martes, 19 de agosto de 2025

¿«ENYUCAR A TODOS LOS DEMONIOS»? Unas atrevidas reflexiones acerca de dos vocablos coloquiales peruanos

Como, creo, es obvio, «enyucar» es un verbo derivado del sustantivo con que se nombra a la raíz tuberosa, de origen americano (o «índico»), conocida por todos y que, según aparece, textualmente, en el diccionario académico de 1739, es «muy parecida a nuestra batata» y de la cual, «en algunos parages de las Indias se sirven para hacer pan» (o, como dice el diccionario en español e inglés de John Minsheu, de 1617: «una raíz grande y blanca como un nabo, de la que los indios hacen su pan»); o sea, puntualmente, la yuca. En dos palabras, el verbo “enyucar” está formado por en- y yuca. Y, aunque no siempre es fácil determinar con precisión el sentido que tiene el prefijo o elemento compositivo «en-», creo que en este caso es razonable asumir que expresa la idea de interioridad («dentro de»), lo que nos lleva a esto que sería el innegable significado del verbo «enyucar»: «meter yuca» o, más precisamente, «meter la yuca» (como, de modo similar ocurre, por ejemplo, con «entronizar», «enterrar», «encajonar», «envainar», etc.).

¿Tiene, lo dicho (que está referido, específicamente, al aspecto etimológico y a la morfología de la palabra), relación con el sentido que se le da a la expresión coloquial peruana «enyucar» y también a «yuca», que está asociado, básicamente, a engañar o embaucar, en el primer caso, y a engaño y también cosa o asunto difícil, en el segundo? Sí, lo tiene; pero, claro, a esta respuesta le hace falta un desarrollo explicativo, y eso es lo que trataré de hacer en las líneas que siguen. 

Para comenzar, voy a decir algo que, por parecer medio absurdo, podría resultar desconcertante. En este caso, el significado fue anterior a la expresión de que hablamos, y su antigüedad se remonta a, por lo menos, cinco siglos. Sin embargo, originalmente, no tenía nada que ver con la idea de engañar y menos estaba familiarizado con cosa difícil; tenía, más bien, una connotación que era considerada obscena o grotesca y a la cual se aludía con un sustantivo que hoy, al menos en el Perú, no se emplea en el habla cotidiana, y se refería a un gesto, también de ese carácter, que ha sobrevivido hasta la actualidad. 

¿Cuándo entró en escena el nombre de la raíz tuberosa ya mencionada al principio y a la que, además de yuca, también se la conoce en algunos lugares como mandioca, tapioca, guacamote, etc. y su nombre científico es manihot esculenta? Desconozco cuándo, exactamente, ocurrió tal cosa, pero puedo asegurar que ya en el siglo XIX estaba presente. Quien nos da razón de lo que acabo de afirmar es -¡quién más podría ser, pues!- Juan de Arona, y lo hace a través de su Diccionario de Peruanismos (1883-1884) en el que describe, precisamente, el gesto obsceno al que he aludido. En lo que dice, textualmente, da a conocer una expresión que es muy parecida a la actual ("enyucar"): "Echarle una yuca a alguien es tender hacia él el brazo izquierdo, golpeándoselo en seguida por la parte de la sangría con la palma de la mano derecha, que es como echarlo noramala» («echar "noramala"» sería algo así como maldecir). 

Bien. Dije que la antigüedad del concepto y del gesto en mención no sería menor de cinco siglos. Efectivamente. Y quien registra la acepción, por primera vez en un diccionario, es el gramático español Antonio de Nebrija, en 1495. En forma lacónica pero puntualmente y de modo explícito, en latín, dice (lo transcribo tal como allí aparece): medius digitus. infamis digitus (o sea: dedo medio. dedo infame). El sustantivo correspondiente es este: Higa. ¿Y a qué se refiere, específicamente, con esa precisión semántica? Pues a lo que Covarrubias, en su diccionario de 1611, describe ilustrativamente (aunque se refiere al dedo pulgar y no, exactamente, al dedo medio, aludido por Nebrija) así: «una manera de menosprecio que hacemos cerrando el puño y mostrando el dedo pulgar por entre el dedo índice, y el medio…».  Lo señalado nos permite deducir que, desde hace varios siglos, el dedo medio (o el pulgar) mostrado groseramente a alguien –mientras los demás se doblaban haciendo puño– era conocido como dedo ofensivo y amenazante, es decir (empleando –traducido– el término usado por Nebrija, infame. 

