Cronwell Jara Jiménez
Esperaban a las hienas de los Hora Zero.
Desesperados, antropófagos, en pie de guerra, emplumados, con bombos y quenas
enardecidas; esperaban a los Hora Zero tocando pitillos y atabales y
proclamando la guerra con tambor y flechas de furia musical; los esperaban bajo
una hipócrita garúa, en la Ciudad Universitaria de San Marcos, como para
guiarlos al altar y la piedra del sacrificio. Esperaban a los Hora Zero, saltando
y danzando anhelosos y agitados, deseando arrancarles los ojos, corazón,
testículos; para coronarlos con sus vísceras hediondas o ponérselas de collar o
corona según su estatus: ser Poetas. Ser hienas, ser Hora Zero. Y mejor que
poetas hienas, ser poetas horazerianos malditos. Pues los poetas malditos de
Hora Zero, hienas para los Fer, hijos del fin del mundo tenían un Recital en la
Ciudad Universitaria, de Letras. Y un recital con los poetas malditos de
Hora Zero, hijos del fin del mundo, no calzarían para cualquier recital. ¡Cómo
iban a calzar, siendo tan latinoamericanos y trascendentes! Equivaldría a un
incendio según los manifiestos y sus Palabras Urgentes, tan apegados al sufrir
del pueblo; y tan enmarcados contra los embates de la vida cotidiana como:
¡estar triste!, ¡caminar! u ¡oír teclear una máquina de escribir! -no una
máquina de escribir cualquiera-, que no es lo mismo oírla, cotidianamente, por
Margareta Kaukonen, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac…, percutiendo en ritmo,
mientras acompasa un blue de Janis Joplin; ¡y eso no encajaba con los
cotidianos del Fer nacionalista! ¿Cómo iba a encajar? ¡Ni encajaba con el Fer
de los troskos ni con el Fer de los moscovitas ni con los de PCP-Patria Roja y
su lideresa trompuda Jujú Caremona!: pues, ¿recital? ¡Cómo que un recital! ¿Con
qué clase de poetas? ¿Y con qué Poesía? ¿La burguesa y antipopular? ¿Quién
convocó a las hienas de Hora Zero? ¿Cómo se han atrevido a ingresar a este
templo revolucionario del saber? No, señor, estas hienas no recitan en
esta universidad revolucionaria, sería una ofensa. Un suicidio. Como provocar
un autolinchamiento. Sus propias horcas. Ser enjaulados y apedreados. Y
chocarían con los escupitajos de los chacales del Fer y sus jaurías rabiosas;
del Fer, de todos los Fer. Tierra con ellos, compañeros. Pollos y mocos
con ellos. No a los falsos Poetas. ¡No entran al Patio ni suben al Auditorio!
Pero los cuatro poetas malditos habiendo ya bajado
del auto que los traía a la Ciudad, impertérritos, avanzaban. Heroicos,
guerreros -como dueños de casa guiados por Mito Tumi el Poeta Inconmovible Ojos
de Búho trasnochado y su andar ficho, abrigo gánster, gallito del Mangache y
depredador navajero en los chicheríos de Piura; Mito Tumi, ¿ese Ojos de
Búho sería quien los llamó para un recital en la Ciudad? ¡Cuidado con él,
entonces! ¡Ha de ser un hijo del fascismo y del dictador Velasco!,
avanzaban, los Hora Zero conocedores de mundo y los submundos internacionales-;
insuflados avanzaban con las energías de los rayos y los protectores pararrayos
del pueblo; dialécticos, convencidos de los trotes de Balada para un caballo y
del escudo de lo coloquial y bélico de sus nuevos gritos y ritmos antrrimas,
antisonetistas, antibéricos, antioligárquicos, antidictaduras, anti Ezra
Pound y antmísticos y anti aquellos exquisitos amantes de la poesía pura y
cursi como la poética de Sologuren o la del payaso niño -según manifiestos
horazerianos- el panzudo y febril Paco Bendezú. Convencidos de En los extramuros
del mundo y sus nuevos tonos punk, psicodélicos, frikeros, a lo Allen Ginsberg
y sus aullidos; y con los ánimos Sex Pistols que electrocutó y liquidó
lindamente, con sus estridencias y la potencia de tres mil caballos de fuerza,
a un Pink Floyd o a los temibles de la banda Yes. No señor, nada detenía a los
dos Hora Zero, nada. Underground. Marginales. Diferentes. Iconclastas.
Contestatarios. Irredimibles. Y con los Hora Zero avanzaba, sacerdotal y
bélico, el Inconmovible Mito, poeta de marras, como atizando en su memoria su
poema lapidario Hotel Printania, antes del fin del mundo, a poco de ser llevado
a la piedra ceremonial del sacrificio: Nada ni nadie testimonia mi
existencia. Soy libre: / No me queda ninguna razón para vivir.
Míticos, pecho al viento, caballos salvajes,
avanzaban los horazerianos al patíbulo.
