaela.
Pareció no oír las palabras amenazantes de
su mujer. En una esquina de la habitación estaba su biblioteca, cuatro o cinco
torres de libros, unos nuevos otros mostrando su intenso uso. Buscó con alguna
premura inhabitual en él un título. Una de las rumas se quebró por la mitad.
Tardó en rehacerla. Mientras la mujer seguía prediciendo catástrofes en torno a
su marido, él sin despedirse abrió la puerta y salió a la calle.
IV
En el café de Dagoberto encontró a sus
amigos jugando a las cartas. A él juego
le parecía una pérdida de tiempo, lo había sostenido siempre. No quiso
interrumpir a sus concentrados camaradas y se dedicó a la lectura del libro que
había tomado de una de las torres de su biblioteca, “Ana Karenina”. Muchas
veces había anunciado que escribiría un ensayo sobre parecidos y diferencias de
las protagonistas de esa novela de Tolstoy como de “La Regenta” de Alas, y de su
amada “Madame Bovary” de Flaubert. Y en el colegio algunos profesores, en son
de disimulada burla, le reclamaban ese ensayo igual que si le recordaran que
les debía algún dinero.
Leía con perseverancia las páginas que tenía
marcadas y con apuntes en los márgenes cuando apareció el bodeguero elegante
como de costumbre. Lo acompañaba un hombre de unos cuarenta años de aspecto
atlético. Uno de sus colegas del maestro le dijo casi al oído que era el entrenador de los Ases. El
bodeguero presidente y el entrenador pidieron permiso para sentarse en la mesa
del maestro. Saludó a los contertulios del pronosticador y con una seguridad a
toda prueba pidió al camarero que sirviera whisky parea todos. Don Medardo se
disculpó, yo beberé una manzanilla. Los amigos se frotaban las manos por la
bebida que les iban a traer.
Tras unas cuantas frases halagadoras para el
profesor por su pronóstico anterior,
llegó la pregunta tan ansiada, sobre el resultado del próximo partido
que se jugaría en campo contrario. Don Medardo se hizo el meditabundo.
Permaneció callado un momento, miró hacia el techo como si estuviera
consultando con alguien. Los demás lo miraban como al mago que va a sacar un
conejo de la chistera. El silencio en la mesa era total, y desde las otras
mesas llegaban miradas interrogatorios y
más que nada sorprendidas.
-
El fútbol para mí – les dijo
mirando sólo al acicalado presidente -, es una pérdida de tiempo, unos
muchachos dándole patadas a una pelota. Es un deporte que carece de atractivo –
dijo con un cierto desdén revestido de buena educación.
El
bodeguero y el entrenador así como sus amigos,
quedaron petrificados. Uno de ellos, el que más lo conocía, estuvo a
punto de decirle que estaba cometiendo una imprudencia. Y el presidente de los
Ases se movió incómodo en su silla y bebió un sorbo de whisky, un equivalente a
taparse la boca para evitar responder.
-
Es un deporte vigoroso – empezó a decir el entrenador -, se juega en todo el mundo. Reúne a reyes y plebeyos – ya no supo seguir.
Don
Medardo parecía no haber escuchado las palabras del técnico. Tampoco dar mayor
importancia a la impaciencia del presidente de los Ases por conocer su
pronóstico. Recordó que en uno de los
bolsillos de su chaqueta tenía el papelito que había elegido del conjunto de
pronósticos de sus alumnos.
-
Debo decirles que estoy enterado
de que el fútbol conmueve a mucha gente, pero me molesta que esa gente sepa más
de goles que de libros -, sin hacer pausa y con un tono pausado les informó :- Creo que el resultado será un empate-,
permaneció otro momento callado y mirando hacia arriba luego continuó:- dos a
dos, resultado final -, recitó muy orondo y le mostró el papelito en el que
estaba anotado ese tanteador.
El señor Erasmo, presidente de los Ases, estuvo
a punto de volcar su copa de whisky. Miró fijamente al pronosticador durante un
momento, era evidente que todo lo expuesto por el maestro le había alterado. Luego haciendo esfuerzos para serenarse
elaboró un par de frases de agradecimiento, aunque era evidente que aún le
molestaba el desprecio que el intelectual del pueblo demostraba por el deporte
que él consideraba lo mejor de lo mejor.
-
Habíamos pensando que viniera a
los entrenamientos de los muchachos – dijo el bodeguero bastante más sosegado –
y, por supuesto, deseamos que el domingo nos acompañe a ver el partido.
