“Tengo
una pena… ¡Será de frío!”, decía luego de dar un par de rasgueos a su humilde
guitarra o, como él la llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser
precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que funcionaba su taller (algún
nombre tengo que darle) estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del
Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio Municipal Mixto. Vestía
un medio deslustrado saco azul marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que
registra mi casi frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos traguitos, con una
casi apretada frecuencia, pero el licor nunca llegaba a producir efectos
grotescos en su comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos solía
contarnos algunos episodios, ya borrosos, de su vida. En cierta ocasión (le
gustaba recordarlo ante nuestra jubilosa curiosidad, con irrefrenable
recurrencia y sin poder disimilar un inocente orgullo) llegó a cantar en el
otrora “Coliseo Nacional”, en Lima. “Tengo una pena…”, insistía. Probablemente
aquella fue la única vez que pudo dar a conocer su talento, su arte, frente a
un público distinto al minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros,
en Pallasca. En la sonrisa que se dibujaba, discreta, tímida, candorosa, en sus
ojos vivaces, se filtraban sentimientos de tristeza, de frustración, de
abandono, pero también de esperanza. Era un hombre (lo conocí ya prácticamente
anciano) que inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que (¡mocosos
de miércoles, cuándo no!) le hayamos hecho víctima de alguna imberbe
perversidad (bromas pesadas rayanas en el sarcasmo, por ejemplo, pero nada
más). “Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de acentuar intensa y
conmovedoramente esta palabra: niño –que en sus labios sonaba a bondad-, volvía
a dar tres o cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de Cajatambo, se
abrazaba a la guitarra pegando el pómulo izquierdo a los trastes, como en un
acto de amor, y enseguida se sumergía en un prologado silencio que parecía un
túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel inolvidable pallasquino. Ahora que
es invierno lo evoco con nostalgia, y me doy cuenta de que, también yo, siento
una pena; tal vez como la de él, ¡mi irrepetible paisano, nuestro entrañable
"Huáychago"!
© Bernardo
Rafael Álvarez
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* Escrito en junio del 2006,
fue incluido en mi Diccionario Pallasquino. Ahora lo vuelvo a publicar,
con unos mínimos retoques.