Les cuento, cuando
don Manuel Torres me pidió –en diciembre del 2006- que hiciese la presentación,
en el Club Áncash, Lima, de su novela, acepté de inmediato. Claro, no sabía en
lo que me metía. Que me sentí honrado con el pedido, les confieso, así fue: me
sentí sumamente honrado. Participar como una suerte de sacerdote (por cierto,
sin sotana ni estola) en una ceremonia –acto cultural le dicen- que es casi
como un bautizo es algo que me abruma pero al mismo tiempo me regocija.
Entiendo que un bautizo tiene mucho de buen augurio: es dar fe y testimonio de
la presencia de un nuevo ser (en este caso un libro) y consagrarlo anticipando,
con nobles deseos, la bondad de su futuro. Sí, pues, un sacramento.
Dije que no sabía en lo que metía. Es la verdad. Les sigo contando. Lo que vino después de la conversación, vía telefónica, con don Manuel, fue la pregunta, íntima, que me pareció definitivamente impostergable: ¿Qué debo hacer: ser complaciente, ser crítico o ser indiferente? ¡Uf! Dura tarea encontrar la respuesta acertada y conveniente. Tener que hablar en público acerca del libro primigenio de un amigo que es, además, pariente y paisano, es sentirse obligado a elegir lo primero: alabarlo. Porque ser indulgente es el mejor recurso para mantener –bajo el manto infame de la hipocresía- las buenas relaciones, en una palabra: para quedar bien. Evitamos, así, que se lastime la sensibilidad del amigo y pariente, y todo queda en paz. Es lo único que se gana. Ser crítico (quiero decir, desempeñar el papel de censor), supone poner atención a las calidades de la obra, pero con ojo avizor y zahorí, lo que generalmente significa convertir a la mirada en una guadaña. Es otra cosa, sin duda. Podría –si el autor de la obra colocada sobre el tapete tiene suficiente entereza y seguridad en sí mismo- ayudarlo a corregir desaciertos que son explicables al principio o a refinar los logros felices de su trabajo: pero –he aquí el riesgo- también podría ocurrir el colapso de una vocación y la frustración de un talento y de una esperanza. Esto suele ser lamentable. Pero lo que –bajo todo punto de vista- sí tiene connotaciones de perversidad, es adoptar la postura del indiferente, no ser chicha ni limonada. Con esto nadie gana, en absoluto: dejar hacer, dejar pasar...
Bien, frente a estas dudas “que tormentosas crecen” (como en el vals), compulsándolas con calma y serenidad decidí por lo que me pareció y me parece lo correcto: echar mano a una cuarta opción: no ser, por separado, ni complaciente, ni crítico, ni indiferente. Ser justo. Y fue así -pidiendo las disculpas por las limitaciones de mi capacidad para estas tareas- como abordé el tema tan difícil que se me había asignado.
Pallasca y don Manuel
Bien. Entrando
en tema, les diré que don Manuel Torres, que a partir del libro que en enero
del 2007 se presentaba en público, ya forma parte de ese mundo medio sin forma
de los escritores (el mundo de la literatura) nació en Pallasca, que es, como
escribí en otra parte, “un pueblito de la sierra ancashina, bello, saludable y
acogedor, por sus paisajes infinitos, por su clima y por el calor imantado de
su gente, que es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo
en huésped perpetuo de su corazón.” Pallasca, no obstante sus ostensibles
bondades, sufre la relativa escasez del líquido elemento. Por ello es que,
desde muchos años atrás, socarronamente se les asignó a sus pobladores el mote
de “chupabarros” que más que una ironía agraviante ha sido asimilada, con
espíritu alegre, como un estímulo y acicate para procurar la satisfacción de
las necesidades y mirar hacia adelante con optimismo y dignidad. Si algo
debemos resaltar en el espíritu de los pallasquinos es eso: la dignidad.
Pretendieron, cuando la guerra del Pacífico, atarantarlos, pero la respuesta
que encontraron los invasores fue heroica e insospechada. Buscaron trastornar
su integridad moral, cuando se produjo una demencial incursión terrorista, pero
su valor se impuso. Es que Pallasca podrá adolecer de algunas carencias
materiales, pero es rico en vigor, buena voluntad y esperanza...y algo más:
alegría, que lo convierten en un pueblo bello y sanamente opulento en el plano
espiritual.
