jueves, 18 de septiembre de 2014

“INSULINA PURA / CLAVADA EN EL CORAZÓN DEL PRÓJIMO” / Bernardo Rafael Álvarez




Pienso en dos soñadores extremos: Karl Marx y Arthur Rimbaud (claro, el poeta y no el mercader). “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestro días –escribió el alemán, en acuerdo o complicidad con el gran Federico Engels- es la historia de las luchas de clases.” Estuvo en lo cierto. A partir de esta consideración o premisa, de carácter digamos histórico (ya que corresponde a una visión del pasado) propuso una cosa puntual en el plano político: transformar la realidad; transformarla para bien, naturalmente. Cómo hacerlo. Con el estímulo violento del mismo motor que empujó los cambios anteriores: la lucha de clases. Si antes se habían enfrentado “hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales”, ahora –según el autor de El Capital- se enfrentarían burgueses y proletarios y el resultado sería la instauración de una nueva forma de organización social, el socialismo, como etapa de tránsito hacia la sociedad ideal: el comunismo.

Rimbaud, el otro soñador extremo, habló de cambiar la vida, no, por cierto, con la violencia de la lucha de clases, sino con el aporte o influjo, acaso sutil, de la poesía.

¿Logró el marxismo (es decir, lo que vino después de Marx)  transformar la realidad? ¿Pudo la poesía, como quiso Rimbaud, cambiar la vida? Yo no lo sé. En todo caso, se trata, creo yo, de una asignación pendiente, sabe Dios hasta cuándo.

La poesía (perdonen por echar mano a la definición que proporciona el DRAE) es la “manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra, en verso o en prosa”. Tal vez esta sea una definición demasiado simple y hasta, probablemente, chata, pero es la que permite que todo el mundo entienda de qué estamos hablando. Si –como sugería Rimbaud- el cambio de la vida podrá lograrse gracias a la poesía, tenemos que asumir –caballero, nomás-  que los poemas, en verso o en prosa, son los instrumentos o herramientas de ese cambio. Espontánea y sin mayor esfuerzo, de allí surge una nueva pregunta: ¿Es dable o, mejor dicho, es posible que con un poema pueda cambiarse la vida del ser humano; quiero decir, de la humanidad? Yo no lo sé. Yo quisiera saberlo.

Probablemente, haya quienes respondan que sí. Pero hay otros (más “moscas”, ciertamente) que aseguran que no es la poesía como conjunto de versos o de palabras escritas la que ha de convertirse, repito, en herramienta o instrumento de cambio, sino la poesía entendida como “actitud vital” o como “acontecer cotidiano del hombre”. Será o no será. Que respondan los sabios que en el mundo han sido y siguen siendo. Yo solo dudo.

Sea como fuere, bien vale lo dicho hasta acá para tratar, ahora, de dar un salto “cuasi dialéctico” en estas dudas “que matan” y, así, llegar al punto a donde quiero arribar: hablar de la poesía de Rosina Valcárcel. Pero, claro, lo poco que yo diga aquí quiero que sea tomado solo como un pobre y apurado adelanto de lo que debiera decir después, ya probablemente con la seguridad de responder a mis propias interrogantes. Lo ofrezco: queda el compromiso.

Jorge Nájar, en el prólogo al libro que hoy se presenta por segunda vez (Rosina Valcárcel: Poesía Reunida. Fondo Editoria Cultura Peruana, 2014), dice algo que, lo confieso, a mí me tiene desconcertado: “Todo lleva a pensar que para Rosina Valcárcel la poesía es un arma de combate”, afirma. Durante la presentación anterior, hecha en la Feria Internacional del Libro, Rocío Silva Santisteban dijo algo más o menos parecido: habló de “arma cargada de futuro”, echando mano a la frase del español Gabriel Celaya.


¿Qué es un arma? Aunque la definición elemental que nos proporciona el DRAE indica que es el “instrumento, medio o máquina destinados a atacar o a defenderse”, lo cierto es que –sea empleada como protección o para agredir- un arma está siempre dispuesta no para acariciar, sino para destruir y, eventualmente, para matar. ¿Puede la poesía ser empleada para tal cosa? Desconozco la respuesta.

