Circuló, hace poco esta pregunta: ¿fue un triunfo boliviano lo decidido por la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en el sentido de declararse competente respecto de la demanda de salida al mar? Estos fueron mis comentarios en el Facebook:
Ver donde otros no ven, o no quieren ver, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente; así de simple. Ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras y también la ojeriza. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros y objetivos. Ser decentes y sinceros. Justos. No esperar el aplauso fácil. Buscar la verdad. Respetar.
lunes, 28 de septiembre de 2015
DEMANDA BOLIVIANA (CONTRA CHILE) EN LA CORTE DE LA HAYA. Mis comentarios en Facebook
Circuló, hace poco esta pregunta: ¿fue un triunfo boliviano lo decidido por la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en el sentido de declararse competente respecto de la demanda de salida al mar? Estos fueron mis comentarios en el Facebook:
miércoles, 9 de septiembre de 2015
HISTORIA DE UN ECLIPSE*
–Cuando ocurre un eclipse de Sol –dijo notoriamente fastidiado el
profesor-, el día se oscurece por completo. Y lo que este tonto nos está
anunciando, no es más que una sandez.
Aquel era un día tranquilo, como suelen serlo en  todos los pueblos
de la sierra, a menos que fueran alterados por noticias de alguna muerte entre
los vecinos o por la llegada de foráneos trashumantes que por determinado
aditamento en el vestir recibían el trato de “doctor” o “ingeniero”, no
pasando, en realidad, de ser simples y honrados “shilicos” vendedores de
anilinas y peinetas, o truhanes embaucadores de doncellas.
Las informaciones periodísticas nunca llegaban a tiempo. “El Comercio”,
único diario allí conocido, del que era suscriptor uno de los más acomodados
comerciantes del pueblo, era traído, con todas las contingencias presumibles,
por el servicio de correos –proverbialmente moroso- en remesas quincenales,
empleando ómnibus primero, luego ferrocarril y en el tramo final, lomo de
bestia. No resultó tardía, sin embargo, la noticia que anunciaba el eclipse
solar que, justamente, iba a sobrevenir ese día.
Según precisaba el periódico, que en tardes de tertulia leía con avidez
un minúsculo grupo de personas en la bodega de don Pancho, el fenómeno sería
observado y estudiado, con el uso de modernos instrumentos de aproximación, por
un astrónomo apellidado Yamamoto, venido especialmente de Japón. Salvo los
referidos habitúes vespertinos de la bodega, más uno que otro maestro de
escuela y don Manuel Jesús, lector voraz y periodista autodidacta, nadie
aparentaba interesarse en la noticia.
Sin embargo, un imberbe estudiante de primaria, de tez y cabellos
claros, resultó ser el más obsesionado por el acontecimiento que se avecinaba.
Con algunos días de anticipación se apuró en plantearle a su padre todas las
interrogantes sugeridas por su curiosidad. Las ilustrativas respuestas d don
Manuel Jesús, le proporcionaron la base conceptual para acometer con “rigor” la
apasionante experiencia de ser testigo de un –hasta entonces- enigmático
fenómeno estelar.
Llegado el día, y sin proponérselo, este muchacho se convirtió en líder
de un grupo de chiquillos a los que, tras una breve pero puntual explicación,
logró persuadir de que, alrededor suyo, se reunieran con sendos pedazos de
vidrio ahumado en la plaza principal. El resto de la población vivía su rutina.
Los hombres removían con arado las tierras de cultivo o montaban a caballo y
recorrían los caminos enamorando a las muchachas; las  mujeres cocinaban,
tejían chompas o lavaban ropa junto a una acequia.
En los centros educativos, de varones y de  niñas, profesores y
alumnos se enfrascaban en sus lecciones: historia peruana, lenguaje, cálculo, o
tal vez “el niño y la salud”. Solo aquel grupo de púberes “vaqueros”,
organizados ocasionalmente en una suerte de logia, prestaba –abstraídos todos-
atención a lo que se aproximaba en el cielo.
