El simbolismo poético se caracterizó, básicamente, por el desborde desmesurado de la imaginación, y fue, además, su propósito –como bien dijo Jean Moreas en el llamado Manifiesto del Simbolismo-, poner en entredicho y sobre todo en desuso “la declamación, la falsa sensibilidad” y, claro, también “la descripción objetiva”. Sus más notables representantes, ya lo sabemos, fueron Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, cada uno con sus propias e intransferibles particularidades, por supuesto, pero también con una cualidad, carácter o sello común a todos: la capacidad o, dicho de otro modo, la virtud de impactar, de conmover, de apasionar. Este verso de Baudelaire de seguro que nos solivianta: “Nosotros tenemos, es verdad, naciones corrompidas”; con patetismo y fervor estamos dispuestos a corroborar y hacer nuestro lo dicho en este otro verso del autor de Las Flores del Mal: “¡Oh, dolor! ¡Oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida…!”; ¿y qué efecto podrían causar en la l lector estos versos: "Esos travestidos vestidos son emblema / de tu espíritu tumultuoso, /¡ay, loca de quien loco estoy! / ¡te odio tanto como te amo!". Y esta dramática y desgarrada interrogante de Rimbaud –casi un apóstrofe- ciertamente nos produce pavor: “¿por qué no me ayuda Cristo, dando a mi alma nobleza y libertad?”. ¿Y qué genera en nosotros este bello par de versos de Verlaine: “Llueve en mi corazón/ como llueve en la ciudad”? Sin duda: desolación y nostalgia.
Y, bueno, en el Perú es reconocido como el primer y más conspicuo representante de esta corriente -el simbolismo- José María Eguren, poeta limeño, nacido el 7 de julio de 1874 y muerto el 19 de abril de 1942. Sin embargo, corresponde hacer una precisión. A diferencia de los poetas franceses, libremente -o sea, sin someterse a recetas o mandatos ajenos- Eguren hizo lo que los simbolistas galos no hicieron: cumplió a cabalidad aquello de echar por la borda el tono declamatorio y sensiblero y también el clásico prurito de la descripción objetiva, a que hace referencia el manifiesto antes mencionado.
Y fue mucho más allá. Desde su primer libro -Simbólicas-, que es de 1911, se comportó, sobre todo, como un creador pleno; es decir, no solo como un diseñador de símbolos que, como sabemos, lo que únicamente hacen es sugerir o ayudarnos a señalar objetos, digamos, de manera evocativa, representándolos (ya sabemos: símbolo es la figuración representativa de valores y conceptos, como nos dice el diccionario; es alegoría, imagen, personificación...). Y, además, con Eguren (transcribo las palabras del maestro Estuardo Núñez) “concluye el ciclo y señorío de la poesía descriptiva o explicativa, sierva de motivaciones extrañas”[1]. En buena cuenta, lo que Eguren hizo en poesía no fue lo que los simbolistas franceses quisieron hacer y de algún modo hicieron. En un par de palabras, -y lo digo con plena convicción-nuestro poeta no hizo exactamente poesía simbolista.
El ejercicio poético de José María Eguren se desarrolló, más buen, como aquello que -años después de la publicación de Simbólicas- otro poeta, el chileno Vicente Huidobro, expuso por primera vez como teoría estética, en Buenos Aires, el año 1916, y después sustentó, en 1930, con la publicación -en francés- de su libro llamado Manifiesto. Me refiero al Creacionismo, que proponía lo siguiente: “Hacer un poema como la Naturaleza hace un árbol”[2]. Y, así, por ejemplo, Eguren nos habló de un curioso y pintoresco personaje al que llamó el “duque Nuez", o de dos “monárquicos” seres inubicables, de un reino onírico, enfrentados en un combate sin objeto de disputa conocido; o, incluso, de algo a lo que los lectores siempre hemos tratado de atribuirle significados afiebrados sin siquiera acercarnos a lo que sería un indicio razonable de acierto, y que el poeta nombró como “la tarda”.
