Quien dice que se va, ya se ha ido
Tradición popular
Desde sus primeros
cuadernos de poesía, hasta los más recientes, la escritura de Juan Cristóbal (
José Pardo del Arco, Lima, 1941), es una
suerte de bajo continuo, sostenido, tenso,
enriquecido a veces con las vibraciones y tonalidades armoniosas de un lirismo afincado en el
lenguaje onírico y el enjoyamiento verbal y así mismo, a manera de corriente
alterna y complementaria, con algunos rasgos ásperos y altisonantes de la
oralidad que viene de la calle y sobre todo de la esquina transgresora. Sus
formas discursivas predominantes en el marco
del canon de occidente
constituyen la celebración de una
retórica que nos seduce por la sensualidad de sus imágenes insospechadas, orillando, a veces con temerario riesgo, el
vacío semántico y el lenguaje críptico. Los textos de Juan Cristóbal, son,
pues, una fiesta de la palabra y de la
imaginación sin fronteras.
Uno de los filósofos
contemporáneos más sugestivos y heterodoxos, a quien muchos consideran como un
marxista libertario (si es que los hay), Gilles Deleuze (1925 – 1995), casi
cerrando el siglo XX decía: “La filosofía
no sirve al estado, ni a la iglesia, que tienen preocupaciones. No sirve a
ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía
que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía”. A la
sombra de lo que señala Deleuze en torno a la filosofía de nuestros
días, reparamos que en el discurso, plural sin duda, de la poesía
latinoamericana actual, encontramos un signo característico poco auspicioso: es
un discurso que no explicita el júbilo existencial ni del hombre ni de la
naturaleza. Pareciera más bien el testimonio verbal de una agonía anunciada ya
hace muchas décadas en el Perú, por lo menos. Y si no recordemos los versos de
Alejandro Romualdo: “Se está cayendo el cielo para siempre…Está
perdiendo altura. Se desciela”.
Precisamente, uno de los
hallazgos más relevantes de la escritura de Juan Cristóbal es darle una
configuración expresionista, honda, intensa y desgarrada a sus imágenes que
desbordan la frontera mezquina de la
realidad cotidiana, pues, su
mirada es más amplia, totalizadora. El
poeta, con el cielo hecho pedacitos y en medio de la orfandad más lacerante,
aguijoneado por la angustia existencial, con mucha destreza y dominio del
idioma, va en busca del bien perdido, la infancia, la madre, y tan sólo esta
búsqueda ya tiñe de nostalgia, de
melancolía, de un halo de tristeza su verbalización. La modernidad de su mirada, es decir la
desolación y el vacío que producen los
aparentes logros materiales, se
cristaliza en la mención de los trenes fantasmales, los aereoplanos que no
tienen dónde aterrizar, los barcos que surcan por mares procelosos, las
ciudades sórdidas y pavorosas, pero por
sobre todo por el escandaloso imperio del capitalismo en
detrimento de la condición humana. En el sustrato de los deslumbrantes pero
dolidos versos de Juan Cristóbal, hay una relación dialéctica con la realidad,
una mirada holística y crítica que nos dice a las claras de su postura ética en
el marco de la sociedad contemporánea.
En una de sus Visiones (1935), Walter Benjamin nos
dice que “Habitar significa dejar huella”.
Con un derroche de imaginación y un virtuosismo formal, cuando no con la
resonancia virulenta de la calle, y con un espléndido manejo del versículo y el
ritmo, Juan Cristóbal da cuenta de su existir, a manera de huellas
testimoniales, no retrayéndose en los
fértiles territorios de la soledad sino en el generoso horizonte de la
solidaridad. A primera vista se podría decir que la poética de Juan Cristóbal
es la del desencanto y la derrota, del ensueño vano y el absurdo fatuo: un lujo
verbal innecesario, un suntuoso delirio perverso. Nuestra apreciación dista
mucho de esta lectura extraviada. Su poesía es un signo notable de los tiempos
que vivimos. Tiempos de solidaridad sin límite alguno. Tiempos de revelación y
rebeldía ante la injusticia y el oprobio y el
olvido. Poesía para Juan Cristóbal es memoria ardiente de los osarios
anónimos que pueblan nuestro territorio.
Poesía es historia, magia y subversión. Poesía es militancia por un
mundo mejor y no deleznable como el presente en donde “Nuestros sueños parecen forasteros perdidos”.
Al hacer un recuento de sus
escritores favoritos, en medio de la fascinante creatividad vanguardista José
Carlos Mariátegui manifiesta su admiración y le rinde homenaje a Romain
Rolland, un escritor más bien
decimonónico y autor de la monumental novela Juan Cristóbal. El Amauta dice: “Los hombres jóvenes de Hispano-América tenemos el derecho de sentirnos
sus discípulos”. Y nos dice también que Romain Rolland “representa una reacción
contra un mundo de alma crepuscular y desencantada”. Y más aún,
Mariátegui sostiene que el autor de Juan Cristóbal “en los últimos años ha llevado más claridad a las almas y amor a los
corazones” y señala, para terminar su rendida admiración que su obra es un “exaltado ideal de belleza y de justicia”.
En uno de sus últimos
discursos, José María Arguedas sostenía que no distinguía bien cuánto
había asimilado el socialismo –leyendo a
Mariátegui y a Lenin-, pero sí sabía que el socialismo no había matado en él lo mágico. Con las distancias del caso, se me ocurre
pensar, a propósito del azar y la historia, que el Amauta, acaso adelantándose
a este merecido homenaje que hoy se le ofrece a Juan Cristóbal, podía haber
dicho de él lo que dijo de Romain Rolland. Esto es: la poesía de Juan Cristóbal
“representa una reacción contra un mundo
de alma crepuscular y desencantada”, la poesía de Juan Cristóbal “ha llevado más claridad a las almas y amor a
los corazones”, la poesía de Juan Cristóbal es “un exaltado ideal de belleza y de justicia”.
En consideración a lo que acabo de reseñar, y
para terminar, nosotros, sus lectores
agradecidos, sólo le podemos decir lo siguiente
a Juan Cristóbal, ante el anuncio de que dejará para siempre la página
en blanco: compañero, no sea malo en sucumbir. Escriba siempre al pie del orbe.
A esta demanda unánime, yo me adhiero.
Gracias…
Lima, 14 de octubre, 2014.