Llegado el momento, como una suerte de Rodrigo de Triana el líder
exclamó jubiloso: “¡El eclipse ha comenzado!”. La alegría fue total en el clan.
Y mientras las miradas convergían en el mismo punto, pensó en sus compañeros y
en su maestro de aula, y resolvió ir a buscarlos. A trancadas se encaminó por
una calle irregularmente empedrada, llevando la “gran noticia” que
probablemente –pensó- le significaría una disculpa por la inasistencia y acaso
unos puntos más en la calificación bimestral.
El profesor, un hombre con gran sensibilidad artística, era admirado en
el pueblo por su amplia cultura y porque, a diferencia de otros, procuraba
siempre estimular en todos –particularmente en sus discípulos- el interés por
el pasado prehispánico.
Olvidándose por un instante de las reglas de urbanidad aprendidas en el
Manual de Carreño, atropelladamente el muchacho se ubicó en la puerta del aula
y, acezante, comunicó la nueva. No presagió la desproporcionada respuesta de su
culto maestro ni la general carcajada provocada en los alumnos, que creyeron
que el muchacho estaba quedando en ridículo. Si hubiera adivinado lo que iba a
pasar, probablemente habría podido admitir la conveniencia egoísta de
reservarse el gozo de la verdad y evitar que llegara a convertirse en desazón.
Pero no, él tenía el convencimiento de que esa verdad había que compartirla sin
reservas.
–Tiene razón, maestro –retrucó enfático y rotundo-, pero la oscuridad
solo dura unos minutos. Compruébelo usted mismo: el eclipse ya ha comenzado.
Ante el aplomo de la réplica, el maestro consideró impropio rechazar el
fragmento de vidrio que el adolescente le ofrecía con diligencia.
Una palmeta pérfidamente horadada descansaba en acecho sobre el pupitre.
En escenarios diversos, las aves de corral como las del campo,
alborotadas buscaban conciliar un sueño inoportuno  ante lo que intuían
era la noche que se precipitaba.
Aún con  muestras de enfado, el docente levantó la mirada al Sol.
El espectáculo –tal vez el primero de esa  naturaleza que veía en su vida-
lo dejó absorto. Creyó tener, entonces, la  certeza de que el almanaque
Bristol solo era un anodino folleto anunciante de “Agua Florida” y “Tricófero
de Barry”.
El eclipse, en efecto, había comenzado. Una sombra, casi imperceptible
al principio, iba cubriendo allá arriba el disco dorado y ardiente para luego,
con la  misma progresión, dar paso al retorno de la claridad. Resguardado
por un ineficaz disimulo, el profesor no tuvo más remedio que aceptar que en
sus fueros íntimos algo similar –un “eclipse intelectual”- acontecía en ese
momento; y tuvo que reconocer que la lucidez que pareció haberse escamoteado
súbitamente por el influjo de una poco habitual intolerancia, le había sido
devuelta gracias a uno de sus alumnos, el más inquieto y travieso de la clase
(aquel que, por lo demás, justamente ese día había preferido faltar al
colegio).
La hilaridad infantil halló nuevo estímulo pero, por cierto, esta vez
tuvo que ser voluntariamente contenida, para evitar que aquella palmeta
pérfidamente horadada pudiera ser usada, como todos temían.
20 de junio del 2001
© Bernardo Rafael Álvarez
* Esta historia no es ficción. Ocurrió en
un lejano día de los años 30, en un pueblito de la sierra de Pallasca, Ancash.
Su protagonista, Félix Álvarez Brun, andando el tiempo llegó a ser abogado,
historiador, embajador en el servicio diplomático y catedrático en San Marcos;
fue distinguido con el Premio Nacional de Cultura y con las Palmas
Magisteriales en el Grado el grado de Amauta.
martes, 8 de septiembre de 2015
PARA TRUSHCALEAR LAS PENAS*
 Hace algunos años
logré, por fin, encontrar un libro suyo del que me habían hablado maravillas.