Por eso, Pallasca no podrá, probablemente, ofrecer de modo desmesurado bienes materiales pero sí está dispuesto a la oblación de hombres y mujeres de bien y los benignos frutos de su espíritu. Ahora estamos frente a una muestra de ello. Frente a la entrega de una novela. Una novela –vaya, qué circunstancias- escrita no por un joven (quiero decir un joven cronológicamente hablando) sino por un hombre que apenas unos días después de publicado el libro cumplió ochenta y cinco años de edad. Como muy bien puso el Dr. Félix Álvarez Brun en la nota de saludo y presentación, a esa edad “muchos escritores ya han dejado de escribir y, sin embargo, él (don Manuel Torres) recién empieza a regalarnos el bello y vigoroso producto de su talento creativo.” Esto es excepcional, gratamente excepcional y meritorio. Por ello, yo lo celebré y lo celebro sin reservas.
Don Manuel Torres pertenece a una valiosa generación de Pallasquinos, que aportó buena voluntad, entusiasmo, imaginación, cariño y enseñanza, con todo lo cual contribuyó a que nuestro pueblo pudiese mostrar, con orgullo y como sello característico, una luminosa prestancia. Un grupo del cual formó parte él y que, según recordaba en una bella misiva (que remitió a un pallasquino de corazón, que nació en Santiago de Chico: don Demóstenes Gavidia), fue calificado por las buenas lenguas como “los notables”, estuvo constituido por quienes voy a nombrar tal como amigablemente se les conocía: don Shanti Zanelli, el “Cashpo” Villa, el “Negro” Rafa, el Maestro Reina y el Sordo Gavidia. Ellos, que formaban un círculo compacto porque solían estar cerca en reuniones sociales y de otra índole, representaron con otros pallasquinos de la misma hornada más o menos (voy a mencionar solo a algunos: Mario Vidal, Angel Acorda, Alfredo Machado...) la mejor expresión de lo que se dio en llamar los “togados” que, en el caso particular de ellos, nunca fue sinónimo de poder económico, caciquismo o, peor aún, de desprecio por los demás sino, simple y llanamente, de decencia y docencia.
Conmovedor hubiera sido, un privilegio hubiera sido, si esos queridísimos paisanos nuestros que, lamentablemente, hace mucho tiempo nos dejaron, estuvieran acompañándonos aún. Gracias a Dios, los pallasquinos, además de poseer buena memoria somos dueños insobornables de ese a veces esquivo sentimiento que dignifica y que se llama gratitud. Y siempre viviremos agradecidos por lo que significaron nuestros mayores. Y los llevaremos, siempre, en el corazón.
Y en el
corazón –como no, pues- llevamos, también, prendido como si fuera una medalla
de San Juan Bautista, el cúmulo de añoranzas de nuestra amada tierra, la tierra
de don Manuelito Alvarado y de don Lorenzo Paredes: su gente, sus paisajes, sus
costumbres, su clima, sus palabras. Y pareciera que para ayudarnos en la
recuperación de algunos elementos que, a pesar de la buena voluntad y la salud
de nuestra nostalgia, parecieran extraviarse en nuestro registro evocativo,
para ello es que apareció don Manuel. Cuando abre la boca (perdonen esta
expresión medio grosera), es como un mago que de una minúscula caja extrae
infinidad de objetos de distintas formas y colores. Es que –como también está
dicho en la nota de saludo a que aludí antes- “la fluidez de su verbo, la
precisión de su memoria, el torrente de su imaginación y la chispa de humor”
que despliega hacen que, cuando le escuchamos, nos refocilemos con la nutrida y
variada referencia a hechos anecdóticos ocurridos en nuestro pueblo y, más que
eso, que nos enriquezcamos con las enseñanzas que de ello surgen. ¿Quién no
conoce, quién no ha escuchado al Manuel Torres orador, didáctico, persuasivo y
convincente, digno de las más espléndidas ágoras?
Mina maldita, la novela
Bueno, pues,
ahora estamos conociendo al otro Manuel, al que se mantuvo oculto durante
muchísimo tiempo: el Manuel Torres novelista, parte de cuya biografía,
probablemente esté confesada en el libro al que he aludido. Porque “Mina
Maldita” (así se titula la obra) sitúa sus principales secuencias básicamente
en Huayllapón, asiento minero productor de Tungsteno, en donde –según sabemos-
laboró como administrador cuando aún era joven. Es probable -repito y no estoy
en condiciones de dar fe de ello- porque uno de los protagonistas de la
narración tiene mucho de parecido con el autor. Pero, en fin esto es trabajo de
hermeneuta y pesquisidor que no me corresponde.
