El maestro Rafa, mi padre, solía aderezar sus clases con unos relatos increíblemente hermosos; hermosos por las historias propiamente dichas, pero además y especialmente, por la manera como los contaba, histriónicamente: si se trataba de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una ilustración audiovisual bastante contundente). Los niños se divertían de lo lindo.
El cuento que
los infantes de entonces, y hoy laboriosos adultos, recuerdan con más cariño
-aparte de aquel nombrado como "La vieja patera"- es el bello e
inverosímil relato (de los hermanos Grimm) al que don Rafa llamaba "Los
músicos de la aldea". En él se hablaba, efectivamente, de unos músicos,
pero de unos músicos nada convencionales o, como se les llamaría hoy en día:
atípicos. Un asno, un perro, un gato y un gallo conformaban, con sus propias
voces, un estridente y desafinado cuarteto grotescamente festivo: una orquesta
de los mil diablos, diríamos mejor. Estos animales, viejos y cansados, habían
dejado las viviendas de sus amos por una razón: por inservibles. El asno
carecía de fuerzas suficientes para cargar bultos pesados sobre sus lomos; el
perro dormía excesivamente y nada podría hacer si un ladrón osara irrumpir en
la casa; el gato, con las uñas y la agilidad perdidas, había dejado de ser un
buen cazador de ratones. Una sola palabra los definía: inútiles, dramáticamente
inútiles. El gallo acumulaba similares deméritos: había perdido la puntualidad
al dar la hora en las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un estertor.
Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el último día en la
casa de sus amos estuvo a punto de servir para algo, y -¡qué tal gallo de
miércoles!- precisamente por ello es que resolvió darse a la fuga y ser, ahora,
uno de los miembros de aquella desafinada orquesta. Lo que ocurrió después, ya
todo el mundo lo sabe, ¿verdad?, por eso me ahorro la fatiga de contarlo.
Don Alipio
Villavicencio, entusiasta y creativo profesor de la escuela primaria de varones
de Pallasca, además de "medio poeta" -como se le hubiese ocurrido
decir a algún crítico canalla-, también, como en el relato que contaba don Rafa, tenía
un gallo en casa. Y a él, mi paisano nacido en Tauca, pues, está dedicada esta
anecdocrónica.
*****
La educación que se impartía en la época en que se sitúa esta historia era, por decirlo sin exageración, buena. No como en estos tiempos de planes, directivas y reformas. No obstante la limitada preparación académica de los docentes (casi todos eran de "tercera categoría", es decir, sin título profesional), ellos eran, realmente, maestros cabales que contribuían positivamente a la formación de los niños y jóvenes y, por ende, al desarrollo de los pueblos. Ahora, por el desinterés de los gobernantes, la irresponsabilidad de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios de comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra educación se ubica casi a ras del suelo.
No era este el problema de entonces. Ya lo dije, la educación era buena y los profesores, en verdad, maestros. El Ministerio de Educación impartía directivas, naturalmente, pero antes que preocupaciones de orden estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se centraba en lo que había que enseñar. Un inspector cumplía, de vez en cuando, con verificar el desarrollo normal de la tarea educativa. Visitaba los pueblos de la jurisdicción a su cargo, hacía preguntas a los profesores, evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y elaboraba un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con ocurrencias anecdóticas, como aquella en que cierto inspector, al haber recibido una insatisfactoria respuesta acerca del autor de El Quijote, apesadumbrado comentaba -completamente extraviado- que en la escuela que había visitado "nadie conocía a Calderón de la Barca”. Cuando las circunstancias lo ameritaban, recomendaba y aconsejaba, siempre de buen grado, de modo que nunca se generaban enemistades, todo lo contrario, se ganaban amigos.
Y eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta historia -cuyo nombre no recuerdo pero puedo asegurar que no era aquel de la descabellada referencia al autor de Fuenteovejuna o, perdón, de La vida es sueño. Ya lo dije: ganó amigos.
En cierta ocasión llegó a Pallasca cuando allí, en la Escuela Prevocacional 293, aún laboraba don Alipio Villavicencio antes de trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol. Efectuó, porque para eso había ido, su labor de control y, antes de retornar a la Capital de la Provincia, recibió -como se acostumbraba- un "agasajo" por parte de los profesores de los centros educativos primarios, de varones y de mujeres.
La reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado, resultó muy animada y se prolongó hasta cerca de la medianoche. Don Alipio, que se encontraba allí, casi al finalizar se acercó emocionado al inspector y le pidió hacer un aparte para conversar. Luego de elogiosas expresiones, le hizo una invitación: "Mañana, señor, quiero tenerlo en mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que me gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces, aceptó la invitación.
Concluido el ágape nocturno, todos se retiraron, intercambiando abrazos y sonrisas. Al día siguiente, temprano, don Alipio comunicó a su esposa la decisión adoptada la noche anterior. La señora, imperturbable, dio su palabra definitiva: ¡No! Evidentemente, don Alipio había cometido un error: no haber conversado con ella anticipadamente o, dicho de otro modo, no haberla consultado. Ninguna explicación pudo hacer que se revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11, don Alipio, avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en busca del inspector. Recién, cuando estaba a punto de producirse el encuentro, surgió la idea salvadora: "Vengo -dijo- consternado a pedirle mil disculpas." "¿Por qué, amigo Alipio?", preguntó el inspector. "Es que la invitación que le hice anoche no va a poder hacerse realidad". Su interlocutor no podía zafarse de la sorpresa. Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que pensaba guisar en su honor, como si hubiera adivinado su final, ha terminado escapándose por los techos y es imposible encontrarlo".
Lo que en un principio parecía contrariedad, se convirtió en una piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será". En horas de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde, el inspector tomó su caballo y se marchó a Cabana. Y, como es de suponer, nunca se presentó una nueva oportunidad.
(Y así, aquí, acaba la anecdocrónica, ¡quiquiriquí!)
(22 de julio, 2006)