-
No se esperaba tales invitaciones don
Medardo. Buena gana tenía de decirles que él los domingos los dedicaba a releer
las páginas que más le gustaban. Se enroló en la prudencia que era su línea de
casi siempre aunque con esporádicas rupturas, y rehusó asistir a entrenamientos
y partidos, adujo sus ocupaciones, una inventada enfermedad de su mujer, su reuma que solía mencionar en situaciones de apuro como
esta. La serie de disculpas dieron
resultado aunque no total. El presidente de los Ases advirtió que reiteraría la
invitación para el siguiente partido. Mientras el entrenador consultaba sin
mucha convicción, si le podía decir qué jugadores marcarían los dos goles que
había pronosticado.
-
Les diré a mis muchachos que usted
anuncia un dos a dos -, dijo todo satisfacción el entrenador -, eso les dará
mucho ánimo. Jugar sabiendo que se va a sacar un punto del adversario es una
verdadera ventaja -, dijo como si en cada palabra le estuviera expresando
gratitud y admiración.
-
-
No conviene decirles el resultado – advirtió el
señor presidente -, son capaces de no
hacer ningún esfuerzo considerando que el empate es algo hecho y contradecir el
pronóstico de nuestro amigo.
-
Me puedo equivocar – dijo modoso
el maestro -, soy una caricatura de pitonazo.
-
No, usted no puede equivocarse –
sentenció el bodeguero -, confiamos plenamente en su vaticinio – comentó
alborozado el presidente.
-
Pido que no se divulgue mi
vaticinio. No es conveniente que todo el pueblo se entere. Así que será mejor
que no se les diga nada a los jugadores porque ellos podrían propagar mi
presagio – advirtió en tono profesoral don Medardo.
Hubo tácita aceptación de la solicitud del
maestro. Sus amigos estaban boquiabiertos por la seguridad con que se
desenvolvía don Medardo. Y el entrenador en un desliz inquirió sin titubeos
cuál era el misterio de esos pronósticos y por qué no se podían difundir. No
hubo respuesta clara del profesor. Prefirió soslayar las curiosidades de Hernán,
el entrenador diciéndole simplemente, cuando menos pienso oigo una voz que me
dice lo que va a pasar. Sonrió a manera de poner punto final las para él
indiscretas preguntas de ese atlético personaje.
De retorno a su casa, don Medardo le
confesó a su mujer que estaba arrepentido de hacer de adivino. Que este sería
el último pronóstico que le daba al presidente de los Ases. Doña Rafaela soltó
un alarido como si le dolieran las muelas. Había olvidado su sentencia de que
si no acertaba caería en el mayor ridículo y sería el hazmerreír de todo el
pueblo. Abandonar sería una traición. Tenemos que llenar la casa de regalos. El
pausado Medardo se dirigió a su biblioteca, colocó el libro que había llevado
al café de Dagoberto en la parte alta de una de las torres, y se sentí en su
viaja butaca dispuesto a volver a sus meditaciones y lecturas.
***
FLORES PARA ERNESTINA
Nunca se supo si fue venganza o Ernestina
tomó esa decisión. Se le oía decir con frecuencia que buscaba una vida mejor
que la de los seres humanos. Su alimentación era frugal: desayunaba margaritas;
almorzaba magnolias o azucenas y hacía una cena mínima con una rosa o un
clavel. No se debe omitir que estaba comprobado que amaba los jardines y que
las flores la consideraban una gran amiga. Cuando se esfumó, porque no se puede
dar otro calificativo a su súbita desaparición, hubo variedad de opiniones. El
tiempo marchitó recuerdos y voces. Algunos de los muchos que acostumbraban pasear por los jardines dijeron haber
escuchado alguna vez una voz muy fresca parecida a la Ernestina. Añadieron
que era como un sonido musical que
brotara de alguna flor.
***
QUIÉN SERA
Abre la puerta, apaga las luces, desnúdate
pronto, entra en la cama, reviste la noche de gran esperanza, espera en
silencio. No tendrá rostro en ningún momento, podrá ser suma de bellos deseos o
equivalente a gran decepción.. Si esperas sonrisas podrás tener llantos. Si
temes sollozos quién sabe será lo contrario, tu ideal aguardado. Por el camino
cómplice de la negra noche se irá alejando, oirás sus pasos de puro silencio .
Si vuelve ¡albricias!. Si no seguir esperando. De ninguna manera enciendas las
luces ni mucho menos le cierres la
puerta.
***
EL CISNE DE RUBEN
¿Dónde estará el hermoso cisne? El de turbador blancor que
inventó Rubén. Dentro de él escondió, travieso el poeta, un color diferente,
una forma distinta. La belleza sin par, la palabra especial.