Es decir, tomando en cuenta la sencilla pero puntual definición del simbolismo que hace Enrique Carrillo (“la interpretación figurada de la realidad”), y la precisión acertada de Ricardo Silva Santisteban ("Es fundamental en los simbolistas el uso de la sensación, su arte es impresionista"), creo que José María Eguren no es, estrictamente hablando, un poeta simbolista sino, más bien, creacionista; e incluso me atrevería a afirmar que, antes de Huidobro (claro, sin teorías, manifiestos o declaraciones, sino en su ejercicio poético), fue el creador del creacionismo (perdonen el pleonasmo).
Pero, hagamos un paréntesis para hablar de un personaje “real”.
¿Recuerdan el bello y riguroso estudio de Antonio Cisneros acerca de El bote
viejo, el poema de Eguren? Bien. Ese bote, que “Bajo brillante niebla, / de
saladas actinias cubierto / amaneció en la playa…”, también es, como apunta el
autor de “Agua que no has de beber”, “un personaje mítico, situado en una
atmósfera mítica”.)[3]
Así, pues, inverosímil
pero real, es la poesía de Eguren, poeta al que con frecuencia identificamos como Peregrin, cazador de figuras, el personaje
aquel, solitario, que en el poema “mira desde las ciegas alturas”.
El pecado de no ser habitantes de una parcela de tierra como lo somos nosotros o nuestros objetos
cercanos, y ser, por ello, materialmente inasibles e invisibles, hizo que aquellas cosas de que hablaban y siguen hablando los versos de nuestro poeta no llegaran a ser
“entendidas” por quienes (casi todos) han esperado casi siempre una poesía que
“llegue al alma”, que sensibilice, o que sea descifrable por el intelecto y que
hable de todo aquello “que le gusta a la gente”; es decir, fácil, explícita, y
que, además, sea dicha con una musicalidad conmovedora y apasionante.
Pero la poesía de Eguren
(el autor de Simbólicas y de La Canción de las figuras) no fue
precisamente lo que en un momento dijo José Carlos Mariátegui, “una visión tan
virginal de las cosas”[10] sino, lo que el mismo Amauta señaló acertadamente después: una
visualización de los sueños y las metáforas del poeta[11]; una existencia en sí misma (quiero decir una realidad; una “cosa”, en
el mejor sentido de la palabra), expuesta al mundo. Una poesía para leerla,
discurriendo mentalmente a través de ella, o solo para mirarla como quien mira
y admira los cuadros pictóricos en una exposición. En suma, una poesía que,
como tal, nos ayude a ser más humanos y felices, en libertad y belleza. Porque
la poesía es, como lo dije en otra oportunidad, “una inútil e inocente pero
valiosa e insustituible declaración de amor a la vida y la libertad”.
Eguren nos enseñó (pero aparentemente no terminamos aún de aprender) que la poesía no solo es ritmo, música, conmoción, y tampoco el retrato o el reflejo de la realidad que nos rodea. Nos dijo, con su escritura poética y no precisamente a través de argumentos teóricos o manifiestos, que la poesía no solo debe ser “comprendida” con la lectura “intelectual” o la complicidad pasional sino, también, con el asombro y la perplejidad, y con el goce, que la poesía no tiene que, necesaria o únicamente, decirnos, comunicarnos, informarnos, ya que también puede solo exponerse, desnuda, como una joya en la vitrina, como juguetes en un mostrador. Porque, como lo dije en anterior oportunidad, “la poesía no tiene necesariamente que dar constancia de un hecho, no está condenada a ser prueba instrumental para acreditar acontecimientos; su principal prerrogativa es ofrecer certeza de sí misma, dar fe de su propia existencia”[12].
La poesía, lo sabemos
ahora gracias al poeta que vivió en Chuquitanta y en Barranco, es una realidad
independiente y soberana que, aunque puede hacerlo, no está obligada a
servir como agente transmisor de resonancias externas, o para cantar y
alabar heroísmos acaso dudosos o para llorar decepciones o amoríos frustrados.