Lo que sí puedo decir es que, así como suele desbordarse generosamente en su oratoria, en su escritura (los lectores no me desmentirán, estoy convencido) también es de una consistencia nutricia. Las atinadas y agradables referencias a nuestra región son dignas de reconocimiento. La limpieza del discurso; la densidad y riqueza expresiva, casi barroca, de las descripciones; la destreza con que asume el desarrollo narrativo, su fluidez y amenidad y el manejo ágil de los diálogos, me parece, son muestras innegables de talento, de sensibilidad y, además, de una refinada cultura. Leamos, a manera de ilustración lo siguiente: “Por entre las pétreas agujas de las elevadas montañas del wolfrámico Huaura y otras cumbres, cual planas lenguas de fuego helado sobre las áureas siluetas de los pajonales, se extendían inclinadas e impávidas las agónicas luces del sol que, presuroso, corría a los brazos de su negra amada, la noche...” Esta es una acuarela sensual, poética, del paisaje andino, de nuestro paisaje. O este otro fragmento: “...conscientes del silencio nocturno, lanzaron, parecía concertadamente, una ligera risa y se ajustaron mucho más las ya más sudorosas manos, que pregonaban eléctricamente sus febriles deseos de apulparse en el interior de la cueva.” Es erotismo pleno, de fina factura. Y esto, señores, lo ha escrito don Manuel y a él se le debe el crédito de este inesperado aporte a la literatura: el verbo pronominal apulparse.
Debo reconocer, con sinceridad, que gracias a esta novela he podido recuperar expresiones que escuché y pronuncié cuando niño y que, por obvias razones, quedaron como traspapeladas. Don Manuel nos habla –poeta, pues- de las nubes shalpirejas, es decir, enrarecidas o rotosas; hace referencia a las manos pispadas o, como diríamos aquí en la urbe, cuarteadas por el frío serrano; menciona a la gallina shansha porque tiene las plumas encrespadas; a los gallinazos los llama shingos y al placer de saborear una humilde pero exquisita comida le dice chumbaquearse (recuerdo aquí el cushal, aquella restauradora sopa de nuestros hombres de campo). Y, naturalmente, no podía estar ausente aquello que es auténticamente pallasquino, el ñau, cho!, es decir, “qué rico, amigo” (“chumbaquearse”, pues). ¡Es el habla de mi tierra en la literatura peruana!
Y también
tengo que aceptar que me he regodeado, jubiloso, volviendo -gracias a la
lectura de esta novela- a caminar imaginariamente por “la serpenteada ruta de Shindol”; atravesando la “tranca de Colgazácape”, la quebrada de Túcua; deambulando por los corrales de Salayoc; y cuando el hambre aprieta,
saboreando un “humeante plato de chochoca”.
O, aún a pesar del hambre, viendo –acaso con sensaciones voyeristas- a nuestras
chinas cuando lavan su coloridas lurimpas
o se bañan en la acequia de Tambamba, ocultadas por el frágil resguardo de unas
ramas de shiraque.
Pero esta novela no solo es refocilación. Sus historias giran alrededor de relaciones digamos prohibidas, surgidas a partir de la infidelidad femenina y la irresponsable y perversa osadía del varón que, envuelto en la bufanda de la apariencia, jura y rejura que sus sentimientos son sanos y hasta sublimes. Es una novela de amor, sin duda, pero del que yo me atrevería a llamar amor tanático. Normalmente asumimos que el amor es la celebración de la vida: el amor une, libera, da placer, es una entrega. La vida es, en rigor, producto del amor. Pero la realidad (oh, la realidad, enemiga de los sueños!) nos dice, con incontestable elocuencia, que el amor también puede hacer daño, incluso matar: ocasionar una inmolación (la literatura universal nos da m{as de un ejemplo) que es el extremo excesivo de la entrega; o, bien, ser el causante de un crimen. Eros y tánatos, sin líneas divisorias. “Mina Maldita”, la novela que nos ocupa, corresponde a esto. Podríamos decir –sin equivocarnos y precisando las cosas- que es la historia de amor de Mario y Emelda, que son sus innegables protagonistas: él, joven administrador en un asiento minero con una novia que le espera en su pueblo de origen y ella, Emelda, bella mujer, esposa de un humilde y esforzado obrero de la mina. Se entretejen otras historias, además. Sin embargo, yo diría que, fundamentalmente, el libro se centra en otra cosa: en el terrible drama de un hombre (Leónidas, el cónyuge de Emelda, la mujer empujada a la infidelidad) que experimenta el progresivo deterioro de su espíritu y de su cuerpo, víctima del alcoholismo y del derrumbamiento infame de su hogar y que, resulta irremediable, llega al más sórdido y miserable final: morir solo y expuesto a las aves carroñeras.