***
FUSIL
EN MANO
Le hacen una foto, aparece en todas las
camisetas del mundo. Le dan un fusil, lo sujetará eternamente. Quieren borrarlo
del mapa, le disparan sin cesar. Su foto sigue recorriendo el mundo. Su fusil
imponiendo respeto para la humanidad. La sílaba Ché la pronuncian en todas las
lenguas del Universo.
***
MISERIA TOTAL
Tenía 20 años y estaba en un ataúd. La
velaban el padre, la madre, los hermanos y un amigo. Sabían que había que
enterrarla, pero también que no existían posibilidades económicas para afrontar
ese gasto. Imposible pensar en carroza, en flores. Al amanecer el padre, con
media botella de ron en las entrañas, salió en busca de un amigo camionero.
***
MUY
A DESTIEMPO
Quiso coger el fusil y no fue posible.
Buscó una granada y su mano no la pudo contener. Cogió la empuñadura de la
espada y fue incapaz de blandirla en el
aire. Inútil para el campo de batalla.
Lloró sobre sus ochenta años.
***
REFUGIADO
Estuve refugiado en un viejo día de
1939. Contemplaba las flores que mi madre cuidaba con tanto esmero. Leía los
mejores títulos de su enorme biblioteca. Descansaba oyendo deliciosa música.
Los días resbalaban como la lluvia cuando se escurre por los aleros de las
casas. No se oían gritos, ni órdenes. No se veían gestos hoscos ni miradas
agrias. Nada quebraba la serenidad del refugio maravilloso. 0bligatoriamente
tuve que alejarme. Tiempo después quise volver, fue imposible encontrar el
camino. Nunca supe cómo pude haber llegado a ese Paraíso.
***
PERDURABLE
Nació. Vivió. No
murió.
***
BAR CON MUJER
Una mujer joven y hermosa entra en el
bar. El la descubre inicialmente titubeante y está dispuesto a hacerle una seña
para que se siente en su mesa. Un instante después la mujer avanza muy segura.
Su mirada es despótica. Llega hasta donde él que la aguarda con una sonrisa.
Ella pronuncia un nombre y le pregunta si es él. En cuanto el hombre asiente la
muchacha en un movimiento relampagueante saca una pistola del bolso y le dispara dos tiros.
***
EL
LECTOR CIEGO
A Alicia Jurado
Hubo un señor que quedo ciego después de
leer un millón de libros. Se apagaron sus ojos, se iluminó su cerebro. Creció
su palabra como hermoso árbol Le decían todos simplemente Borges.
***
PURO AMOR
Convertía el verso en amor, el vino en
amor, amor para los que lo querían y para los que lo odiaban. Amor desde el
Perú, desde Francia, desde España. César Vallejo, nació para amar.
***
CASA
OQUENDO
A la
Familia Oquendo
Tres terremotos, una casa. Diez mil
alegrías, veinte mil lágrimas, una casa. Un millón de bondades, ninguna maldad,
una casa. Ochenta años, ladrillo sobre ladrillo desafiando al tiempo, casa
Oquendo.
***
FUTBOLISTA
Marcaba goles de furibundas patadas, de
taquito, de cabeza, hacía rugir al público. Le pagaban mil monedas, el gastaba
mil cien. Cuando llegó a campeón le pagaron dos mil monedas, gastó dos mil quinientas. Ya no marcaba
goles, lo abuchearon. Dejó el fútbol, vagaba, vivía en la calle. Una noche
alguien lo vio caminar casi desnudo en pleno invierno, detuvo el auto, lo llamó
por su nombre: ¡Anselmo Erazo!, no contestó. Bajó del auto, se quitó el abrigo,
se lo puso sobre los hombros. El siguió andando sin rumbo. Sin sentir el abrigo
ni imaginar que sus futuros colegas pudieran ser millonarios.
***
LA IMPORTANCIA DEL BOXEADOR
No abrió la boca cuando le pusieron los guantes. El soldado encargado de
colocarle en las manos esas redondas
fundas de cuero no se había atrevido a mirarlo a los ojos, hacía su trabajo con
la vista baja como si estuviera avergonzado. Sus movimientos eran maquinales y
más bien lentos. Las manos del hombre mayor entraron en los guantes enormes y
marrones, sin que hubiera preocupación por un vendaje previo como a todo boxeador, ni si le
quedaban demasiado holgados y las ataduras con los pasadores de esas especie de
manoplas sobre el antebrazo estaban bien hechas o no. Seguramente ese soldado
jovencito distraía su pensamiento en otras cosas, como la llegada de su día
libre, o el lugar a donde llevaría a su novia para tomar unas cervezas, y no
pensaba en lo que estaba haciendo y, menos aun quería pensar en lo que iba a
pasar más adelante.