¿Será cierta tanta belleza?, me preguntaba y no dejaba de buscar el libro de
marras. No conocía personalmente a su autor, pero sabía algo –bastante, en
realidad- de él. Les cuento. Cuando cursaba el primero o segundo de secundaria,
estando en el estadio (“campo” lo llamábamos) de mi pueblo, Pallasca, el joven profesor
que en aquella oportunidad nos instruía en el curso de “Educación Física”,
durante un descanso nos habló acerca de él. Se trataba, nos contó, de un joven
profesional conchucano, hijo de don Meshito, que trabajaba en una empresa
importante en Venezuela (si mal no recuerdo, dedicada al petróleo); creo que
todos los púberes que muy atentos escuchábamos a don Segundo Sánchez (a la
sazón profesor en el colegio “agropecuario” de Pallasca y yerno del inolvidable
don Alfredo Machado), asumimos las referencias que él hacía, como una suerte de
lección y estímulo (creíamos estar seguros de que quería decirnos “sigan su
ejemplo”). Una de las cosas que más me impactó fue aquello referido a un amor
digamos invasivo y medio perverso con el que tuvo que lidiar nuestro personaje.
Una bella damisela venezolana de la que se había enamorado y con la cual estuvo
a punto de casarse, le propuso una condición que, de plano, fue rechazada
irrevocablemente: “Si quieres vivir conmigo, te olvidas de tu sierra peruana y
de tu familia”. Cuando el profesor Sánchez nos habló de aquella oprobiosa
exigencia, inmediatamente imaginé la respuesta que pudo haber encontrado la
atrevida damisela; sin duda, pensé, tuvo que haber estado presente en la réplica
un imprescindible carajo. Quizás, en realidad, se impusieron los buenos
modales, la diplomacia; pero la verdad es que –porque tenía que acabar- esa
relación terminó, y terminó para bien. No faltaba más: al hijo de don Mesho
nadie podía hacerle que se olvide de su sierra peruana y mucho menos de su
familia. Y yo, muchos años después, tampoco pude olvidarme del libro de que me
habían hablado. Un mes de marzo, en casa de un tío mío llegué a conocer
personalmente a su autor y, claro, le hablé de mi búsqueda; él me ofreció
alcanzarme el libro cuando fuera posible y me dio un número telefónico. Pero
todo quedó allí; como siempre ocurre en Lima, los desencuentros se impusieron.
Sin embargo, como dije al principio, el libro finalmente, llegó a mis manos,
pero no me pregunten cómo lo conseguí, porque eso ya no importa ahora; lo que
importa es que, efectivamente, al leerlo y releerlo comprobé que tenían razón
quienes hablaban bien de él. Su título: La última flor de primavera. Un
libro fiel a la vocación de su autor; es decir, insobornable en la memoria o,
mejor dicho, en el no olvido… en el amoroso recuerdo; pero –gracias a Dios y al
buen humor de quien lo escribió- no dominado por la nostalgia y, más aún, libre
de la melancolía (o bilis negra, que es como la llamaban los griegos). Y, bueno
pues, ese amoroso recuerdo es lo que envuelve (y es su esencia) a un nuevo
libro –el que aquí se ofrece-, del que quiero hablar ahora: Paulita,
que es, diría, casi una crónica y casi una novela (es decir, realidad y ficción
magistralmente confundidas). El autor de estos dos libros: Alfonso Aguilar, el
querido Fonsho, hijo de don Mesho, naturalmente. Apenas comencé a leerlo, me di
cuenta de que mucho de La última flor de primavera había
también en Paulita: memoria amorosa y buen humor. Pero, también, mucho de
nuestra sierra pallasquina. Debido a ello es que, de entrada, me hice una
pregunta cuya respuesta surgió espontánea: ¿Busca usted un escritor que
reproduzca de un modo digamos fidedigno el pasado doméstico, familiar, íntimo,
de la vida pallasquina, y sobre todo su habla? No busque más: de Pallasca salió
don Manuel Torres y de Conchucos vino Alfonso Aguilar. Si no me creen, vean
