Lo dije durante la presentación de
un libro suyo, y hoy vuelvo a decirlo: Se trata de uno de los poetas y
escritores peruanos más desenfadados que conozco. Con eso –con su desenfado-
demuestra algo de lo que estoy plenamente convencido: que la poesía también es
alegría, “vacilón”, irreverencia, y no solo sufrimiento, no solo rabietas (por
decepciones o sueños dizque revolucionarios, o cosas por el estilo). La poesía
(y, en general, la literatura) es –principalmente- para dar felicidad (repito,
para que no se vaya a malinterpretar: principalmente, no únicamente). Ah,
y otra cosa, la poesía -lo digo y lo diré siempre- no es –como equivocadamente
creía el buen Charles Bukowski- privilegio de infelices.
Hace prácticamente un año, nuestro escritor nos entregó
su –hasta ahora- última producción literaria (el libro al que aludí). Una obra
en prosa que, aunque no se trata precisamente de un “descendimiento al
infierno”, nos presenta virtualmente a su autor algo así como a un Dante (o,
tal vez, como Caronte en una barca) desplazándose por lo que sería el
“inframundo”. Algo que –solo por analogía en cuanto a formas- me atrevería a
vincularlo con el regreso de Juan Preciado a Comala en busca de Pedro Páramo
(en la extraordinaria novela del mexicano Juan Rulfo); y que, por el carácter de
su desbarrancada imaginación podría ser asociado, también, a Ionesco, el de lo
absurdo en la literatura. El libro al que estoy refiriéndome es Los
muertos hablan latín, aparecido en octubre del 2018.
Bien. El trabajo -con la palabra- del autor a que estoy refiriéndome, se puso de manifiesto, inicialmente, con la publicación de Paroxismo,
poemario que apareció, si mal no recuerdo, en 1973. Años después, en 1995,
publicó otro que me impactó sobremanera, que me conmovió: Poeta en el
infierno. Reeditado el año 2012, con la eliminación -creo que
injustamente- de algunos textos, y que tiene, entre otros, un poema que es
expresión de una intensa y sincera ternura –filial, en este caso-, en momentos por
demás terribles; me refiero a aquel cuyo título simplemente es este: “Olvidarás
que has muerto hace mucho”. En él, el poeta le cuenta a su padre muerto acerca
de lo que tuvo que vivir cuando la estúpida y cobarde represión de un gobierno
dictatorial lo llevó injustamente a la cárcel como si se tratara del más
peligroso de los delincuentes terroristas; le habla con una extremada familiaridad,
con lo que ya aludí al principio, con desenfado, con lenguaje de barrio, de
calle: “…sigamos conversando, viejo, / cuéntame de las muchachas de allá”, le
pregunta al final del texto, “esto te hace bien, / olvidarás que has muerto
hace mucho”. Y este otro, “Carta de amor a una hermosa gitana”, en que –casi
desfalleciente- le dice a Zulma: “tal vez jamás
vuelvas a verme con vida, / es de poetas morir de crepúsculos, / pero no llores
pequeño ángel, / amaste a un poeta, / es decir, amaste a todos los hombres de
la tierra / y no hay historia de amor más bella que la nuestra”. ¡Tierno y
desgarrador, realmente!
Es poeta y también es narrador. Un narrador que (como ya
lo di a entender) tiene la virtud de mandar al diablo la solemnidad, que no le
importa lastimar la castidad de algunos oídos. Les cuento (y, por favor,
discúlpenme si son o parecen escabrosas las referencias que voy a hacer, y que
probablemente –lo digo en broma- empujarían a buscar agua de azahar o de
valeriana): En 1983 nos sorprendió con una colección de relatos desconcertantes
que, desde el título, ya estimula la necesidad de, acaso, santiguarnos como si
fuéramos viejas beatas llevadas con engaños a ver una película porno. Me refiero
al libro nombrado como El violador de
Lurigancho. Ah, pero si esto –a pesar de todo- pudiera parecer “pasable”,
debo decir que hay un cuento cuyo título que a pesar de ser –digamos- medio
oblicuo, viene con una carga extremadamente perturbadora, por eso que conocemos
como “doble sentido”; el título es este: Al
cielo se entra por atrás. ¿Creen que allí acabó todo? Pues no. Aquí otro (que
corresponde a un relato publicado con mordaces ilustraciones): El ratoncito caficho. ¿Qué les parecerá,
lo dicho, a los varones píos y a las pudorosas damas?
¿De quién estoy hablando? Pues, ¡de quién más!, de Jorge Espinoza Sánchez, poeta y
narrador, amigo mío –casi un hermano- desde aquellos locos e inolvidables años setentas; aquella década irrepetible: de sueños
apacibles, a veces; y también de sueños sobresaltados (cuando, hacía poco nomás
se hablaba de “hacer el amor y no la guerra” y el movimiento Hippie se rebelaba
contra el sistema, sin revueltas, barricadas, ni bombas molotov, solo con
flores y silencio, con amor, y alejamiento de las ciudades; cuando –hacía poco,
también- había aparecido lo otro (revueltas, barricadas, bombas molotov: Mayo
68, en París. Después, el 69, con 3 days of peace & Music, es decir,
¡Woodstok!).
Jorge Espinoza Sánchez, el escritor para
quien (como para mí) la literatura, ya lo dije, no tiene que ser solo drama,
solo frustraciones, solo infelicidad; sino, también, júbilo, desenfado,
optimismo; un escritor –vuelvo a decirlo- que manda al diablo la solemnidad.
Porque la literatura (que lo sepan los comisarios y censores oficiosos) es
ejercicio pleno de la libertad, como lo es el arte, la poesía; no aduladores
del poder, no sometidos a camarillas ni al cuidado de censores y tampoco a
sospechosos e inadmisibles “códigos deontológicos”.