Cuando le tocó el turno a la mano derecha, observó
unos dedos largos muy delgados. Unas venas verdosas corrían por el dorso como
ríos caudalosos. La piel se veía cerosa Era sin duda mano de alguien que no se
alimentaba como correspondía y que no
había realizado ningún trabajo rudo en su vida, porque no aparecían callosidades
ni asperezas por ninguna parte. Había visto varias veces a este hombre a quien
ahora ayudaba a ponerse los enormes guantes. Lo recordaba en la cola a la hora
del rancho. Con el plato de latón en la mano y la ansiedad pintada en el rostro pero sin pronunciar ni una palabra.
Serio, sujetando con la fuerza con que
un hambriento puede sujetar un plato, tieso como una estatua, flaco como un
trinquete. Ahora estaba con las dos manos enguantadas, sin gestos de agobio, ni
de hambre, menos de temor.
Había sido ese mismo soldado que no tendría más de veinte años quien le
anunció que lo llevaría al gimnasio. El hombre movió levemente la cabeza canosa
aceptando. Más que un gesto de resignación lo que se dibujó en su mirada y en
todo su cuerpo fue la rabia contenida ante la impotencia para negarse. El
soldado le había indicado antes de ponerle los guantes que se quitara la camisa
y la dejara en la celda, que en el gimnasio podía perderse. El hombre
excesivamente delgado, de una estatura media y unos cincuenta años, se había
despojado de la camisa sin brusquedad dejando a la vista un torso casi
esquelético. Toda la osamenta superior asomaba a través de una piel pálida. El
soldado como quien pierde el tiempo había intentado contarle las costillas una
por una, pero las voces que venían desde el fondo del largo pasillo lo
distrajeron y le hicieron perder la
cuenta.
Cuando se pusieron en marcha rumbo al gimnasio, el soldado se situó a su
lado como si tuviera que controlar cualquier desmán de ese, para él, individuo
muy extraño. El hombre flaco había echado una mirada hacia las celdas de los
compañeros. Fue una mirada que compendiaba despedida, rabia y valor. Al empezar
a andar se notó que cojeaba de un pie y que eso hacía más lento su
desplazamiento. Asentaba el pie derecho como con temor, como si el suelo fuera
una sola brasa y él estuviera descalzo, o como si cada pisada equivaliera a una
poderosa descarga eléctrica.
Descendieron una escalinata de piedra formada por una veintena de
escalones, sin un rellano, sin el menor atisbo de descansillo. Luego vino otro
corredor tan largo como el anterior, y al final divisaron el gimnasio. Un
oficial uniformado, de bigote muy bien recortado y un rasurado prolijo, que
llevaba un manojo de papeles en la mano y se había despojado del kepís,
inquirió con la mirada al soldado que traía al hombre delgado. Parecía
preguntarle con los ojos varias cosas: ¿quién es éste individuo? ¿cuál es su
nombre? ¿ qué profesión tiene? ¿desde cuándo está en este Centro?. El soldado
captó la mirada de su superior y dio toda la información que conocía. La orden
siguiente fue que lo condujera hasta las proximidades del ring que se levantaba
a un costado del enorme patio llamado gimnasio. El oficial anotó en uno de los
papeles que llevaba en la mano el nombre del esquelético individuo y los pocos
datos que le había proporcionado el soldado. Vio cómo los dos llegaban hasta un
costado del ring, y cómo el sargento un hombre fornido, de mirada displicente
le daba nuevas órdenes al jovencito convertido en cancerbero.
En
torno al ring había escasamente cuatro o cinco personas. El sargento echó una
rauda mirada a los guantes que el delgado tenía puestos, le miró los hombros
caídos, los biceps que casi no repujaban la piel. Su mirada era despreciativa,
y cuando ordenó que subiera al ring y el soldado quiso ayudarlo, fue el
sargento el que intervino para frenar los movimientos solidarios de su
inferior, dejando que el enguantado trepara al ring como le fuera posible, sin
preocuparse de que con las manos metidas en esos enormes cepos de cuero la
maniobra le tenía que resultar muy esforzada. Seguramente, debió pensar el
sargento, se trataba de uno de esos
idiotas que viven para leer y dan conferencias sobre tonterías, en vez de
dedicarse a practicar algún deporte.