esto que, con palabras conchucanas y pallasquinas, escribió Alfonso, respecto
de los lamentos y rabias causados por algún difunto: “… una mujer joven y buenamoza,
quien, a la muerte de su marido, lloraba (con su respectiva tonada): cholo adefesio y jediondo, te moriste a destiempo, te hubieras muerto
cuando el compadre Damián estaba soltero, pero aura qué pu!” (Celina, la
hilandera). ¿Se acuerdan de los llantos femeninos con que eran despedidos los muertitos, en nuestros pueblos? Lean
esto y sonrían: “En la noche fue al velorio a ver a su prima, quien lloraba
recurriendo a su propia música, y muy ceremoniosamente, expresó sus
condolencias: primita querida, en nombre mío y de mi mamita te acompaño en
tus sentimientos, no te acompaño a llorar porque no sé la tonada”; o esto
otro y desterníllense de risa: “Y en
medio de su enorme pesar lloraba cantando: Ayayay
mi chiroquito, ti fuiste pero quedaron tus instrumentitos que no mi dejarán
olvidarti, porqui miro pa’quel lao, caja templao, riparo pa'estiotro lao,
cuerda estirao, volteyo pa'otro lao, guaytana colgao, veyo pa'este lao, flauta
parao... ¡Ay mi Metiyas!.. ¡Ay mi Metiyas!” (Ibid.). Humor limpio, de
pueblo, sin malicia, que transforma el dolor en estímulo y esperanza. Alfonso
–quién no lo conoce-, como algunos de los personajes que aparecen en su libro,
y como era don Mesho, es un conchucano con la broma a flor de piel. Y lo que
cuenta en sus libros es, en realidad, parte de su autobiografía y, como ya lo
dije, también es la reproducción del pasado conchucano y pallasquino que le
tocó vivir. Paulita comienza con una historia que precisamente da el título
al volumen y se desarrolla fundamentalmente en Caracas. Se trata, me atrevo a
caracterizarla, de una suerte de lección de bondad: Un peruano en Venezuela que
(“sin poder explicar las razones que tuve para ayudarla”) se convierte en algo
así como el Ángel de la Guarda para una niña a quien no conoce, extraviada en
una ciudad a la que llegó a parar, sin saberlo, desde un pueblo remoto de los
andes peruanos. Pero el libro es mucho más que eso. Mi padre, el maestro Rafa,
entre muchas anécdotas surgidas de la vida pallasquina, me contaba una en la
que el protagonista era un cura que cobraba por “misas de honras fúnebres” en
las que –muy sinvergüenza- ni siquiera mencionaba el nombre del difunto.
Imaginativos, cómo no, los pobladores le asignaron un apodo que, sin mayor
esfuerzo, surgió del propio apellido del medio impío religioso: “Águila galga”
le decían, y se apellidaba Aguinagalde. Y Alfonso lo recuerda también: “pregunté a mi
hermano, recordando al cura Aguinagalde que cobraba sólo por decir al enfermo
que tomara una pastilla de mejoral, por lo que se ganó el apodo de Águila galga”
(Pancho), es decir: goloso, insaciable, de apetito voraz. ¿Quién, en nuestra
provincia no ha comido moras y purpuros? Alfonso también, y más: “…comíamos moras y purpuros; buscábamos en el interior de los tallos secos  de chayanco
y de aproj, la miel que dejaban unas
pequeñas avispas; hicimos rosarios en los que los dieces eran rucuchos, para los misterios usamos ampurcos y la cruz la fabricamos con
palitos de pichana; en las orillas de las acequias cogíamos chullco para pushquiar, acto que consistía en masticar, sin fruncir el ceño, esa
planta sumamente ácida.” (La pequeña lavandera). Paulita es, pues, una
confirmación sólida de que nadie podía quitarle a Alfonso Aguilar su derecho a
recordar, y a estimular la memoria nuestra. Es, también, un alegato a favor de
los buenos sentimientos. Veamos esto, que es una muestra de nobleza: “Mario Vidal Emé (esposo de  la no
menos querida tía Anita Acorda), quien con su actitud noble y generosa supo
