EL CRIMEN LÍRICO DE BERNARDO ALVAREZ
Esto es usual en las
poéticas grupales, recuérdese al surrealismo: el llamado automatismo no es
igual en Artaud que en Breton o en Eluard. De la cercanía o distancia de ese
postulado provienen las diferencias poéticas y hasta políticas. Artaud fue un radical
absoluto, Breton, como Sumo Pontífice, intentó el equilibrio de su propio
orden, Eluard simplemente se sirvió del surrealismo como una técnica. Pero los
tres han escrito poemas admirables, quizá Eluard es el más unitario, aunque su
poesía y su postura política (stalinista), a mi particularmente no me conmueven.
Y antes que la valiente actitud de Breton, que en los tempranos 30 advirtió de
los abismos a que conducía el stalinismo, convirtiéndose en la guerra en un
anarquista (léase el más hermoso de sus poemas, “Oda a Charles Fourier”),
prefiero a Artaud, al loco inasible, a su lúcida pasión enjaulada, al grito más
estremecedor de este siglo que hayamos escuchado en “Van Gogh, el asesinado por
la sociedad”.
En HZ, el “Poema
Integral” podía tener resonancias formales (una suerte de discurso acumulativo de
varía discursos: prosa, verso, ensayo, cartas, etc.), pero sobre todo tenía
una inconfundible resonancia ideológica de un no muy lejano concepto en boga en
la generación se Mariátegui: “Perú Integral”, la utopía de la articulación de
lo desarticulado, de la unidad de lo fragmentado. En consecuencias, está
asociación era, además de una literatura, un programa nacional que aparece y
reaparece a lo largo de este siglo en varios instantes y en boca de nuestros
mejores escritores: es la “escritura híbrida” de Gamaliel Churata y “todas las
sangres” de Arguedas. En todos los casos, admirablemente, los escritores (que
fueron provincianos, además) han coincidido que esta integralidad no puede
construirse con prescindencia de la palabra escrita. La escritura sobre todo,
entonces, en el Perú ha de construir esa integralidad utópica.
El profesor Miguel
Ángel Huamán, en su estudio “Fronteras de la escritura, discurso y utopía de
Churata” (1994), nos expresa algo que bien puede explicar la aparición de HZ: “Cada
vez que en sociedad se vive una crisis es gran magnitud se manifiestan cambios
en la valoración de la lengua; rechazo o aceptación de normas que no siempre
tienen que ver con la corrección gramatical o la concordancia que rige a los
núcleos de la lengua dominante. La realidad de la diglosia, es decir el contacto entre lenguas en relación de dominante a dominada, nos permite comprender
la carencia de una lengua nacional y la necesidad de construir una lengua común,
socialmente legitimada por la pluralidad de la colectividad, cuya
estandarización como lengua general -el proceso de establecer una modalidad
como capaz de satisfacer los requisitos de la comunicación intercultural-,
tiene en la escritura un aspecto esencial de legitimidad”.
El “Poema Integral”
tuvo, según esta apreciación, que buscar su legitimidad de manera beligerante,
-beligerancia que nace de la misma sociedad peruana, como veremos adelante en
el texto de Álvarez-. Este es un punto que ha provocado la malinterpretación.
Sin ir muy lejos, anoche, en la presentación del libro de crónicas de Cesáreo
Martínez, uno de los presentadores, el periodista Manuel Jesús Orbegozo, intento
descalificar a HZ porque, según él, la idea inicial del grupo de cambiar la
estupidez social reinante, no había revertido el hecho de que, 30 años después,
la misma estupidez se apreciara hoy en los talk-shows. A mí me
llamó poderosamente la atención que un comunicador tan prestigiado, que ha
entrevistado numerosas veces a escritores de la talla de Hemingway, a sus
venerables 70 años no se dé cuenta aún que la poesía nunca ha cambiado el
mundo. Y que, en cuanto a cambiar la estupidez de los talk- shows,
la pregunta tiene mayor eficacia si la traslada al gobierno, de cuyo diario
oficial él es hoy su director. Sería magnífico que en vez de malbaratar páginas
ponderando las indemostrables virtudes de una antidemocrática y abusiva
re-reelección, El Peruano se propusiese una campaña de higiene mental de los
medios de comunicación. Eso por lo menos quitaría un poco de la sombra que le
cae hoy al viejo maestro del periodismo.