A
paso lento llegó al rincón que le habían asignado, no hizo ninguna pregunta, ni
se preocupó por mirar hacia la esquina opuesta. Daba la sensación de que nada de lo que estaba
ocurriendo le importaba. El soldado, por indicación de su sargento también
subió al ring, se aproximo al delgado y le susurró algo cerca de la oreja. Le
debió recitar las reglas del juego, tal como se las habían dicho a él. Le miró
una vez más las manos, le parecieron dos enormes bolas como las de jugar a las
bochas. Se le antojaron que no eran manos sino muñones.
Al
costado del ring se veía la cabeza muy redonda y de pelo ensortijado del
enfermero que vestía una bata blanca, era el mismo que semanas atrás, cuando al
delgado lo devolvieron a la celda
después de una sesión muy dura en la sala de Interrogatorios, y mientras lo
reanimaba le preguntó si no tenía escondidos, en algún rincón del calabozo,
anillos de oro o un cadena del mismo metal. Al otro extremo vio la cara
angulosa del médico. Sus gafas negras que cubrían una mirada socarrona. No pudo
ver las otras caras ni le importó saber quiénes eran. Calculaba que debía haber
otro militar de mayor graduación que el oficial del manojo de papeles, que
sería el que controlaba y mandaba sobre todos los demás, y que tampoco no podía
faltar el profesor de Educación Física, que los hacía correr a todos quince y
hasta veinte kilómetros bajo el sol, como si los estuviese entrenando para
participar en una maratón internacional.
Al
fin se animó a mirar hacia la esquina opuesta. Junto a un hombre bajo y canoso,
con aspecto de maestro de escuela y no de entrenador, se hallaba otro hombre
muy diferente, alto, musculoso, aun ágil, a pesar de que acusaba algo así como
medio siglo de vida. Nunca lo había visto antes pero desde hacía algún tiempo
había oído hablar de él. Se dio cuenta de que ese mulato de poderosos biceps lo
miraba más que desafiante burlón. El viejo con aspecto de maestro de escuela le
cuchicheaba algo al oído y el moreno, erguido, musculoso, como perfectamente
ambientado a esa situación, sonreía y contestaba algo siempre con el gesto
despreciativo del cazador que tiene armas para matar un jabalí y se encuentra
con un inofensivo venadito..
Alguien, posiblemente el militar de mayor graduación, le dio la señal al
sargento y éste sopló con fuerza el
silbato que sonó como si les rasgaran la piel a una docena de los
detenidos. El gigantón moreno movió los
brazos igual que aspas de molino, luego la cabeza de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha y avanzó resuelto y hasta con aire de satisfacción hacia el
centro del cuadrilátero. El soldado joven optó por dar un pequeño empujón al
hombre macilento y enclenque para que imitara al mulato y abandonara la esquina
en que se encontraba. El delgado sólo vio una boca que sonreía y unos puños enarbolados
a la altura del mentón que parecían invitarlo a que se aproximara.
El
camino hacia el centro del ring fue quimboso y titubeante. El joven soldadito
convertido en entrenador, second y controlador del improvisado pugilista vio la
espalda de su dirigido ligeramente encorvada, con los omóplatos que
exageradamente pronunciados parecían querer agujerear la piel. Todos sus movimientos se descubrían exentos
de agilidad. Ese cuerpo no mostraba la
más mínima huella de haber pasado por una etapa de preparación física. Comprobó
que su pantalón azul marino, roto a la altura de la rodilla, desflecado en las
bastas, estaba ligeramente remangado y dejaba a la vista las zapatillas viejas
que le habían entregado para que sustituyeran a sus zapatos.
Frente
al improvisado pugilista se levantaba un hombre todo músculos, el cuerpo
parecía brillarle de tan exuberante. El mulato vestía una camiseta blanca y un
pantalón corto y nuevo de color granate. No había querido que le colocaran el
casco de cuero para protegerse de los golpes del rival ni que le metieran a la
boca el protector de goma para sus dientes. Miraba con indiferencia, como quien
va a cumplir con un trabajo rutinario que sabe hacerlo a la perfección. Se
sentía el amo del cuadrilátero y golpeaba un guante contra el otro como señal
de impaciencia por la lentitud de su contendor.