estar al lado de la familia en sus momentos más aciagos, se adueñó para
siempre, de nuestra infinita gratitud” (Goyita); y esto, en que aparece siempre
presente el hermano que ya no está: “—Yo tengo sólo a mi hermano William, nos
queremos mucho, le extraño y quiero verlo —dije.” (A mi catedral le falta un
dios). Pero es, además y sobre todo, una obra literaria. La fluidez y
naturalidad de su escritura le otorga la conveniente dosis de calidad que nadie
puede negar, y leerla es –créanmelo- una de las experiencias más gratificantes
y nutricias que uno puede vivir. Y, ¿saben una cosa?, nos hace sentir, con
justicia, orgullosos de ser serranos, de ser pallasquinos, descendientes de
aquella noble y aguerrida raza andina: los Conchucos. Y yo, lo confieso, me
siento satisfecho por haber logrado tener en mis manos y conservar hoy en mi
biblioteca el primer libro de Alfonso, y desempeñar, ahora, como un privilegio
inmerecido y desproporcionado, el papel de testigo y portacirios, no en la
extremaunción (como escribió don Luis Alberto Sánchez en el prólogo al libro primigenio
de Martín Adán, La casa de cartón),
sino en la ceremonia bautismal de Paulita, el nuevo libro de mi
pariente y paisano. Un libro escrito contra la tristeza, lo que lo convierte (y
lo digo con un verbo conchucano que probablemente tiene su origen en la lengua culli, y significa ahuyentar) en la
mejor arma o herramienta para trushcalear
las penas.
Hace algunos años
logré, por fin, encontrar un libro suyo del que me habían hablado maravillas.
¿Será cierta tanta belleza?, me preguntaba y no dejaba de buscar el libro de
marras. No conocía personalmente a su autor, pero sabía algo –bastante, en
realidad- de él. Les cuento. Cuando cursaba el primero o segundo de secundaria,
estando en el estadio (“campo” lo llamábamos) de mi pueblo, Pallasca, el joven profesor
que en aquella oportunidad nos instruía en el curso de “Educación Física”,
durante un descanso nos habló acerca de él. Se trataba, nos contó, de un joven
profesional conchucano, hijo de don Meshito, que trabajaba en una empresa
importante en Venezuela (si mal no recuerdo, dedicada al petróleo); creo que
todos los púberes que muy atentos escuchábamos a don Segundo Sánchez (a la
sazón profesor en el colegio “agropecuario” de Pallasca y yerno del inolvidable
don Alfredo Machado), asumimos las referencias que él hacía, como una suerte de
lección y estímulo (creíamos estar seguros de que quería decirnos “sigan su
ejemplo”). Una de las cosas que más me impactó fue aquello referido a un amor
digamos invasivo y medio perverso con el que tuvo que lidiar nuestro personaje.
Una bella damisela venezolana de la que se había enamorado y con la cual estuvo
a punto de casarse, le propuso una condición que, de plano, fue rechazada
irrevocablemente: “Si quieres vivir conmigo, te olvidas de tu sierra peruana y
de tu familia”. Cuando el profesor Sánchez nos habló de aquella oprobiosa
exigencia, inmediatamente imaginé la respuesta que pudo haber encontrado la
atrevida damisela; sin duda, pensé, tuvo que haber estado presente en la réplica
un imprescindible carajo. Quizás, en realidad, se impusieron los buenos
modales, la diplomacia; pero la verdad es que –porque tenía que acabar- esa
relación terminó, y terminó para bien. No faltaba más: al hijo de don Mesho
nadie podía hacerle que se olvide de su sierra peruana y mucho menos de su
familia. Y yo, muchos años después, tampoco pude olvidarme del libro de que me
habían hablado. Un mes de marzo, en casa de un tío mío llegué a conocer
personalmente a su autor y, claro, le hablé de mi búsqueda; él me ofreció
alcanzarme el libro cuando fuera posible y me dio un número telefónico. Pero
todo quedó allí; como siempre ocurre en Lima, los desencuentros se impusieron.