Efectivamente, todo eso a lo que aludí puede encontrarse
en la literatura; pero, claro, también más. Incluso, por ejemplo, puede comportarse
como una suerte de instrumento de denuncia, cómo no, lo cual es legítimo.
Y, bien, denuncia es lo que, en buena cuenta, Espinoza Sánchez nos presenta (con una
belleza terriblemente corrosiva) en una de las novelas creo que más reeditadas
en nuestro medio; me refiero a Las cárceles del emperador, que es
como una crónica en la que, descarnadamente, nos habla del “descendimiento a
los círculos más profundos del infierno” (como lo dijo nuestro amigo el
cineasta y escritor Fico García): la vida en una cárcel del Perú, de lo cual –a
su manera, y en circunstancias distintas- también escribieron Gustavo Valcárcel
y José María Arguedas.
Se trata, digamos, de algo así como un testimonio novelado que nos recuerda el paréntesis sin
duda más terrible y dramático, que llegó a vivir su autor (y que, en buena
cuenta, también sufrió todo nuestro país), en época de la excrementicia y
paranoica última dictadura sufrida por el Perú, y que coincidió con la criminal
presencia de una banda dizque “revolucionaria”, que solo trajo destrucción y
muerte.
El autor de Las Cárceles del
emperador, fue una de las víctimas de esa dictadura. Tomado prisionero por
las fuerzas de seguridad y acusado de pertenecer a una de las organizaciones de
artistas populares vinculadas a esa demencial banda conocida como “Sendero
Luminoso” (y, lo que es peor, de integrar uno de los llamados “comités de
aniquilamiento), fue llevado a una celda del penal Castro Castro en donde pudo
ser testigo de los horrores del abuso y la humillación a que eran sometidos los
internos. Inocente de todo delito, vivió durante quince meses la experiencia
más ruda que puede soportar un poeta, un escritor: acusado, procesado y
encarcelado por el más reprobable crimen, ser senderista, es decir, seguidor de
un mediocre personaje que –en un arranque de demencial audacia- llegó a
autoproclamarse “la cuarta espada del marxismo leninismo mundial” (y al final
–después de haber sembrado el terror, la muerte
y la destrucción- terminó alabando al más asqueroso y criminal gobierno
de nuestra historia, el de Fujimori y Montesinos, tras recibir una torta de
regalo).
Obviamente no voy a reseñar o contar el argumento de la novela, pero sí
voy a dar a conocer los títulos de algunos de sus capítulos, que son
terriblemente expresivos: “El teatro de los perros descuartizados”; “Los
macabros calabozos”; “Los comandos de aniquilamiento”; “Durmiendo con un
cadáver”; “Quemaron a los muchachos”;
“Una rata en el menú”. Y este, que es la celebración final de un hombre que,
felizmente, logró salir airoso de la pesadilla: “Vuelvo a vivir, vuelvo a
cantar” (como aquella canción que durante los setentas cantaba el argentino
Sabú), porque el proceso judicial, kafkiano desde todo punto de vista, gracias
a Dios, culminó -como debía culminar, a pesar de la mala fe-: declarándose la
inocencia del acusado.
Esta es una novela en que, más que la descripción de escenarios, lo que
importa y prevalece es la acción, porque –como sabemos- son los actos los que
muestran, con mayor rigor y verdad, la realidad humana.
Y aquí, en Las cárceles del
emperador, se presenta a los cuatro vientos la realidad novelada –es decir,
basada en hechos y personajes reales- de aquellos años de la barbarie o, como
los llama su autor, del espanto. Esto, sin embargo, bajo ningún punto de vista
razonable, puede significar que estemos ante una crónica, o ante la biografía o
las memorias del autor, o frente a un texto de historia. Solo es una obra
literaria de ficción.[1]
No es, pues, únicamente una suerte de testimonio novelado. También, como
lo dije antes, es una denuncia, una denuncia descarnada y conmovedora. Pero,
además, es la expresión de júbilo y culto a la libertad del escritor, del poeta
(por eso está escrita con una profusión de expresiones que no son precisamente
de un narrador común y corriente, sino de un hacedor de poesía). Nos dice –sin
decirlo- una cosa: incluso tras los barrotes, la poesía es capaz de respirar
libertad.
Una novela que nos genera (por la calidad de su escritura) placer al
leerla, pero que, también, nos solivianta.
Las cárceles del emperador es una novela compuesta por cerca de
cuatrocientas páginas, pero – ¿saben una cosa?- tiene la particularidad o
virtud de poder ser resumida (y es lo que voy a hacer) en dos palabras, que –creo-
deberían ser dichas con absoluta indignación y esperanza: “¡Nunca más!”. Cierto. ¡Nunca más! a las dictaduras, sean de
derecha o sean de izquierda, y a su hediondez. ¡Nunca más! a la violencia criminal de los que se creen redentores y
no son más que infames “héroes” de caricatura y pacotilla. ¡Nunca más! a la destrucción y la
muerte. (Pero, ¡Nunca más!, también a
la mordaza y persecución de los escritores, promovida por comisarios de siete
suelas).
¡Gracias, Jorge, por esta novela que es, definitivamente, un canto
descarnado y escalofriante de alabanza a la justicia, a la libertad y a la vida!
27
de setiembre del 2019
[1] ¿O es que, acaso, alguien podría creer, por ejemplo,
que el abogado al que en la novela (pág. 87) se le califica como “desastroso profesional”, es
la representación de algún letrado conocido y, por ello, tal vez sea
conveniente dar el grito al cielo por el
imperdonable “agravio” de que ha sido “víctima”?