Los
brazos del flaco adversario estaban caídos a ambos lados del cuerpo. Despegaba
los pies del suelo con dificultad, como si hubiese goma en el piso y cada pie
se le quedara pegado. El sargento miraba la escena a un tris del ataque de
rabia por la lentitud del abogado. El militar de alta graduación hablaba con el
médico, y el oficial del manojo de papeles
se dedicaba a comprobar los apuntes que había hecho desde antes de la
llegada del hombre flaco. El corto recorrido de media docena de pasos de la
esquina al centro del ring fue para el improvisado una lucha consigo mismo en
procura de que su imagen no tradujera el
más mínimo temor.
El
oficial de mayor graduación molesto por la lasitud de ese cuerpo esmirriado
lanzó un grito de aliento a favor del mulato. Alguien más, que debió ser o el
sargento o el enfermero,pidió golpes certeros y contundentes. En ese momento el
encorvado pugilista llegaba al centro del ring sin levantar los brazos, con la
guardia completamente caída. Sin ninguna intención de bailotear alrededor del
adversario, ni de hacer fintas para eludir los golpes. Desde el principio supo
que no le darían protector de goma para
sus dientes, ni de cuero para la cabeza y las orejas, y el soldado le había dicho, saliéndose del
guión que le habían marcado, que procurara esconder la barbilla tras el hombro
para evitar que un puñetazo feroz se le
estrellase en la boca y le hiciera saltar los colmillos como granos de choclo.
El
mulato miró desdeñoso a su rival. Escondió media cara detrás de uno de sus
guantes y estiró el otro brazo como si tanteara el aire. Alguien al borde del
cuadrilátero resoplaba como un fuelle. Debía ser el médico que en varias oportunidades
había manifestado su gran afición por este deporte. El mulato tocó la cara del
rival con su izquierda. Fue un toque suave, como quien comprueba que esa cara
es de carne y hueso y no un dibujo trazado en el aire. El segundo jab de
izquierda hizo retroceder al castigado. El nuevo golpe con la zurda aumentó de
intensidad y causó el bamboleo del improvisado boxeador. Su paso atrás aunque
lento lo salvo de caer sobre la lona. Se volvió a oír un grito que más pareció
un rugido. Alguien, que debía ser el militar de mayor graduación pedía una
pelea encarnizada. No parecía estar dispuesto a tolerar esa actitud de tancredo
que estaba representado el hombre débil.
El
oficial del manojo de papeles se acercó a su superior y recibió instrucciones,
las mismas que transmitió al sargento que se hallaba al otro lado del ring. El
sargento, que había mirado su reloj insistentemente, que podría estar pensando
en que había llegado la hora de un desayuno opíparo como se merecía quien como
él había madrugado, había tenido que ir a casa del mulato para traerlo al
gimnasio, entregar la lista de los que subirían al cuadrilátero esa mañana, dar
a conocer el reglamento que existía para estos casos, con el gesto avinagrado
se dirigió al soldado, no le dio órdenes en voz baja sino a gritos. Tenía que
obligar a su pupilo a que peleara, a que se defendiera, a que procurara golpear
al rival. El soldado raso movió la cabeza aceptando, luego dijo que habría que
esperar que terminara el round para aplicar esas reglas .El sargento aun más furioso lo lleno de improperios y lo
obligó a que subiera inmediatamente al ring y le diera órdenes, no
instrucciones, a su dirigido.
En
el momento en que el joven veinteañero iba a subir al enlonado para cumplir con
el mandato de sus jefes, la poderosa derecha del mulato salió como un
cañonazo y se estrelló en el pecho del
delgado. El cuerpo esmirriado retrocedió como arrastrado por un fuerte viento y
la espalda pegó contra las cuerdas. El ex campeón de los pesos pesados pareció
enardecido con ese golpe que había asestado, avanzó con movimientos de fiera
hasta la figura desarbolada, inclinada hacia un lado, con los brazos como dos
ramas sin vida, y volvió a golpear con furia. Sus puños llegaron a la cara y
cuerpo del rival que en ningún momento
ofreció resistencia, que no varió su expresión facial, que miraba a su verdugo
libre de miedos, a través de la cortina de sangre que le brotaba de una ceja,
la nariz, los labios. El mulato se ensañó contra esa máscara roja y pegajosa y
siguió aplicando una seguidilla de golpes.
Tiñendo de rojo sus guantes de color claro.