El antiquísimo significado español de higa (que acabo de mencionar) es al cual aludí antes, en la explicación que insinué como «medio absurda»; y es este el que, desde hace algún tiempo, en nuestro medio, corresponde al uso coloquial que se le da al sustantivo yuca y al verbo enyucar. El que da cuenta de esto (digo, en referencia al verbo y al gesto) es (otra vez tengo que citarlo) Juan de Arona, y lo hace en el comentario mordaz que, a su manera, desarrolla con las siguientes palabras: «El hacerlo, y aun el decirlo, es tan ordinario y grosero, que no consignaríamos aquí la expresión si no tuviera un perfecto y castizo equivalente en español desde los tiempos más antiguos...»; y agrega, refiriéndose expresamente a ese perfecto y castizo equivalente en español (o sea, el sustantivo Higa), que, «aunque sea dicho de tan obsceno origen como nuestra yuca, se encuentra en los mejores escritores de España, como se ve por este pasaje de Santa Teresa: “—Y una higa para todos los demonios, que ellos me temerán a mí”» (caramba, qué lisurienta había resultado la santa, caracho😊),  y remata Arona así: «—Una yuca, habría dicho el escritor de por acá, sí a tanto se hubiera atrevido». Todo, hasta aquí, clarísimo. 

A pesar de que lo dicho (que está relacionado, estrictamente, con el ya descrito gesto obsceno o grotesco), no es gran ayuda para encontrar una vinculación clara, indubitable y, sobre todo, directa, entre el significado de higa y la idea de mentira o engaño, ni mucho menos con difícil o situación difícil, a pesar de ello, repito, creo que hay razones para asegurar que esa vinculación sí podemos encontrarla, justamente allí. Empero, debo precisar que esta vinculación no es directa; pero, aun así, nos da luces para poder arribar a buen puerto en esta tarea difícil y, al mismo tiempo, apasionante. (¡Ah, estos términos coloquiales –enyucar y yuca– convertidos en sinónimos de engañar y engaño y, también, de difícil o situación difícil! La arbitraria y traviesa creatividad popular, pues). Bueno, seguimos en la brega, amigos. 

¿Por qué, precisamente, se emplearon un verbo y un sustantivo relacionados con la tantas veces mentada raíz tuberosa que se originó en tierras americanas, y que –como hemos visto– antiguamente era un insumo básico para la preparación de panes, y hoy es un componente casi imprescindible en el potaje que conocemos como “Seco de cabrito”? En la lengua coloquial peruana (también en la de algunos otros países), se emplearon tales palabras, inicialmente, con una connotación obscena (expresada, en los hechos, con el gesto comentado por Juan de Arona) y, después, como sinónimo de engañar, engaño y difícil. El primer uso (el de la connotación obscena) se debió a que, por la forma alargada del tubérculo comestible, la caprichosa y atrevida imaginación popular se atrevió a compararlo con el pene, lo que, en buena cuenta, también ocurría  con la higa (el antecedente más remoto de lo que actualmente se hace), como lo explica Covarrubias (cito textualmente): “…lo mismo es en rigor dar a uno una higa que levantar el medio brazo, cerrado el puño, y mostrarle a otro que en palabras suelen declararse significando el miembro viril”. Mostrar el brazo doblado y con el puño cerrado es, pues, como mostrar, insolentemente, a otro, el pene (dicho crudamente: como una amenaza de metérselo). En consecuencia, la expresión enyucar, literalmente, significa meter la yuca; pero, digamos que metafóricamente, en el uso popular es, simple y llanamente, otra cosa:  meter el miembro viril. 

