Octavio Paz escribió, respecto del haikú, que es «la anotación rápida, verdadera recreación, de un momento privilegiado»; que «... a pesar de su aparente simplicidad (...), es un organismo poético muy complejo. Su misma brevedad obliga al poeta a significar mucho diciendo lo mínimo»; y agregó: «... el haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía capaz de hacer saltar la realidad aparente». Y citó, entre otros, este bellísimo poema de Bashô, «que ha resistido, es cierto, a todas las traducciones» (y también a los insolentes plagios, agrego yo): «Un viejo estanque: / salta una rana ¡saz! / chapalateo».
¿Por qué hago esta rápida alusión al Nobel mexicano? Porque tengo en mis manos un extraordinario libro de haikús -escritos no en Japón, sino aquí, en nuestro Perú- que me impresionado sobremanera. Lean este:
Aquí vengo a
tu sendero de gracia.
Me aúpa el verbo.
Increíble, realmente: es, entre otras cosas, celebración justa de la palabra. No es, como hacen otros, una simple e insulsa agrupación de diecisiete sílabas (cinco, siete, cinco). Es que, hablando con propiedad, el haikú no es un género poético que se caracterice únicamente por esa forma métrica; es, sobre todo (y aquí empleo otra vez palabras de Paz), «significar mucho diciendo lo mínimo».
Lean este otro:
Luces del faro
de ese viejo Volkswagen:
¡vuelo del ave!
¡Soberbio! Un poema que, estoy casi seguro, habría hecho que nuestro inolvidable Marco Aurelio Denegri diese el grito al cielo: «¡No, esa no es palabra poética!» habría dicho refiriéndose a «Volkswagen»; y podría haber explicado que un haikú no debe contener expresiones referidas a cosas ajenas a la naturaleza, o algo así. Pero, la verdad es que este género, cuyos más notables representantes son Bashô, Yosa Buson, Issa y Shiki, carece de normas prohibitivas; lo único, digamos, en algún modo ineludible es el tener en cuenta el número de sílabas en cada uno de los tres versos, y lo demás entra en la plena libertad creadora, pero, naturalmente, sin afectar lo que es esencial: el impacto gigante a pesar de la simplicidad. Ah, y otra cosa: el haikú no tiene necesariamente que ser -como creen algunos- una suerte de prolongación (o imposición) de la filosofía, religión o sensibilidad Zen, ni siempre ha de aludir a una estación del año (esto podemos encontrarlo en poemas japoneses tradicionales; pero nosotros no estamos obligados a seguir esa senda).
¿Y el humor? Claro que también el humor puede estar en un haikú (y no solo el «humor seco» a que se refiere Paz, en Las peras del olmo). Por ejemplo, en este:
Hombre bosteza,
alucina su sueño
de mala muerte.
O en este otro:
Niña con duende
sin el diablo en su cuerpo.
Vieja pacata.
También puede -¡cómo no!-, un haikú, ser formulado como interrogante y en él, incluso, ser nombrado el leal canino que nunca olvidó a Ulises:
Por qué vagar
en mi salado mar
¿verdad fiel Argos?
Bueno, ya tengo que decirlo. Los haikús que he transcrito tan solo como una casi microscópica muestra, son de una muy talentosa poeta peruana, Julia del Prado , extraordinaria hacedora, en nuestro medio, de este tipo de poemas cuyo origen, como sabemos, está en el Japón y (vuelvo a citar textualmente palabras de Octavio Paz) se desprendió «del renga haikai (y luego) empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku».
¡Celebro tu bella y valiosa poesía, Julita querida!