El
soldadito se había quedado petrificado mirando al furioso golpeador, mientras
el sargento le hacía señas con las manos para que avanzara, para que instara al
improvisado a pelear como correspondía. Le señalaba el balde con agua que había
en una esquina y también miraba hacia su superior y el médico, para saber qué
decidían. El cuerpo esmirriado había caído de rodillas. El improvisado
pugilista era la imagen del aturdimiento, mientras el militar de alta
graduación maldecía, molesto porque consideraba que le faltaba valor a ese
abogaducho viejo y enclenque, a ese pobre diablo metido a conspirador. El
soldado temeroso de recibir un golpe
por situarse tan cerca de los dos adversarios le dijo algo a su dirigido. Fue
inútil, no oía, no hablaba, se sostenía milagrosamente de rodillas. Consultó
con los ojos al sargento. Vio que en respuesta su superior hacía ademanes de
que lo ayudara a levantarse. Empezó esa nueva tarea que resultó infructuosa. El
médico trepó al ring, se abrió pasó entre el soldado, el entrenador con aspecto
de maestro de escuela y los boxeadores. Examinó al caído. Mantenía un
cigarrillo en la comisura de los labios. Hizo que trajeran el balde con agua,
que se lo volcaran en la cabeza, que le limpiaran la cara ensangrentada. Bajó
muy orondo para seguir viendo la extraña escena
deportiva.
Entre el soldado, el entrenador que parecía maestro de escuela y el
enfermero que había subido después que el médico, pusieron de pie al caído, lo
arrimaron contra las cuerdas y se alejaron dejándolo indefenso. Era un muñeco
de trapo con la vista perdida y las piernas temblonas. El sargento hizo sonar
nuevamente el silbato y gritó que empezaba el segundo asalto. Los guantes
untados de sangre del moreno golpearon inclementes al delgado. Todos lo vieron
caer como un fardo. Desde su sitio, sin moverse un ápice, con la misma voz de
mando con que trataba al soldado, el sargento empezó la cuenta.
El
militar de mayor graduación hizo una consulta al médico. Luego se dirigió al
oficial del manojo de papeles, éste llamó enérgico al soldado y transmitió la
orden, el joven tan aturdido como el abogado, no por golpes sino por mandatos,
se dispuso a subir nuevamente al
cuadrilátero, en el mismo momento en que un poderoso y elegante gancho de
derecha, como el que le dio el título de campeón de los pesos pesados veinte
años atrás, mandó de espaldas a la lona al letrado. Hubo nuevo balde de agua,
nueva subida de médico y enfermero, nuevos intentos de reanimar al caído para
ponerlo de pie, todo parecía inútil,
nadie podía imaginar ni remotamente una reacción en ese organismo tan
castigado.
El
sargento llevaba la cuenta con lentitud de tortuga, se detenía al llegar a
ocho, retrocedía a cuatro para luego seguir avanzando hacia diez.. Desde el
otro lado del cuadrilátero el militar de mayor graduación mandaba que siguiera
la pelea convencido de que ese infeliz ensangrentado le estaba faltando el
respeto por no querer levantarse. Costó un esfuerzo ímprobo poner de rodillas a
la víctima. El mastodonte inclemente se paseaba de un lado a otro como fiera
enjaulada y deseoso de seguir golpeando.
Cuando vio a su disminuido rival arrodillado, apoyando la cabeza contra
las cuerdas, intentando leves y exhaustos movimientos de brazos para tratar de
no venirse nuevamente de bruces al piso, pero mirando como si no le doliera
nada, como si no temiera nada, se abalanzó sobre él. Le propinó feroces golpes
en la cabeza, agachándose lo suficiente como para poder alcanzar con una nueva ración de puñetazos a su destrozada víctima. Quiso seguir atacándolo
cuando el cuerpo maltratado se fue yendo lentamente hacia atrás como si
realizara una difícil contorsión gimnástica.. Sin energías, sin defensas, era
peor que un arbusto abatido por el viento.
Alguien no uniformado desde un costado del ring gritó que se parara la
pelea. Trepó una vez más el médico al
cuadrilátero, pidiendo también pero sin mucha convicción que se detuviera el
combate. Dando a entender de que ya se había cumplido con lo que se deseaba. A
los militares les cayó como un ladrillazo en la cabeza la actitud del
facultativo. El de más alta graduación le hizo señas enérgicas para que
volviera a su sitio, pero el médico no le obedecía. Como un conejo asustado el soldadito corrió
sin saber si lo que quería era proteger al caído o instarlo a que siguiera
peleando. Un grupo de tres o cuatro
personas que se había formado en torno al desvanecido vio cómo el médico lo
auscultaba, le tomaba el pulso, le examinaba los ojos, y parecía asombrarse al
comprobar cómo el semblante de ese martirizado individuo seguía manteniendo no
un aire de desafío que no lo mostró en ningún momento, sino el de quien no ha perdido en ningún momento
las esperanzas.
