.
-¿Por
qué le llaman a esto “La Cachina”?
-Porque
aquí se vende ropa usada.
Esa fue la respuesta
enfática del vendedor de jeans desmanchados con etiqueta nueva, allí en
el jirón Lampa, frente al “33”, restaurant popular y barato creado a instancias
de nuestro Manuel Scorza en la época de los “populibros” que la gente compraba
como pan caliente.
Me puse a pensar en el
origen de aquella palabra. Cachina, ¿qué
es Cachina? Lo único que hasta ese momento (5 de la tarde de un día
domingo) arribaba a mi mente era la certeza de que cachina es el mosto en
fermentación. Y, naturalmente, asignarle el nombrecillo de marras a la venta de
ropa usada resultaba absurdo si no ridículo. Los signos lingüísticos son
arbitrarios y su biplanidad (sinificante/significado) solo tiene una explicación
convencional. Por ejemplo, “Tacora”, el lugar donde se vende igualmente ropa
usada y otros objetos “de segunda mano” en la avenida Aviación, junto a La
Parada, se llama así debido a que en las inmediaciones existía antaño un
establecimiento relacionado con la industria automotriz que llevaba el nombre
de aquel volcán de los Andes ubicado en la frontera de Perú y Chile. Encontrar
una explicación similar a lo que en ese momento era, digamos, mi objeto de curiosidad era poco menos que imposible.
Hubiera querido tener
contacto con el libro Peruanismos de la doctora Martha Hildebrandt que
seguramente me habría ayudado a resolver el problema, pero no fue posible. Como un
diamante de baja ley en medio del carbón, entre descoloridos ejemplares de Cosmopolitan y Play Boy, apareció el librito “Jerga Criolla” de Lauro Pino sobre
el piso de La Colmena. Por un sol cincuenta tuve en la mano una respuesta: “Cachina
F. puesto de venta de ropa usada”. Y, claro, todo quedó en lo mismo.
Tuve que seguir rumiando la
palabrita. Ingresé en diferentes librerías (poquísimas abiertas en un día
domingo) y no logré nada. Volví a La Cachina. Junto a mí, corriendo, pasó un
chiquillo después de birlar una billetera. Nadie, salvo yo, se sorprendió con
el pase.
Esto y otras cosas más me
mostraron que La Cachina no solo es
ropa usada. Es una realidad compleja y delicada: lo que se puede observar allí
en La Colmena, Azángaro y Lampa (Centro de Lima). Pero es también lo que no
podemos ver: un trasfondo tal vez dramático (hambre material, pobreza del
espíritu). Es, en líneas generales, una suerte de exacerbación de nuestra
informalidad limeña.
Se nos ha dicho que la
informalidad se manifiesta especialmente en el comercio ambulatorio
protagonizado por provincianos que empujados por la necesidad y la esperanza
vienen a la Capital y se estrellan contra un paraíso de frustración. Esto es
cierto, pero no es todo. Lima es informal en todo aspecto: en su arquitectura
desordenada, de pronto colonial o moderna, de material noble o de quincha,
ventanales de vidrio a prueba de balas o esteras inermes frente al viento y la
lluvia; impecable en su presentación o deprimente. En el divertimento: rock,
huayno, salsa, chicha o vals; de pronto Juan Luis Guerra y los No sé Quién y No
sé cuántos o el Chato Grados. El que paga sus impuestos o el que los evade. El
que derriba torres y el que las levanta; el que activa coches bomba y el que
reza por la paz. Lima es “Totus Tuus” ante el Papa y es incienso alrededor de
Sarita Colonia. Es informal, pero también huachafa (“Los Quispes gozan también
del vacilón, ceviche en bolsa y sopa en botellón”).
En medio de todo esto se encuentra
La Cachina. Una muestra de comercio informal que escapa a lo ya conocido:
Polvos Azules, etc. Polvos Azules es: artefactos eléctricos y ropa traídos de
fuera del país a través de Tacna cumpliendo, por cierto, las “formalidades” que
exige el resguardo aduanero: gotas de colirio para la vista gorda; y sus
protagonistas tienen una característica predominante: son provincianos
mayormente provenientes de la Sierra Central.
La Cachina es otra cosa. En principio, los que allí
hacen su negocio no son serranos en su mayoría. El 90% está constituido por “criollos”.
No pocos muestran algún tajo o chuzo en el rostro o los brazos, y probablemente (alguien nos lo
comenta) hayan estado preciosos en
Lurigancho. No han traído artefactos “importados” por Tacna y no tienen por qué
hacerlo. Allí donde están sentados atendiendo a sus curiosos clientes, reciben
a sus “proveedores”.
-Ya,
tío, dame cinco lucas y quédate con el bobo.
-No,
causita. Te doy cuatro y quedamos.
Pero no solo relojes.
También zapatillas, grabadoras de cassette; sacos y ternos completos “Miami
Vice”; videograbadoras VHS; pelotas de ping pong; anteojos y zapatos (“¡Puta,
el difunto calzaba 45!”, exclama un muchacho después de preguntar precios).
Quiénes son los proveedores.
Jóvenes que necesitan un sencillo y
resuelven tal necesidad barateando un
reloj o su camisa; choros que en
madrugada de domingo después de alguna fiesta, le quitaron el saco a algún
borrachín; los tradicionales ropavejeros con voz de trompeta asordinada;
empleados públicos que hicieron desaparecer el engrapador de su escritorios o
las calculadoras…
A un costado, casi escondido
bajo el dintel de alguna puerta y cubierto por la mugre hedionda de su saco
plomo, un hombre ofrece a los varones: “Jebe,
jebe…”, y con tales preservativos una sospechosa pastillita “afrodisiaca”
dizque infalible.
Nadie vende dólares en La Cachina. Aunque esta actividad también
informal ha dejado de ser exclusividad del jirón Ocoña, aún tiene recelo de
incorporarse al lumpenizado mundo comercial de las cuadras 10 y 11 de La
Colmena, 8 de Azángaro y 8 y 9 de Lampa.
Ya no son las 5 de la tarde.
Mi reloj Citizen bamba marca las 6 y
media. Las 6 y media de la tarde de un día invernal ya es noche. Y la noche es
propicia para que entre el Parque Universitario y la Plaza San Martín merodeen
los homosexuales torrejas, suspirando
de repente resignados por carecer de los atractivos de aquellos de la avenida
Javier Prado.
Pegados a las mesas de
ajedrez hechas de cemento delante de la Casona de San Marcos, un grupo de chiquillos
sin nombre inhalan Terokal y sueltan palabras incoherentes como su origen y su
vida misma.
Ha llegado la hora de
emprender la retirada. Pero, ¿podría alejarme con aquella duda como hueso
atravesado en la garganta?
El muchacho de los jeans
desmanchados está juntando su merca.
El señor del costado hace lo mismo, y lo primero que recoge es una estatuilla
de El Quijote montado sobre un rocinante con tres patas. Aquél, al verme pasar
por enésima y última vez, se acuerda de algo y me llama:
-¿Sabes qué ocurre cuando en
verano se usa la misma ropa todos los días?
-Claro –contesto, recordando
el saco del vendedor de condones-. Se ensucia. Y la mugre con el sudor…
-¡Fermenta! Eso, ¿entendiste?,
eso es cachina, chochera.
Setiembre, 1992
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*Curioso texto
extraviado “entre bucles, retratos y pañuelos”, y ahora -después de veintitrés
años- recuperado.