Sin embargo –al menos en el Perú–, como se ha insinuado al principio, no es esa la connotación, digamos explícita, que se le da a la expresión. Enyucar, aquí, es engañar (embaucar) y, también, hacer que alguien, ingenuamente y casi siempre en contra de su voluntad, termine asumiendo una responsabilidad o compromiso difícil de afrontar. Veamos cómo es definida esta expresión peruana en el Diccionario de peruanismos (DiPerú) y en el Diccionario de americanismos. En el primero se dice: «Hacer que alguien adquiera responsabilidades mediante engaño, ignorancia o compromiso», «Engañar con promesas falsas»; en el segundo: «Engañar o timar», «Dar alguien una responsabilidad pesada o una tarea engorrosa, generalmente mediante engaño». Excepto la literal y obvia referencia etimológica («De yuca») señalada en el DiPeru, ninguno de los dos diccionarios proporciona alguna explicación al respecto. 

Bueno, como ya dije antes, además del verbo enyucar al que se la ha endilgado el significado de «engañar» (y el otro, que ya señalé), tenemos el sustantivo yuca que, en el castellano coloquial peruano, ya es, también, un adjetivo, convertido nada menos que en sinónimo de «difícil». Ya vimos que, respecto de enyucar, el DiPerú indica que se trata de un verbo derivado de yuca, lo cual es cierto (y, repito, obvio). Y acerca del adjetivo (vuelvo a decirlo: coloquial) yuca, ¿qué podemos afirmar? Esto: que –a la inversa– proviene del verbo enyucar, que –como sabemos– es: 1) ponerle en aprietos a alguien con un trabajo o una responsabilidad pesada o complicada, de la cual, a como dé lugar, tratará de salir airoso (recuérdese que, vulgarmente y con clara connotación sexual, suelen decirse cosas como esta: «Te enyucaron. Ahora solo tienes que moverte») y 2) engañar o embaucar. (Estamos, pues, ante dos conceptos: situación difícil y engaño). Por tanto, si enyucar a alguien implica hacer que este asuma, contra su voluntad, algo que es difícil de afrontar o resolver, es razonable inferir que a ese «algo» (difícil), en tales circunstancias, le corresponde –coloquialmente hablando– el término yuca, como adjetivo equivalente a difícil; y, en el segundo caso, yuca –en calidad de sustantivo– para referirse a engaño. A esto tengo que agregar que, como sabemos, el asumir una obligación o responsabilidad difícil, por designio ajeno y contra la propia voluntad, supone –usualmente– haber sido embaucado, haberse convertido en víctima de un engaño.  

Bien, ahora, lo que falta es saber cuándo y dónde se habrían originado estos usos: yuca como difícil y como engaño. ¿Alguien puede dar luces al respecto? La única referencia documental más lejana que yo he podido encontrar –pero solo en cuanto al primer significado: difícil– es Jerga criolla y peruanismos, el brevísimo librito de Lauro Pino (¿nombre real o seudónimo?), publicado en 1968. En el Glosario de peruanismos (1946) del padre Rubén Vargas Ugarte no está; y la doctora Martha Hildebrandt tampoco lo registró en Peruanismos, el valioso libro de consultas cuya primera edición es de 1969. Donde sí aparece, con los dos significados, es en DiPerú, el Diccionario de peruanismos publicado por la Academia Peruana de la Lengua en el 2016; y en el Diccionario de americanismos (2010) está únicamente con la acepción de «cosa difícil». El nutrido Diccionario de Peruanismos de Juan Álvarez Vita (en sus dos ediciones: 1990 y 2017) registra el término, pero como parte de una frase: «Meterle a alguien una yuca. Engañarlo». El diccionario académico oficial (DLE) sí lo considera, como embuste o mentira –de uso en Costa Rica– y como cosa muy díficil  y deuda –obligación de pagar–, en El Salvador; y no hace ninguna mención a su condición de peruanismo.