Sin embargo, como dije al principio, el libro finalmente, llegó a mis manos,
pero no me pregunten cómo lo conseguí, porque eso ya no importa ahora; lo que
importa es que, efectivamente, al leerlo y releerlo comprobé que tenían razón
quienes hablaban bien de él. Su título: La última flor de primavera. Un
libro fiel a la vocación de su autor; es decir, insobornable en la memoria o,
mejor dicho, en el no olvido… en el amoroso recuerdo; pero –gracias a Dios y al
buen humor de quien lo escribió- no dominado por la nostalgia y, más aún, libre
de la melancolía (o bilis negra, que es como la llamaban los griegos). Y, bueno
pues, ese amoroso recuerdo es lo que envuelve (y es su esencia) a un nuevo
libro –el que aquí se ofrece-, del que quiero hablar ahora: Paulita,
que es, diría, casi una crónica y casi una novela (es decir, realidad y ficción
magistralmente confundidas). El autor de estos dos libros: Alfonso Aguilar, el
querido Fonsho, hijo de don Mesho, naturalmente. Apenas comencé a leerlo, me di
cuenta de que mucho de La última flor de primavera había
también en Paulita: memoria amorosa y buen humor. Pero, también, mucho de
nuestra sierra pallasquina. Debido a ello es que, de entrada, me hice una
pregunta cuya respuesta surgió espontánea: ¿Busca usted un escritor que
reproduzca de un modo digamos fidedigno el pasado doméstico, familiar, íntimo,
de la vida pallasquina, y sobre todo su habla? No busque más: de Pallasca salió
don Manuel Torres y de Conchucos vino Alfonso Aguilar. Si no me creen, vean
esto que, con palabras conchucanas y pallasquinas, escribió Alfonso, respecto
de los lamentos y rabias causados por algún difunto: “… una mujer joven y buenamoza,
quien, a la muerte de su marido, lloraba (con su respectiva tonada): cholo adefesio y jediondo, te moriste a destiempo, te hubieras muerto
cuando el compadre Damián estaba soltero, pero aura qué pu!” (Celina, la
hilandera). ¿Se acuerdan de los llantos femeninos con que eran despedidos los muertitos, en nuestros pueblos? Lean
esto y sonrían: “En la noche fue al velorio a ver a su prima, quien lloraba
recurriendo a su propia música, y muy ceremoniosamente, expresó sus
condolencias: primita querida, en nombre mío y de mi mamita te acompaño en
tus sentimientos, no te acompaño a llorar porque no sé la tonada”; o esto
otro y desterníllense de risa: “Y en
medio de su enorme pesar lloraba cantando: Ayayay
mi chiroquito, ti fuiste pero quedaron tus instrumentitos que no mi dejarán
olvidarti, porqui miro pa’quel lao, caja templao, riparo pa'estiotro lao,
cuerda estirao, volteyo pa'otro lao, guaytana colgao, veyo pa'este lao, flauta
parao... ¡Ay mi Metiyas!.. ¡Ay mi Metiyas!” (Ibid.). Humor limpio, de
pueblo, sin malicia, que transforma el dolor en estímulo y esperanza. Alfonso
–quién no lo conoce-, como algunos de los personajes que aparecen en su libro,
y como era don Mesho, es un conchucano con la broma a flor de piel. Y lo que
cuenta en sus libros es, en realidad, parte de su autobiografía y, como ya lo
dije, también es la reproducción del pasado conchucano y pallasquino que le
tocó vivir. Paulita comienza con una historia que precisamente da el título
al volumen y se desarrolla fundamentalmente en Caracas. Se trata, me atrevo a
caracterizarla, de una suerte de lección de bondad: Un peruano en Venezuela que
(“sin poder explicar las razones que tuve para ayudarla”) se convierte en algo
así como el Ángel de la Guarda para una niña a quien no conoce, extraviada en
una ciudad a la que llegó a parar, sin saberlo, desde un pueblo remoto de los
andes peruanos. Pero el libro es mucho más que eso. Mi padre, el maestro Rafa,
entre muchas anécdotas surgidas de la vida pallasquina, me contaba una en la
que el protagonista era un cura que cobraba por “misas de honras fúnebres” en
las que –muy sinvergüenza- ni siquiera mencionaba el nombre del difunto.