Juan Ramírez Ruiz y, en general, creo que el Movimiento Hora Zero –como lo recordó Jorge Nájar en el poema-dedicatoria de “Malas maneras”, su primer poemario-, proponían “destruir para construir”. ¿Qué hicieron los poetas de Hora Zero? Construyeron. Y tuvieron (al menos creo que Juan lo tuvo) el propósito de que las armas fueran desterradas de nuestro mundo. El título del tercer y último libro del poeta lambayecano es sumamente expresivo: “Las armas molidas”. Fue un poeta que apostaba por lo que yo llamo –aludiendo a sus tres poemarios- la “perpetuidad desarmada de la realidad”.

¿Saben una cosa? Yo estoy completamente seguro de que Rosina -mi Rochi, como yo la llamo- apunta hacia lo mismo. Por eso es poeta. Por eso es que, aunque –como bien dice Juan Cristóbal en una nota publicada en la Web- su poesía “atraviesa todos los intersticios de la conmoción humana: el amor, la rabia, la dulzura, el caos, el encono, la esperanza…”, también es verdad que allí, en su poesía, no hay rabia ni encono. No es, pues, una poesía nociva.

Fácil hubiera sido para Rosina Valcárcel (conocida y reconocida como hija de dos seres humanos identificados plenamente con las luchas sociales y, sobre todo, con la esperanza de los pueblos), hacer de sus poemas furibundos libelos contras las injusticias y por la revolución. De haber sido así, más de uno habría alabado aquello que denominan “consecuencia”. Porque –es así, pues- somos una sociedad en la que una gran mayoría suele identificarse con quienes procuran excitar el lado innoble del ser humano: la violencia, el odio; y aplauden y alaban –fieles a su vocación de secuacidad- a quienes promueven enfrentamientos, a quienes dan muestras de una voluntad confrontacional aunque sea de la boca para afuera. Por ello es que cantan y se enardecen con canciones casi convertidas en himnos, como, por ejemplo, “Flor de retama”, y no precisamente porque en su denuncia este huayno llame a la solidaridad con los campesinos víctimas de la represión desmedida y criminal, sino porque les solivianta y llena de fervor la virtual sacralización que hace de la pólvora y la dinamita, como si acaso fueran las “salvadoras” de la humanidad.

La poesía de Rosina Valcárcel es, qué duda cabe, el producto elevado de un alma sensible y buena que lo que busca no es potenciar la parte básica, animal, del ser humano, lo que Paul Maclean ha denominado el cerebro reptil o primitivo, sino alimentar aquel sector llamado “neocórtex” y que corresponde al lado noble, racional y emocional, de los hombres y mujeres. La poesía de Rosina Valcárcel no alaba, aplaude ni estimula la violencia ni el odio. Es un homenaje al amor y la belleza. El amor en todas sus formas, la belleza en sus distintas manifestaciones. Todo lo escrito y publicado por ella, desde “Sendas del bosque” (1966) hasta “Luana (2013) es, digamos, la biografía de su asombro frente al mundo y las personas y, sobre todo, de su entrega, en carne y sentimientos. Sin embargo, no es sentimental ni mucho menos pasional pero tampoco es conceptual. Tal vez sí -como expresión escrita- un inventario abigarrado y bellamente desordenado y caótico, casi surreal, a veces, de imágenes o retratos parciales del universo que existe en su intimidad y del universo que la envuelve. Pero, sobre todo, es un canto permanente, en el bosque antiguo y nuevo, “donde la alondra hace infinita / el alma de la tarde” (“Peregrino”: Sendas…). Tal vez no sea aquello que Celaya llama “arma cargada de esperanza” pero, sí, la poesía de Rosina es una apología terca, irredenta, insobornable, de los sueños, del futuro, de lo que ha de venir; sin embargo, también puede caer, y hay momentos en que cae, en el desfallecimiento, en la desesperanza, cuando, por ejemplo, recuerda que los muchachos que a su manera hicieron la revolución (“dando vivas al Che y cantando Yesterday) terminaron “acorralados / sin partido” y solo pudieron experimentar el amargor de la impotencia, mientras “En enero caen las flores de la madreselva” (“Acorralados: Una mujer canta en…).