Considerando lo señalado, creo que es válido deducir que, como sinónimo de difícil, el uso del vocablo yuca, en el castellano coloquial peruano, no tendría una antigüedad mayor de sesenta años; y que, con el significado de engaño, su edad sería menor. En mis indagaciones he encontrado que el repertorio de más larga data que lo registra con esta segunda acepción no es, precisamente, uno de la lengua española, sino del quechua; me refiero a SIMI TAQUE: Qheswa – Español - Qheswa, el diccionario publicado por la Academia Mayor de la Lengua Quechua el año 2005. Allí –en la primera parte– aparece considerada como palabra de la ancestral lengua andina, con los siguientes significados: engañofarsatramoyatreta, y está escrito así: yuka, y se cita, como sinónimo, el vocablo q’otuy; en la segunda parte, como equivalentes quechuas de engaño, aparecen, además de yuka, las voces qeqo y ch’awka y, en el caso del verbo engañarqeqoy y yukay (que, curiosamente, coincide con el nombre de un hermoso valle cuzqueño, del que el padre Bernabé Cobo (en Historia del Nuevo Mundo, terminado de escribir en 1653 y publicado en 1890) dice lo siguiente: «El pueblo de Urubamba es menos bonito que el contiguo de Yucay, verdadero jardín con sus huertos, sus prados cultivados, sus andenes cubiertos de plantaciones de maíz o campos de alfalfa, y el camino bordeado de bosquecillos de sauces…». Me pregunto: ¿qué antigüedad tendrá, en el quechua, el vocablo yuca (o, más exactamente, yuka), como sinónimo de engaño? En el Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua quichua o del inca (1608) de Diego González Holguín, no aparece y en el Lexicón o Vocabulario de la lengua general de los indios del Perú, llamada Quichua (1560) de Domingo de Santo Tomás, tampoco; en dichos repertorios, engaño está definido, en lengua quechua, como llullachicuy, en el primero, y llullay, en el segundo. 

¿Se trataría, entonces, de un préstamo lingüístico, relativamente reciente, asimilado del castellano coloquial peruano? Me atrevo a responder que sí y pido que, por favor, me perdonen los amigos cuzqueños por esta tal vez imprudente hipótesis; me refiero a ellos porque, según he podido indagar, solo en el actual quechua cuzqueño (y también en el de Apurímac, que es región vecina)  es usado este término con tal significado, y allí –como en nuestro castellano– igualmente tiene el carácter de coloquial o figurado, como lo señala el Nuevo Diccionario Español – Quechua / Quechua – Español (2022) del lexicógrafo hispano Julio Calvo Pérez. Lo que sí tiene una antigüedad lejana (de unos cinco siglos, aproximadamente), en nuestro país, es el sustantivo yuca (de origen taíno, y que fue traído a esta parte del Continente por los conquistadores españoles), referido a la ya mencionada raíz tuberosa (que aquí era conocida, en quechua, como rumu); y, claro, también es antiguo, el nombre de aquel pueblo (en la provincia de Urubamba) alabado, debido a su belleza, por el padre Bernabé Cobo: Yucay (topónimo –cuyo origen habría que investigar- acerca del que, creo, sería absurdo e irresponsable aventurarse a aseverar que tiene un significado relacionado con engaño, farsa, tramoya o embuste: nada hay que pueda servir de amparo o sustento a una sospecha semejante).

                                                   ***

(¡En qué me habré metido! A pesar de estar convencido de que se trataba de una tarea ardua, sumamente difícil, me comprometí a asumirla. Creí que sería papayita, pero, en verdad, resultó yuca; o, dicho con otra expresión coloquial peruana, bien tranca, caracho).  

¡Un abrazo, amigos!

© Bernardo Rafael Álvarez


miércoles, 13 de agosto de 2025

RODOLFO CERRON PALOMINO: RECUERDOS SIN MEDIAS TINTAS

 

De izquierda a derecha: Alfredo Torero, Tristan Platt,
Sabina Dedenbach y Rodolfo Cerrón Palomino

No creo que haya sido propósito de su autor, pero lo cierto es que, apenas se supo de su publicación (e incluso sin siquiera haber sido leído), en las redes sociales -el Facebook, concretamente- generó un alboroto de los mil demonios: sorpresa, cuestionamientos, desacuerdos, cólera. Es que, en realidad, desde su título, el libro se presenta como extremadamente inquietante, provocador, polémico, controversial. Estoy refiriéndome a Memorias de una amistad quebrada: El Alfredo Torero que conocí (Ediciones del Panóptico, diciembre del 2024) y cuyo subtítulo es La lingüística andina en debate. Su autor: el prestigioso lingüista peruano Rodolfo Cerrón Palomino.  