Imaginativos, cómo no, los pobladores le asignaron un apodo que, sin mayor
esfuerzo, surgió del propio apellido del medio impío religioso: “Águila galga”
le decían, y se apellidaba Aguinagalde. Y Alfonso lo recuerda también: “pregunté a mi
hermano, recordando al cura Aguinagalde que cobraba sólo por decir al enfermo
que tomara una pastilla de mejoral, por lo que se ganó el apodo de Águila galga”
(Pancho), es decir: goloso, insaciable, de apetito voraz. ¿Quién, en nuestra
provincia no ha comido moras y purpuros? Alfonso también, y más: “…comíamos moras y purpuros; buscábamos en el interior de los tallos secos  de chayanco
y de aproj, la miel que dejaban unas
pequeñas avispas; hicimos rosarios en los que los dieces eran rucuchos, para los misterios usamos ampurcos y la cruz la fabricamos con
palitos de pichana; en las orillas de las acequias cogíamos chullco para pushquiar, acto que consistía en masticar, sin fruncir el ceño, esa
planta sumamente ácida.” (La pequeña lavandera). Paulita es, pues, una
confirmación sólida de que nadie podía quitarle a Alfonso Aguilar su derecho a
recordar, y a estimular la memoria nuestra. Es, también, un alegato a favor de
los buenos sentimientos. Veamos esto, que es una muestra de nobleza: “Mario Vidal Emé (esposo de  la no
menos querida tía Anita Acorda), quien con su actitud noble y generosa supo
estar al lado de la familia en sus momentos más aciagos, se adueñó para
siempre, de nuestra infinita gratitud” (Goyita); y esto, en que aparece siempre
presente el hermano que ya no está: “—Yo tengo sólo a mi hermano William, nos
queremos mucho, le extraño y quiero verlo —dije.” (A mi catedral le falta un
dios). Pero es, además y sobre todo, una obra literaria. La fluidez y
naturalidad de su escritura le otorga la conveniente dosis de calidad que nadie
puede negar, y leerla es –créanmelo- una de las experiencias más gratificantes
y nutricias que uno puede vivir. Y, ¿saben una cosa?, nos hace sentir, con
justicia, orgullosos de ser serranos, de ser pallasquinos, descendientes de
aquella noble y aguerrida raza andina: los Conchucos. Y yo, lo confieso, me
siento satisfecho por haber logrado tener en mis manos y conservar hoy en mi
biblioteca el primer libro de Alfonso, y desempeñar, ahora, como un privilegio
inmerecido y desproporcionado, el papel de testigo y portacirios, no en la
extremaunción (como escribió don Luis Alberto Sánchez en el prólogo al libro primigenio
de Martín Adán, La casa de cartón),
sino en la ceremonia bautismal de Paulita, el nuevo libro de mi
pariente y paisano. Un libro escrito contra la tristeza, lo que lo convierte (y
lo digo con un verbo conchucano que probablemente tiene su origen en la lengua culli, y significa ahuyentar) en la
mejor arma o herramienta para trushcalear
las penas.domingo, 6 de septiembre de 2015
LA TETA ASUSTADA. Mi pobre y silvestre comentario*
aproxima a una flor (¿Hay conexión entre estos dos escenas?). En fin, ¿podríamos decir (esta es una pregunta tal vez osada) que La teta asustada se inscribe en lo que sería el cine del absurdo? (No estoy insinuando, por si acaso, que se trata de una película absurda ni mucho menos; solo quisiera entender si podemos encontrar cierta analogía con el teatro del absurdo, por ejemplo.)

 