Pero volviendo a lo
nuestro: en HZ hubo, a partir del Poema Integral”, diversas opciones poéticas:
las ya conocidas, de la llamada “épica urbana”, en Pimentel, Ramírez Ruiz y
Verástegui, y ahora último un estupendo libro, de tiraje artesanal, de José
Cerna: “Ruda” (1998), poema escrito en un microbús entre el puente Santa Rosa y San Juan de Lurigancho; otra que, aplicando el discurso narrativo, tenía de
escenario más bien las provincias. En esa tarea estuvieron empeñados Jorge
Nájar (Pucallpa), Ángel Garrido y César Gamarra (Cerro de Pasco), Mario Luna
(Chimbote), Sergio Castillo y el que esto escribe (Huancayo), Bernardo Álvarez
(Áncash), entre muchos otros. A mí no me cabe la menor duda que está tendencia
ha sido la más rica porque liquida toda una poética provinciana que se había
congelado en una modernidad válida para los años 30, pero disfuncional hacia
fines del siglo: la del indigenismo con aplicaciones vanguardistas y
surrealistas, que, salvo el gran Churata, no perseguía esa integralidad tan
reclamada por los escritores más lúcidos de este siglo, sino la legitimación de
un espacio sociocultural parcial. Esa es para mí su más lamentable limitación
porque la idealización rural divorciaba la prédica de “Perú Integral”.
Hay otras dos
opciones en HZ, que son poco conocidas: una barroca que, a la manera del
maestro Lezama Lima o de Carlos Germán Belli, intentó un equilibrio entre la
palabra prestigiada y la popular; a esa vertiente pertenecen Ricardo Oré, Eloy
Jáuregui y el primer libro de Yulino Dávila; y una última, la que yo he dado en
llamar “la poesía del escenario globalizado”, que aplica la misma
técnica del “Poema Integral” pero está escrita fuera del país: Rubén Urbizagástegui,
Elías Durand y Yulino Dávila de su segundo libro.
Lamentablemente,
hasta el momento HZ no ha podido publicar su antología, que modificaría por lo
menos en parte esas percepciones antojadizas, ya que no tratamos tampoco de
convencer a nadie de nuestras virtudes poéticas. La poesía, como se sabe, es
una cuestión de empatía y de filiación: hay quienes prefieren a Westphalen,
Martín Adan, Eielson, Hinostroza, Cisneros, Montalbetti, Chirinos, más que a
Vallejo y HZ. Esta preferencia es la más común y la de más larga tradición en
la poesía peruana, que aspira al discurso cosmopolita, erudito y
trascendentalista. Por supuesto, sería difícil convencer a esta poética que
nosotros no pasamos de ser “poetas gritones”. Como a nosotros nos es difícil aceptar
que un poeta se dé el lujo de escribir para encontrar detrás de la palabra el
silencio místico, revelador, en un país en el que el silencio es precisamente
la mejor metáfora de la in-significancia social, de la mudez masificada y que
desde la privación de la voz explica las hondas diferencias que cada cierto
tiempo se convierten en trágicas.
De cualquier modo,
esta rápida precisión nos bastará para entrar de lleno al segundo libro de
Álvarez, quien publica luego de 25 años a de la aparición de “Aproximaciones &
conversaciones” (1974).
Así, en ese orden de
bizarras transformaciones sucesivas, acumulativas, castigado y castigador son
uno mismo. Nos instalamos pues en un mundo deconstruido, múltiple,
vertiginoso: ninguna referencia exterior puede hacernos suponer que el sufridor
de la rigores históricos tiene alguna relación implícita con ella: el mundo no
se ha invertido simétricamente, como en el Pachacuti andino (que el arriba sea
abajo y viceversa), sino que se ha promiscuido, es una emanación (un
excremento) de representaciones del mismo nivel: seres humanos, insectos, escenarios
se han convertido en uno solo mostrando en esa unidad los fragmentos de su
origen inicial.