Se trata, como es obvio (pues su título lo dice), básicamente, de un libro de memorias. Pero, claro, no se comporta como una suerte de «autobiografía»: no es un relato, en orden cronológico, de la vida de su autor (niñez, adolescencia, juventud, etc.). Se ocupa, más bien, de una etapa significativa en su historia personal: de las experiencias que vivió y de las personas que pudo conocer y llegaron a ser sus amigos desde su ingreso en el terreno de la lingüística: como estudiante universitario, primero, y luego ya como investigador. Y, bueno, debido a eso (por ser recuerdos) tampoco estamos, exactamente, ante un trabajo de investigación histórica.  

Narra, con algo de nostalgia, hechos que -para Cerrón Palomino- fueron importantes y decisivos en su formación profesional y le sirvieron para afianzar y fortalecer su interés en el estudio de las lenguas andinas y, especialmente, madurar la opinión científica que iba formándose respecto de ellas, especialmente el quechua, del que -sin ninguna duda- es uno de los más importantes estudiosos.  

¿Alguna característica saltante en el libro? Sí, creo que la crudeza y diría, incluso, la rudeza y, claro, también la sinceridad con que aborda y relata los hechos, aun a sabiendas de lo que esto podría acarrear, como -en efecto- ha acarreado (ya lo dije al principio). Y algo más pone de manifiesto este libro: la entereza (o sea, el valor, la fortaleza de ánimo) para decir lo que no siempre es fácil decir (pues, no creo que todos puedan atreverse a hacer lo que Rodolfo ha hecho al escribir y, más aún, al publicar este libro). Al escribirlo, no se dejó llevar por aquel dicho popular que, en otros, a veces se comporta como un estímulo para la hipocresía o, por lo menos, para decir las cosas a media voz: me refiero a aquel consejo según el cual «no es bueno hablar mal de los muertos», o aquello de que «no hay muerto malo». Lo cierto es que, como sabemos, no existe (y no tiene por qué existir) una ley que obligue a escribir únicamente resaltando los valores o méritos de otra persona (viva o muerta), alabándola. Es que la escritura es, sobre todo, una de las expresiones de la libertad. 

Y, definitivamente, Rodolfo ha escrito y publicado, en libertad (como debe ser), este libro que, especialmente, está referido (su título lo anuncia y en su contenido se precisa) a «las relaciones tensas» que mantuvieron él y Alfredo Torero, otro de nuestros más connotados estudiosos de las lenguas andinas. Pero -¡cómo no!- es, también, un documento valioso que nos ofrece información y, sobre todo, reflexiones puntuales y merecidamente rescatables acerca, precisamente, de las principales lenguas del Ande peruano: el quechua y el aimara y también el uro (que en nuestro país dejó de hablarse desde la segunda mitad del siglo XX) y el puquina (la «lengua particular» de los incas, según Garcilaso). 

Respecto del quechua, textualmente, nos dice, entre otras cosas, que «no se había originado en el Cuzco», que el que se habla allí solo «es un dialecto igual que sus pares dialectales» y que su origen estaría en la costa y sierra centrales de nuestro país. Y -probablemente, también provocadora de polémica- es esta otra tesis, en torno a la lengua que muchos hablan en Puno y en Bolivia: afirma que el aimara o, más concretamente, el proto-aimara, «no se había originado en el altiplano sino en la costa y sierra centro-sureña del Perú» y que «por lo menos antes de Pachacutiy, la lengua oficial de los incas era la aimara». Una de las importantes referencias que avalan esta afirmación nos lleva al cantar del Inca Yupanqui, llamado Pachacutiy, que fue compuesto no en quechua sino «en una variedad de aimara distinta al del altiplano».  