Pero, ¡alto! ¡Cómo van a continuar
avanzando!, reclamaban los del Fer, los de la rabona Jujú Caremona y sus
elevados pensamientos marxistas-leninistas-maoístas, anti imperialistas, antifascistas, y enemigos de los antipoetas antologados por el oficialismo que
lideraba ese tal Mitchel Oviedo, piojo barbudo del INC. Reclamaban, protestaban
sin todavía atacar, clavar las uñas, arañar, devorarlos. ¡No deben
avanzar más!
Pero los poetas avanzaban; Jorge Pimentel enfundado
en su abrigo negro, altivo caballo de guerra, percherón de jalar cañones,
acostumbrado al choque, los cabezazos, el puño y los escupitajos y a las
filudas batallas de los puntapiés y las botellas rotas que rodaban por el piso,
avanzaba; y avanzaba con Pimentel el poeta Enrique Verástegui, como
diciendo: De pronto perdí todo contacto contigo. Ya no pude llegar al
teléfono, recordar ese número y llegar a tu casa que no conocí. Ya no pude
volar sobre ti como todos los días.
Y, con ellos, ahora añadidos, avanzaban el Inconmovible e Impertérrito Mito Tumi y Luis Alberto Castillo, y se les unía Eneas Marruel, el amigo periodista del Diario La Crónica, quien haciendo de chofer de su propio auto, acomedido los había traído a la Ciudad Universitaria -sin saber el pobre Eneas que los estaba conduciendo al destripamiento-. ¡Capitanes de la nueva poesía americana, marchen! Y los Hora Zero, cada vez a paso marcial más firme, avanzaban ahora con sus edecanes y guardaespaldas -viendo que la cosa se ponía brava brava-, los escuderos Tumi, Luis Alberto Castillo y Eneas Marruel, vestidos de noche bajo la garúa hipócrita, vestidos de dignidad bélica y altiva poesía. Avanzaban como Villon hacia su horca, como Ezra Pound en la jaula de escupitajos condenatorios y denigrantes, donde lo paseaban gritándole, mono, payaso, por fascista, acabada ya la Gran Guerra europea.
Y la Ciudad y el Patio de Letras los esperaban con pitillos, bombos sonoros, celebratorios, y una danza en pie de guerra. Y, a como dé lugar, el recital sería multitudinario. Pues el Patio de Letras, cosmopolita, fuera de los del Fer, los esperaba porque lo sabía -por los críticos de la prensa- que se trataba no de cualquier Recital ni de cualquier Poeta, estaban ante los Poetas Fundadores de la Nueva Poesía del Siglo XX, pues así se oía.
Y como los Hora Zero tendrían que llegar, ya los
tukuyricuy chismosos de la Ciudad -en realidad, la única tukuyrikuy era la Jujú
Caremona, según confidenció después Enrique Verátegui- habían advertido del
peligro, ¿a quiénes? ¡A quiénes más! ¿A los del Fer, la Federación de
Estudiantes Revolucionarios que los Estudiantes de la Escuela de Literatura
habían invitado a Jorge Pimentel y a Enrique Verástegui, para iniciar un Ciclo
de Recitales? Pero, ¿solo los estudiantes del Cel…? No. No. ¿Cómo van a ser
solo los estudiantes? Eran, según la soplona Jujú, tres locos los que habían
organizado un Ciclo de Poesía Peruana del 70, de seis fechas. Y ellos tenían
nombre propio, un tal Mito Tumi y un Luis Alberto Castillo, más el Gordo
Navarro, actor de teatro callejero y responsable de las Actividades Culturales
de la Facultad de Letras, quienes, irresponsablemente, les habían concedido el
auditorio del tercer nivel. Pero con una condición: No invitar al
recital a dos repudiables: Arturo Consuero y Winston Zorrillo. Y esto se
confirmaría después según propia confesión de El Inconmovible Ojos de Búho,
dueño y gran señor del Mangache. Y, sí, sería el Primer Recital. Qué
tal lisura.
Y los del Fer, lectores de la Poesía de picardía y
sapiencia política social, al estilo de Bertolt Brecht y del genial Julio
Carmona Reque, y muy al modo de las preciosas décimas de don Nicomedes -sin
obviar las cumananas del sufrido populorum- con una multitud desconcertada de
curiosos no lectores de poesía, se juntaban y rejuntaban. Los Fer, los
diferentes Fer, coincidían, y peligrosamente se juntaban.
Y unos, pirulos y manoplas en mano, decían: -Pero,
¿de qué intrusos se trata? ¿Nazis o fascistas? ¿Qué hacen aquí? ¿A quién hay
que patearle el hígado? ¿Quiénes son estos gusanos?
Y otros, los troskos, lectores de amplitud
modulada: -Son poetas, camarada.