Una poesía que no tiene que estar, necesariamente, comprometida con causas
extrapoéticas, ni ser un medio o instrumento de intereses o de preocupaciones
subalternas, sino –repito- tan solo ser y celebrar su propia existencia. No
para “hacer” la revolución; porque la poesía no es un arma, sino el acto mismo
de la revolución, pues hace posible –con su desenfado e incluso con su
ingenuidad y travesura- que la utopía no esté a la vuelta de la esquina, sino
más cerca, aquí: ante nuestras propias narices, como indicio y evidencia de
belleza, de vida, de esperanza. No, por supuesto, que “corteje y adule” el
“gusto mediocre” de la burguesía[13], pero tampoco que se convierta en el sahumerio de la “dictadura del
proletariado”. Una poesía que sea (y solo sea lo que es): la sublimación y no el
envilecimiento de la palabra.
No almibarada, pero
también exenta de acíbar. Para cambiar la vida, como quiso Rimbaud. Esto
fue y sigue siendo la poesía de José María Eguren, hacedor de fantasías,
constructor de sueños. Poesía, solamente poesía. Ya lo insinué y lo repito:
(Sin embargo, ¡oh, sorpresa!, también encontramos algo que es, en alguna
medida, ajeno a lo antes señalado o, mejor dicho, que a pesar de ser todo ello,
también advertimos allí la presencia de lo que tal vez pudiera parecer distante
de la poética de Eguren. Aparece en un poema que no formó parte de ninguno de
los libros publicados por el poeta: en un poema bellísimo que dibuja, siempre
en el inconfundible y magistral estilo de nuestro poeta, la belleza del campo,
y se llama, precisamente, Campestre. El amor que se vislumbra allí no es
precisamente de pasión romántica, pero es amor, al fin y al cabo; un amor
infantil. Leamos: «… en el valle percibo / triste sombra con un capirote. /
¿Infortunio será que me sigue / en su largo caballo de trote? // -Son quimeras,
Danira me dice, / son temores de tu fantasía; / sé que reina esperanza en el
monte / con rosada, celeste alegría. // -Mis temores, por suerte suplico, / hoy
que llegan del alba placeres / en un sueño de bosque dorado, / son, Danira,
saber tus quereres». Eguren enamorado, pues, de Daniela -¿mujer real o
inventada-).
(20 de octubre 2015)
[1] Estuardo Núñez: Introducción a José María Eguren. Poesías completas. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1961. Pág. 12.
[2] Veamos como Huidobro definió el Creacionismo: “Crear un poema tomándole a la vida sus motivos y transformándolos para darles una vida nueva e independiente. Nada de anecdótico ni de descriptivo. (…) Hacer un poema como la Naturaleza hace un árbol.” Es lo que hizo Eguren, pues.
[3]Antonio Cisneros: El mecanismo del transcurrir en un poema de Eguren: “El bote viejo”. En José María Eguren, Aproximaciones y perspectivas. Universidad del Pacífico, 1977.
[4]Alberto Escobar: Antología de la Poesía Peruana, Tomo I, 1973. Peisa. Pág. 17
[5]Armando Rojas: El lenguaje de Eguren. En: José María Eguren, aproximaciones y perspectivas. Universidad del Pacífico, 1977. Pág. 135
[6] Pero, en
realidad, la poesía de Eguren no es oscura, sino luminosa y llena de color:
destello, rayo, relámpago.
[7]Estuardo Núñez: Prólogo a: José María Eguren: Poesías completas. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1961.Pág. 11.
[8] Entrevista a Emilio Adolfo Westphalen (por
Federico de Cárdenas y Peter Élmore), En: Diario El Observador, 25/04/1982.
[9] José Carlos Mariátegui: Peruanicemos al Perú.
Empresa Editora Amauta, 1972. Pág 219, 220.
[10] José Carlos Mariátegui: 7 Ensayos de
Interpretación de la Realidad Peruana. Empresa Editora Amauta, 1972. Pág. 295.
[11] José Carlos Mariátegui: Peruanicemos al Perú.
Empresa Editora Amauta, 1972. Pág. 223.
[12] Bernardo Rafael Álvarez: “Música quena alma
lágrima viva: la poesía de Róger Santiváñez. En:
http://berafalvarez.blogspot.pe/