Ahora, en cuanto al uro, Rodolfo nos da cuenta del intenso e importante trabajo que tuvo que emprender para lograr desentrañar la gramática y el vocabulario de esta lengua (también conocida como chipaya), obviamente no en el Perú sino en Bolivia, específicamente en el cantón de Chipaya, ubicado en Oruro, donde aún subsiste su uso. Por espacio de siete años consecutivos, desde el 2001, viajó a ese lugar con el propósito de continuar con el trabajo que otrora desarrollaron Max Uhle (el arqueólogo alemán, primero en adentrarse en los estudios de aquella lengua), Arthur Posnansky (austriaco que estudió acerca del Tiahuanacu y, además, en 1944, publicó La Nueva Crónica y Buen Gobierno de Felipe Guaman Poma de Ayala) y Alfred Métraux (el francés que hizo estudios, también, de la cultura Chipaya hace más de ochenta años). Rodolfo logró dar a conocer, en 2006, la primera gramática de esta lengua y, al año siguiente, «un primer intento de reconstrucción de la fonología del proto-uro». Unos años después, en 2011, con la coautoría de Enrique Ballón Aguirre, publicó, finalmente, el primer vocabulario de esta lengua. Aporte invalorable, realmente.  

En referencia a los estudios acerca del puquina (repito, la lengua particular o secreta de los incas), Rodolfo, hidalgamente, reconoce que, en cuanto a los avances que se hicieron, su participación es «de reciente data». Y, más bien, hace referencia, a los trabajos desarrollados por Raoul de la Grasserie (1894) y Alfredo Torero (1965) quienes, en distintos momentos, trataron de entresacar el vocabulario y la gramática de la lengua puquina, empleando como único material disponible el Manvale sev Rituale Pervanvn de Gerónimo de Oré, que fue publicado en 1607. Reconoce, Rodolfo, que, comparando los trabajos realizados por los citados estudiosos, «el saldo a favor es naturalmente para el de Torero» por lo que significa en el avance de la ciencia lingüística y por la solidez de su esfuerzo interpretativo.  

Enseguida, el asunto de la amistad entre nuestros dos lingüistas. Me permito, al llegar a este punto, citar lo que Rodolfo afirma acerca de la versión inicial del trabajo de Torero sobre el puquina: que «le había valido como Tesis del Tercer Ciclo de la Sorbona»; «no tesis doctoral», recalca entre paréntesis. Esto, el aseverar que aquella tesis no le habría valido al lingüista huachano para obtener el grado de doctor, en la Sorbona de Paris, es decir, en buena cuenta, sugerir que no llegó a doctorarse, es una de las razones por las que se generó todo el alboroto al que me referí al principio de esta nota. 

Concretamente, en cuanto a la tesis de Torero, en el libro se habla de una «pesquisa fallida», por no haber podido comprobar, fehacientemente, si ese trabajo académico era real o no: es que no llegó a producirse el encuentro esperado de Cerrón con André Martinet, el asesor de tesis que bien podría haberle confirmado o desmentido la sospecha. Esa búsqueda se hizo en 1987, en París. Sin embargo, a mediados del 90, Bruce Mannheim (el antropólogo norteamericano a quien -¿recuerdan?- hace algún tiempo le atribuyeron la frase aquella de que «el quechua es el único idioma centrado en el otro») le dio a Rodolfo una copia de la tesis redactada por Torero y cuyo título es Le puquina, la troisième langue générale du Pérou («El puquina, la tercera lengua general del Perú»). Respecto de ella, Rodolfo expresa que no tiene la estructura y el formato propios de una tesis; y agrega que, años después (a mediados del 90) llegó a obtener la versión completa del trabajo (que, dicho sea de paso, yo también poseo) en cuya portada aparece, en anotación manuscrita, 3ème cycle (o sea, «3er. ciclo»), por lo que, aparentemente, se trataría no de una tesis de doctorado sino de maestría. Finalmente, como oportuna precisión, puntualiza que, «en toda esta discusión no se pone en cuestión la calidad del contenido de la tesis que, sin duda alguna, es un aporte filológico-lingüístico valioso»; «... lo que se discute -señala- es la ausencia de claridad, tan propia de nuestro medio, para llamar las cosas por su verdadero nombre, libre de toda ambigüedad». Cierto, falta de claridad.  