La
orden del militar de alta graduación fue que le echaran más agua y que siguiera el combate. El militar del
manojo de papeles avanzó a prisa hasta donde estaba el sargento y le transmitió
la orden. Con gesto hosco el sargento llamó al soldadito y lo instruyó sobre lo
que debía hacer. El pobre muchacho apenas pudo expresar su opinión a media voz
señalando que ese señor ya no se podía levantar, pero su inmediato superior no
tomó en cuenta esas palabras. Sólo dijo en tono de muy malhumor, ¡Se está
riendo de nosotros!, e hizo sonar el silbato para que continuara el segundo
round.
El
soldadito trepó al ring, cogió de la esquina el balde con agua, tembloroso lo
vertió sobre la cabeza de la víctima. El médico y el enfermero hicieron
movimientos prestos para no quedar empapados. El abogado realizó un descomunal
esfuerzo y sonrió, fue una mueca cadavérica. Movió levemente los brazos,
parecía pedir que lo ayudaran a
levantarse. El oficial de alta graduación se desgañitaba ordenando más pelea.
Lo pusieron de pie entre todos. Ese cuerpo como el de un títere sin hilos que
lo sustenten intentó dar un paso
adelante, sus piernas no le obedecían pero la mueca que semejaba la sonrisa de
la esperanza seguía como cincelada en su rostro anguloso.
***
TODO ES CUESTION DE COSTUMBRE
A Andreu Ferret S. +
Enrique
López L. +
Guillermo Cortés N. +
Norwin
Sánchez G. +
Levantó el teléfono, le urgía
comunicarse. Estaba desconectado. Extrañado, hasta confuso, hizo varios
intentos para lograr conexión, imposible conseguirlo. Acudió al fax y le pasó
lo mismo. Molesto manipuló el ordenador, tenía en ese momento la expresión de
quien al fin se encuentra con la esperanza. Tampoco hubo obediencia de este
aparato. Dominado por la rabian que brota de la impotencia decidió salir a la
calle y hacer sus llamadas desde un teléfono público. La puerta principal no se
abrió. Fue hasta otra puerta atravesando la terraza y pasando delante de la
cocina, resultó lo mismo. Sus fuerzas no eran suficientes para vencer la
firmeza de roca de las salidas. Miró nervioso a través de las ventanas y notó
algo extraño que tardó en entender. Las casas
que estaban frente a la suya habían desaparecido. Procuró visualizar las
que se hallaban a los costados y las de otras manzanas. No se veía ninguna
edificación, habían desaparecido de su sitio.
Subió precipitadamente la escalera que lleva
a la planta alta, quería ver desde el balcón los alrededores de su casa. Fue
imposible esos no pudo encontrar esos miradores. Procuró atisbar la calle por
los varios y enormes ventanales, se encontró con sólo minúsculas ventanas y lo
único que pudo ver fue una inmensa planicie desértica. Bajó con la rapidez del desespero los veinte escalones para
volver al piso bajo. Se encontró con que sólo había una habitación estrecha y
en penumbra. Habían desaparecido las ventanas y la claraboya, así como toda
posible comunicación con el exterior. Más asustado que rabioso volvió a subir
la escaleras de dos en dos peldaños. Encontró panorama similar. Una sola
habitación, habían desaparecido los ventanucos altos que dejaban pasar delgados
brazos de luz plateada. Bramando y maldiciendo decidió volver a la planta baja.
Le fue imposible, ya no había escalera y reinaba la oscuridad total.
Decidió saltar al vacío y romper la puerta
de calle utilizando una vieja alabarda comprada en una almoneda. Descubrió que
ya no estaba en los altos, que no necesitaba saltar, que sólo le quedaba ese
breve sitio donde se hallaba de pie. Estiró los brazos y sus manos tocaron
paredes cada vez más cercanas. Se tuvo que acuclillar porque el techo había
descendido y presionaba sobre su cabeza. Empezó a dar gritos pidiendo ayuda. En
el profundo negror y la estrechez solamente le quedaba una alternativa :
echarse en el suelo boca arriba. Con la cabeza tocaba una pared y con los pies
la de enfrente. Quiso maldecir y le faltaron las palabras. Quiso llorar y no le
brotaron lágrimas. Quiso golpear con los puños y los pies todo lo que lo
rodeaba, entonces advirtió que sus extremidades carecían de movimiento.
Lentamente fue quedando rígido. Al fin supo qué le estaba pasando.
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* Enviados, por su autor, desde Palma de Mallorca.