El Museo de
Arte Contemporáneo, cuya edificación se ha reiniciado en Barranco, no llevará el nombre de Fernando de Szyszlo, porque él ha renunciado a este justísimo
homenaje a su elevada calidad de pintor, de pensador, de hombre; y también, porque él posee un demérito imperdonable en los grandes: estar vivo. La
mezquindad y la envidia parece que han vencido una vez más en este país que últimamente
está acostumbrándose a los disparates. Una de las obras mayores del arte
peruano contemporáneo es la que desarrolla desde hace algunas décadas don
Fernando: con dramática luminosidad, sus cuadros nos presentan al Perú, sus
colores, sus formas, su espíritu. Es, probablemente, la pintura más auténtica e
individualizable que se ha hecho en los últimos tiempos (un cuadro de Szyszlo
puesto al azar en medio de un número infinito de obras de distintos autores, países,
épocas y corrientes, es fácilmente identificable); individualizable pero sin
dejar de ser universal. Un Szyszlo es un Szyszlo, se diría con orgullo
nacional. Pero este es el Perú, pues, donde la mediocridad -brillosa mas no
brillante- gana adeptos y aplauso. Recordemos, si no, que hace poco tiempo al
centro de formación de los diplomáticos se le asignó el nombre de un oscuro
personaje sin más méritos que el ser jugador de "bridge" y haber
regalado su casa que ahora es usada como sede de dicha institución. Quizás -y
no sorprendería- los "genios" que han pataleado contra Szyszlo
quieran lo mismo: que el Museo de Arte Contemporáneo lleve el nombre de algún
pintor del parque Kennedy o, acaso, de un pintor de "brocha gorda".
Creo que Vargas Llosa exageró con aquello de "liliputienses", pero más
exagerado sería ponerse a buscar otra palabra más apropiada para designar a los mediocres y envidiosos. Lamentablemente, hay gente que
quisiera un Perú de pacotilla. ¡Uf!
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*Publicado inicialmente el 17 de abril del 2006, en Bitácora Extraviada.