Y, justamente, acerca de ello, creo que a estas alturas la pregunta de rigor cae por su propio peso: ¿Alfredo Torero llegó, realmente, a doctorarse o no? Yo desconozco la respuesta, porque no he investigado acerca de ello. Lo único que puedo hacer (a ver si sirve de algo) es transcribir la información que aparece en la Web y según la cual, en la mayor parte de los países de la Unión Europea, la profesionalización se da «en tres ciclos de los estudios superiores» y, específicamente, en Francia, estos «se organizan en Licence - Master - Doctorat».[1] Teniendo en cuenta esto, ¿una tesis de Tercer Ciclo sería, entonces un trabajo académico para obtener el doctorado? Ustedes tal vez encuentren la respuesta, pues de lo que se trata es de resolver la ausencia de claridad a que alude Rodolfo. 

Mientras tanto, antes de concluir, quiero resaltar los recuerdos que Rodolfo hace de aquellos días de 1965, cuando conoció a Alfredo Torero. Fue cuando el inolvidable maestro Luis Jaime Cisneros organizó un ciclo de conferencias vespertinas en el Instituto de Lingüística y Filología de San Marcos y uno de los expositores programados fue, precisamente, aquel joven investigador «que acababa de llegar de Francia y que contaba entre sus credenciales haber estudiado en La Sorbona» y de quien, Rodolfo, quedó (repito sus palabras) deslumbrado y maravillado por el abrumador conocimiento de dialectología quechua que puso de manifiesto en su disertación; y, precisamente, en un seminario sobre dialectología quechua, aquel joven, muy pronto, se convirtió en su profesor y, según recuerda Rodolfo, su trato se caracterizaba por la confianza y sencillez y con él el tuteo recíproco se dio casi de inmediato y, además, solían pasear, conversando, por los corredores de la universidad. Fueron, pues, los primeros días de haber conocido a Alfredo Torero. Hubo, entre ellos, amistad, sí, pero una amistad quebradiza que, según infiere Cerrón Palomino, habría llegado a romperse, ya, a partir de 1969, aparentemente, por culpa de un adjetivo que formó parte de una nota colocada en la tesis de maestría que sustentó en la Universidad de Cornell, cuestionando el análisis hecho por Torero, y que a este le habría disgustado: awkward.[2] 

Empero, a pesar de lo accidentada que fue y de la ruptura final de aquella amistad y de algunos adjetivos y hechos que se cuentan en el libro, que podrían erizar la piel, creo que es justo asumir que Rodolfo Cerrón Palomino no deja de resaltar la importancia, digamos fundacional, de Alfredo Torero. Lo considera, con lealtad, el «iniciador original y solitario de los estudios de la tercera lengua general del antiguo Perú» (el puquina, naturalmente) y, además, expresa, humanamente, «una vaga nostalgia de la amistad que no supimos mantener libre de todo resquebrajamiento». Hubo diferencias y desavenencias entre ellos, claro (y eso es lo que da a conocer en su libro, con entereza y sin medias tintas); pero (pregunto, recogiendo, con palabras suyas, su propia duda), ¿podemos considerar -extemporáneamente, es cierto -que Rodolfo es un celoso seguidor del trabajo investigativo del ilustre lingüista sanmarquino Alfredo Torero? Sí, estoy convencido que sí, definitivamente. Y, algo más, con plena objetividad asumo que Alfredo Torero y Rodolfo Cerrón Palomino, son dos de los más importantes y valiosos estudiosos de las lenguas andinas en el Perú, y -contra viento y marea- tienen un justo lugar ya ganado en la historia de la cultura peruana, y esto, pase lo que pase, no lo quita, absolutamente, nadie.

© Bernardo Rafael Álvarez

 



[1] Diplomas franceses, sistema LMD y equivalencias | Campus France Pérou

[2] Wanka-Quechua Morphology: Word and Periphrasis. Ithaca, N.Y.: Universidad de Cornell. Tesis de maestría