Y es, pues, allí, donde concluye estrictamente la novela, en el Capítulo XXXVI, que es uno de los más hermosos y mejor procesados. Leamos: “Así terminó la vida de un modesto minero, de aquel optimista Leónidas que cometió el error de llevar a esa “Mina Maldita” a tan linda mujer. Mujer que no calculó ni el presente ni el porvenir de ella, su marido y sus hijos. Por ella, Leónidas se convirtió en un consuetudinario (bebedor, se entiende) y sus hijos perdieron a su padre.” Pero, seamos justos, no solo por culpa de ella: también por la de los hombres –Mario el primero- que se atrevieron a incursionar, impelidos por el amor carnal, en ese territorio que, por humilde, no merecía ser hollado: el hogar de Leónidas y Emelda. (Debo reconocer, sin embargo, que este comentario sería, en realidad, motivo de una discusión de nunca acabar: recuérdese que en situaciones como la descrita también se suele culpar al descuido del marido, a las circunstancias que conspiran, a la luna, a la soledad, al frío...)
Dije que allí concluía la novela. Sí, pues. Porque lo que viene enseguida (capítulos XXXVII y XXXVIII) corresponde propiamente a lo que, en mi opinión, debió haberse nombrado como Epílogo, ya que el segmento final, al que se le ha llamado de tal manera, se comporta más bien como el soporte de unas ponderadas reflexiones de última hora. No es un problema de estructuración precisamente, sino de pura titulación o numeración de los capítulos. Tampoco es, entonces, un reparo u observación de importancia pero lo menciono porque, como anuncié al principio, quería ser justo. Y, siguiendo en este camino, tengo que hacer referencia a algo, también pequeñísimo, que no quise mirar de soslayo. Es evidente que la ubicación temporal de la novela concierne a los años de 1940, pero en uno de los diálogos aparece esta expresión: “Yo soy el “men” que, creo, no era usual entonces. En fin, es solo un detalle que muy bien podría pasar como una licencia del autor.
Nunca es tarde
Sí, en cambio,
me parece inexcusable, y esto sí tómenlo como un cariñoso pero rotundo
reproche, es la excesiva demora de no sé cuántos lustros en que ha incurrido
don Manuel para presentarse como escritor, como novelista. Nos ha privado, y
privó a los amigos y paisanos de su misma generación y a los demás (don Víctor
Alvarado y don Pancho Nina, por supuesto, y Víctor H. Acosta y Teófilo
Porturas, nuestros dos poetas) de vivir la noble experiencia que hubiera
significado deleitarnos con la lectura de sus escritos desde antes de ayer
hasta nuestros días. Pero, reza el dicho: “nunca es tarde cuando la dicha es
buena”. Y tendremos que esperar más regalos de su talento y, estamos seguros,
la generosidad de manos y corazón abiertos que es suya y solamente suya,
seguirá gratificándonos, así: enormemente.
Un aplauso
Debo decir,
para terminar, que don Manuel Torres, novelista pallasquino, merece un aplauso.
Y, bien vale la pena imaginar, retrospectivamente, un brindis emocionado con un
vaso de grog aromatizado con
panizara, en el billar de don Beto (mi tío Humberto Álvarez) o en la tienda de
don Gerardo Zúñiga o en la de Rosita Popular, mientras que, con caja y pífano,
Eleodoro Valdez, el chiroco del
pueblo (el pueblo de don Pedro Gutiérrez, el inolvidable Conshyamino), almibara
la noche con las notas de El zorro negro.
¡Salud!
____________
* Este texto es, en realidad, el mismo que leí durante la presentación del libro de don Manuel; solamente he hecho unas minúsculas modificaciones, porque quise leerlo en un evento cultural que se realizó hace muy poco en Chimbote a donde, lamentablemente, me resultó imposible viajar.
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* Este texto es, en realidad, el mismo que leí durante la presentación del libro de don Manuel; solamente he hecho unas minúsculas modificaciones, porque quise leerlo en un evento cultural que se realizó hace muy poco en Chimbote a donde, lamentablemente, me resultó imposible viajar.