Veremos una
traslación temporal de esta naturaleza en otro poema menos ambicioso, pero no
menos enigmático, “Ukiyo-e”, en el que Álvarez cita cuatro fechas, entre
julio y octubre, como si lo hubiera escrito por arranques más o menos azarosos,
como si el poema fuese una agenda o un diario de sus impulsos sensitivos: “julio
28 (…) luciérnaga hembra: incendias la / historia de árboles negros, / sin
sonido la noche-lluvia se agua sucia / desciende sobre el asfalto. (…) Agosto
14 (…) la ciudad también se cansa / de mis zapatos (…) 13 de setiembre (estación
grotesca adherida a mi frente) / (…) Octubre 7y: de la sal a la transparencia (-rama
breve, la flor del naranjo te sacude”. Pero aquí, aunque el caos se funda en un
desplazamiento, a diferencia del poema K, el final es positivo.
Creo que a partir de
esta aproximación, por cierto que muy superficial frente a un libro esquivo,
inasible, podemos intentar capturar parte de lo que ha pretendido Álvarez: la
puesta en escena de un cuerpo sometido a las pulsiones sociohistóricas, en su
contacto con el exterior (político o físico). Esta poética del cuerpo (del bajo
cuerpo, de las vilezas del cuerpo, sería mejor decir) no es nueva, pero es
moderna, y tiene como referentes claves a Antonin Artaud y a César Vallejo: la
reducción del mundo al universo de una personal fisiología que colisiona abiertamente
con la estética noble dominante: la que instaura el sentido de la belleza
corporal y moral (la inteligencia y el corazón); a su vez es el discurso
individual (microdiscurso) que se opone al discurso del poder (el macrodiscurso),
en el que la historia no pasa por la memoria individual, sino por la
representación histórica de lo colectivo que encarna precisamente el poder: “encontré
que la ulceración luética alienta la /
caridad y la náusea en el cáliz ortigoso del poder” (Gagraina).
Cada una de estas
evacuaciones corporales debe leerse como una transformación, y en esta
condición como una escritura. El moco, por ejemplo, “sube y baja y vuelva a
bajar / formando un beso en los labios del infante” (Gagraina); el fuego de los
dioses bulle en las erupciones cutáneas del adolescente, en contraste a las “cañerías
de la urbe”, por donde “navega un odio salitroso e impenitente”. En este poema
también la traslación temporal (desde la niñez a la adultez) es la estructura
que sostiene el texto: los amantes son el ideal del pantano, la humedad
succionadora, “anfibia emoción / de la lujuria: un nudo en la humedad mag /
nética de los genitales”, pero en los testículos no bulle el fuego de los
dioses, sino el pus. El mediodía humano es “hediondo / e indigesto, cómplice
del apetito inútil”. Al impulso de la violencia todo se ha descontextualizado,
el Homero moderno canta “el crimen lírico” que “traiciona el / sosiego del
policía infeliz” y el perro de Ulises, Argos, lame “la épica ternura” del
dinamitazo apocalíptico. Interesa ese movimiento sin referentes del moco que
sube y baja, independientemente del niño que lo expulsa de su cuerpo: ha
cobrado vida propia al ser expulsado, se ha gangrenado con el contacto exterior
y entonces exige “la amputación del itinerario”, es decir la fracturación de
esa temporalidad que recorre el texto del niño al hombre. Esa trayección del
fluido envolvente, que al comienzo del poema forma “un beso en los labios del
infante”, es al final “la canción rugosa y salobre del amor”.
Mocos, pedos, semen:
el yo que se manifiesta a través de una escritura violentada en una ciudad
cubierta de estiércol. Y, sin embargo, no hay más poética que la evacuación. El
arte de la poesía es el arte de la pudrición. Sin futuro, Noé construye un arca
de estera y palos donde conviven perros, ratas, cucarachas y pulgas con
coliformes fecales, donde aún la voz (otra evacuación) es un fruto seco y el
diluvio los esfínteres descontrolados. El ocho echado del infinito, la aspiración
del “todo y la nada”, la voluntad de trascendencia, son hojas sin razón de ser.