No es poesía sentimental, dije. Y no lo es ni siquiera cuando expresa su maternidad. Sin embargo no es árida ni fría. Es, más bien, descarnadamente dada a la entrega: “Tu padre sueña a sobresaltos/ Y tú (…) / bebes voluptuosa mi sangre…”, le dice a Milena (“Milena”: Una mujer canta…). Más que mimos, más que caricias, transmisión de vida; lo que, en rigor, es la maternidad como garantía de la perennidad.

La palabra poética de Rosina no se edulcora con el almíbar, a veces empalagoso, del romanticismo; prefiere el amor de carne y fluidos, el erotismo sin dudas ni remordimientos: “Una mano invisible levanta mis faldas –dice- y la piel relincha como yegua en celo”. “Hay que llevar –agrega- el amor hasta el absurdo” (“Carta surrealista”: Contradanza). No el embuste ni la hipocresía. La piel. La libertad.


Y precisamente debido a esa libertad es que no se encandiló y aún habiendo podido probablemente encandilarse con el furor parricida, iconoclasta de, por ejemplo, la poética horazeriana, no dejó que la suya sucumbiese, virtualmente sometida, ante el encanto y la tentación sísmica de la poesía setentera, y siguió, más bien, siendo insobornablemente suya. Y menos se preocupó por incursionar (o “incurrir”) en prácticas experimentalistas, aunque, claro, presenta medio indiscretos atisbos del aporte caligramático de Apolinaire, en poemas como “Tango 2” (Contradanza) y algunos ensayos de coloquialidad a la manera de Manuel Morales (“Poeta, amigo de puta madre…”: Juan Ramírez Ruiz). Debo reconocer, asimismo, que, aunque comenzó a ser escrita y publicada en plena década de 1960, la poesía de Rosina Valcárcel tampoco es sesentera. Diría que pertenece, pues, a lo que Octavio Paz llama “el tiempo sin fechas”.

Y, repito, no hay sentimentalismo. Y esto lo dijo también Jorge Nájar, y en ello estoy plenamente de acuerdo con él. Y por eso, aquí, repito sus palabras, por suficientes: “¿Poesía social? Ni hablar. ¿Poesía sentimental? Ni de vainas. Poesía de la existencia. Poesía de la supervivencia. Poesía de la épica cotidiana. Poesía testimonio. Poesía pesadilla. Poesía sueño. Autobiografía. Y la imperiosa presencia del espejo.” Y en ese espejo se multiplica ella y nos reflejamos todos.

Pero, si en unas cuantas palabras quisiera caracterizar esta poesía que nos atrapa y hasta se atreve a desconcertarnos con versos como este: “Escribo no por azar sino por acuarelas, flautas y fuego” (El espejo de zorba”: Paseo de…), tendría que decir, enfática y definitivamente, con la propia voz poética de Rosina Valcárcel, que se trata de “Insulina pura / clavada en el corazón del prójimo”. Es decir, un remedio y no un arma.

¿Podrá la poesía desempeñar con más eficaces o mejores resultados el papel que a través de los siglos se autoadjudicó la religión y las sociedades de todas las latitudes le encargaron a la educación, es decir, cambiar la vida del hombre, cambiar al hombre?  No lo sé. De lo que estoy absolutamente convencido es que, aun sin poder probablemente servir para ello, lo cierto es que, al menos -y de esto puedo dar fe y repito lo que dije hace mucho tiempo-, la poesía (y el arte, en general) “nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos”. Y esto, creo, ya es bastante, ¿no es cierto, mi Rochi?.




Lima, 18 de setiembre del 2014