Mientras
íbamos, mi hermano Jorge y yo, a saludar a nuestra tía Segunda, que vivía en
Miraflores, me acordé de Meshito Cobián. Ese día, después de abrazar a la
Biguita, nuestra adorada madre, salimos de la casa y emprendimos la caminata por la
avenida Arica para llegar al cruce de Paseo Colón y Wilson y tomar allí el
colectivo. Era el día de la madre, el primero que lo pasamos en Lima.
Aunque
probablemente las celebraciones en homenaje a las mujeres que traen niños al
mundo tengan algo de similitud en Lima y Pallasca, creo sin embargo que las
emociones que se experimentan son distintas o, diría mejor, eran distintas.
Para comenzar, en mi tierra no había los regalos como los que puede encontrarse
en Lima y por ello los hijos tan solo regalaban una muy humilde tarjetita
confeccionada en el salón de clase o simplemente daban un abrazo (no era
costumbre dar besos).
Las
actuaciones en los colegios eran muy sencillas, pero lógicamente su significado
era gigante para las señoras. El escuchar los poemas torpemente recitados por
algunos chiquillos las alegraba en demasía. Ah, pero cuando Meshito se
presentaba y leía un discurso alusivo, era otra cosa, y las consecuencias,
previsibles: todas o casi todas las madres lloraban a moco tendido. Recuerdo
que mi padre en casa comentaba con regocijo sin escatimar palabras de elogio
para aquel muchacho culto e inteligente que entonces estudiaba en el colegio
agropecuario; “sigan su ejemplo”, quería decirnos. Eran discursos, leídos con
énfasis y dramatismo, en que hablaba del sacrificio de las madres
incomprendidas y de los hijos infames que retribuían adversamente el amor
recibido. Debo reconocer, sin embargo, que lo más emocionante para mí fue un
poema recitado a medias en una de aquellas actuaciones. Pero lo que causó
gracia a todos, fue una dramatización de aquella conmovedora canción cantada
por Leo Marini, “Corazón de Dios”, en que nuestro inolvidable Valducho,
aparecía representando a una madre que mecía en sus brazos a una criatura. Ah,
creo que me olvidaba del poema aquel. Pues, les cuento, fui yo quien lo recitó
pero, repito, a medias: por tímido o “vergonzoso”, solo pude decir la primera
estrofa ante el “culto público pallasquino”, y enseguida prorrumpí en un
inesperado y estúpido llanto. Como es de suponer, esto no conmovió a nadie más
que a mí; el público solo atinó a sonreír con compasivo disimulo, naturalmente.
Bien, de eso
me acordé también cuando pasaba por la avenida Arica y me acordé además que en
Pallasca todos los niños, el día de la madre, portábamos prendida en el lado
izquierdo del pecho, una rosa roja que significaba que la madre
estaba aún viva, y aquellos que la habían perdido llevaban una flor blanca.
Jorge y yo, ese día -pasando por la avenida Arica- llevábamos orgullosos, como
en nuestra tierra, la flor escarlata en nuestros pechos y nos sentíamos
regocijados y felices porque Abigail, nuestra madre, estaba aún con nosotros
dándonos cariño y alumbrándonos como un lamparín, es decir, cálidamente: luz y
abrigo. (Cuatro años después, un cáncer maldito nos la arrebató,
inmisericorde). El color rojo de aquella flor hecha a mano significaba, pues,
vida y felicidad. Pero, lástima, a pesar de ese orgullo, tuvimos que hacer algo
por lo que hoy –tantos años después- me arrepiento. Al ver que nadie,
absolutamente nadie en Lima llevaba una flor en el pecho, medio avergonzados,
tuvimos –sin ser vistos, felizmente- que sacar nuestras diminutas flores de
satén y guardarlas en el bolsillo.
No recuerdo qué es lo que pasó, pero la verdad es que no llegamos al cruce de Wilson con Paseo Colón y, claro, finalmente tampoco llegamos a saludar a la querida tía Segunda: probablemente habíamos preferido (¡muchachos de miércoles!) entretenernos caminando por esta Lima, para conocerla mejor; pero hoy, tantos años después, me doy cuenta de que cada vez la conozco menos y que esconder, digamos que cobardemente, aquellas simbólicas flores hechizas no fue más que un acto innecesario, ridículo e imperdonable.