Todo el libro de
Álvarez está sobrecogido por esta crispación con una atmósfera irrespirable que
en ningún momento renuncia a ordenar sus referentes textuales para podernos
ubicar. El cuerpo es una “máquina salvaje”, según la definición de Félix
Guatari y Gilles Deleuze, que fabrica su hediondez, su estética y su entorno.
El poeta fabricante de palabras que son simultáneamente vida y pecado. Ya no
hay una palabra redentora, catártica: la que segrega ese cuerpo es “omnívora
alimentándose como caníbal”.
Entre el Martín Adán
de “poesía se está callada… escuchando su propia voz”, y esta otra, omnivoraz
de su propia sustancia, ha ocurrido por el Perú tantas transformaciones que
sería interesante analizar con instrumentos sicoanalíticos y sociológicos que
ahora no cuento. Hoy me ha tocado solo presentar esta cantar escabroso, en el
que “Dispersión de cuervos”, como consta en la contratapa del libro, “tal vez
alude a la hora del Perú en que se aparece al cuadro de Van Gogh donde negras
parvadas presagiosas revuelan sobre en campo de trigo. “Cuervos, trigales: el
escenario ideal de Álvarez que transcribe el espacio rural con sentido renovado”.
Estos espacios que hasta los 50 eran todavía símbolos de la apacible vida
provinciana se ven empujados a su aspersión/dispersión, a buscar un eje
articulador, después del viento furioso de los 80 y la diáspora campo/ciudad
desdibujada aún.
No es que Álvarez sea un pesimista, en el último poema incluso arriesga una suerte de manifiesto horazeriano, “los poetas viven más allá de sus pasos”, pero, como creo muchos peruanos de hoy, se muestra incapaz de arriesgar un pronóstico, viviendo como vive una etapa que siente despojadora de su ser, de su intimidad, que le expropia sus signos. A mí me da la impresión que esta constancia de ser un cuerpo casi autista, solo consciente de su fabricación de flujos, con los que construye su significación de mundo, es el punto más crítico en que se encuentra el país, en ese punto 0 en el que todo es posible. Parafraseando a Barthes diríamos que las referencias de esta poética no se hallan al nivel de la historia, sino de una biología que transmite balbuceos, fracturas semánticas, neologismos y fragmentaciones de la unidad como respuesta a una etapa de transición, una edad que el poeta define como “del chaco (la casa de vicuñas) o el holocausto, elige tú”. Por increíble que parezca, en el Perú esta sintomatología poética, para decirlo como una enfermedad, tan cara a Vallejo, desde los años 20, en que escribió Trilce, y más tarde “El pez de oro”, de Churata, hasta hoy, la poesía más intensa se cubren estos coágulos que no se traducen en un discurso sano, equilibrado, solar. Es imposible, por lo demás, pedirle a un poeta un discurso de esta naturaleza. La hibridez es de algún modo la respuesta a esa cultura acumulativa de múltiples procesos de modernidad que parecen apisonarse como capas geológicas, todas actuando aún con alguna dinámica, de allí el latente y cíclico y sísmico conflicto que alcanzo en los 80 niveles de conflagración jamás vividas en casi 200 años de era republicana. Su desajuste expresivo es su incapacidad de mirarse como una continuidad en una trayectoria definida. No hay un atrás hacia adelante ni largo plazo. La historia, de mitos y ritos, pertenece al poder, antes que a una memoria afianzada en la colectividad. En alguno de sus poemas, Álvarez expresa: “alguien / me dijo que el horizonte es una cuerda atada a dos caballos que galopan en sentidos opuestos”, es decir el futuro, “El futuro garabateado y sin eje”, se le antoja como el suplicio de Túpac Amaru, o también como dos cuerpos que no se reconocen en un solo escenario. Su fractura significa entonces una fractura de ese destino bipolar del país que no ha traído más que tragedia y miseria. Es esta edad, en que, como Vallejo, estamos naciendo de nuestro propio cuerpo, un poeta genuino no puede más que responder con las pulsiones de su propio ser. Me parece que Álvarez lo ha logrado transmitiéndonos en “Dispersión de cuervos· uno de los más descarnados ejemplos de la poética horazeriana.
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Tulio Mora. El 26 de mayo de 1999 (Presentación de mi librito Dispersión de cuervos, en el Instituto Raúl Porras Barrenechea)