Hasta que los del Patio de Letras, los tukuyrikuy
-luego de espiarlos bajar del auto de Eneas Marruel y aproximarse desde lo
lejos, por la vereda, que llegaban a los peldaños de las puertas del Patio-,
entendieron. Y los lectores, troskos y nacionalistas más avispados
comprendieron. Estos poetas no eran cualquier cosa. Se trataba de dos cumbres
geniales que deslumbraban por los escándalos. Jorge Pimentel y Enrique
Verástegui. Poetas jijunas con los testículos bien puestos, que armaban
hermosas broncas y recitales a donde puta fueran, se le oyó por ahí a Quique
Sánchez. Horazeros. Dos buldócer de la palabra, las teorías poéticas y de la
poesía escrita incitando hacia una praxis revolucionaria, contra la rancia
poesía de corte burgués y hecha por niñitos bien como Toño Cisneros o
el San Bernardo Lauer, tal como lo anunciaban en Palabras Urgentes, el
manifiesto inaugural de Hora Zero y que apoyaban los furibundos cancerberos y
críticos Poetas de la Revista Estación Reunida -solo que ahora sin Pepe Rosas
Ribeyro por haber sido deportado a México por la dictadura velasquista, sin
María Emilia Cornejo, sin el gran Elqui Burgos ni Óscar Málaga ni el periodista
y poeta de El Sol es también un puño enorme, Maynor Freyre -de armas tomar,
gitano de retos, prodigiosos puños y cabezazos certeros en pleitos donde todo
valía pero sin despeinarse-. Charo Arroyo, Rosina Valcárcel, ni Ana María Mur
la beligerante y por demás hermosa poeta de aires gitanos que solo mataba con
el clavel de su mirada-, quienes sobre yunque y martillazo demolían la poesía
de hoy, desde Chile y Perú hasta Venezuela, México y la zona francesa del
Caribe. ¡Y bien por ellos!, decían algunos. ¿Y por qué
bien?, otros.
Y éste sería Recital tumultuoso y explosivo, por tratarse de dos
gallos internacionales y que de cumplirse, reafirmarían sus glorias ante la
América y el mundo de Poesía castellana. Y solo faltaban unos cincuenta metros
para encontrarse al pie de los dos peldaños que daban al Patio. Poetas a
quienes los escudaban retadores, como los fosfóricos estruendos de los tambores
de Miriam Makceba, sus Manifiestos y las propuestas ideológicas -ceñidos a las
consignas de Juan Ramírez Ruiz, Carlos Marx, Engels, José Carlos Mariátegui,
Vallejo- que para muestra: ahí estaba la furia de sus poemas, en Enrique
Verástcgui: «Yo vi hombres y mujeres vistiendo ropas c ideas vacías y la
tristeza visitándolos en los manicomios. Y vi también a muchos gritando por más
fuego...».
Ahí los planteamientos rotundos, la claridad cerebral y los cojones de
toro bien puestos, para imponer sus lineamientos en la poesía futura. Y estos
eran, ahora que se los veía más cerca, los poetas abanderados del colectivo
Hora Zero. Hasta que, a medio camino, volteó a abrazarlos, algo medroso, Luis
Alberto Castillo, por darles fuerza y aliento -lógicamente, por la posible
gresca, la probable celada y el ajusticiamiento y linchamiento poético popular
que se le avecinaba, a medida que se acercaban al Patio-; pues, justamente, se
oyó a unos diez metros:
-¡Fuera poetas del pro imperialismo yankee! ¡Fuera Sinamos, cagones...!
-El chillido de la Jujú Caremona, cuándo no la zamba Jujú revoltosa.
-¡Linchar a los traidores del pueblo! -A Jaime Guadalupe Pedregoso,
viéndolos aún aproximarse a la distancia.
-¡Colgarlos como a perros, carajo! -De nuevo la Jujú Caremona, roja la
cara huesuda, demencial y combativa, en defensa de los intereses del pueblo
universitario-. ¡Mueran los poetas anti revolucionarios y diletantes
cavernarios del pro imperialismo yankee!
Los del Fer, advertidos por los tukuyrikuy -los correveidile- de todo
partido político, se habían movilizado y ahora como hienas hambrientas, a punto
de írseles encima, merodeaban desde lejos a los Poetas, quienes caballos
altivos, orgullosos de ser Poetas lucidos revolucionarios ante el mundo
neocapitalista, como si no fuese con ellos, continuaban el paso marcial ahora
con el Poeta Luís Alberto Castillo adelante, adalid abanderado, encaminándose
aún por las orillas del largo bosquecillo de Letras, hacia las cortas
escalerillas -ya muy cerca, ahí nomás- que daban al Patio de Letras. Caballos
crinudos, armando ya el escándalo presentido en la visionaria Balada de un
caballo de Jorge Pimentel. «Visiones maravillosas aparecen ante mis ojos. Y
vuelo y vuelo. Mis extremidades delanteras ejercen presión sobre las
traseras...» Pero, ¡cómo se olía a juicio popular! Porque los esperaban. El
Patio y el Fer y los Fer, enloquecidos entre tamborcillos y antaras medievales
festivas, los esperaban, todo mundo los esperaba; como que, más allá de este
juicio, todavía vendría algo inimaginable.
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* Fragmento de Molotov Suit en el Patio de Letras, novela -aún inédita- del escritor peruano Cronwell Jara Jiménez.