Cuando fui
casi un niño aún, colaboré con el Padre Nicolás Toth en la edición de una
revista parroquial en Pallasca, impresa en mimeógrafo. El padre redactaba las
notas y comentarios, y cuando me las dictaba para mecanografiarlas sobre el stencil con el
uso de una vetusta máquina de escribir, después de algunas palabras decía:
"vírgula". Yo, por cierto, no entendía ni miércoles. "¿Cómo
dice, padre?", tuve que preguntarle antes de meter la pata. El padre Toth,
tratando de ser más elocuente y claro, en una hoja de papel puso la respuesta:
dibujó una rayita medio en curva. "Pon esto", me dijo. Todo quedó
explicado; se trataba de la coma (,). Es decir, aprendí algo nuevo: vírgula o
virgulilla, como sinónimo de coma. El padre redactaba los textos y también
hacía las ilustraciones, para lo cual empleaba un alfiler: era un excelente
dibujante.
Por aquella época también, mi hermano Jorge y yo le acompañamos a
Cabana, cuando el padre tuvo que viajar a Lima. Nuestra compañía tenía un
propósito: regresar a Pallasca con el Caballo. Esto por qué: porque, ante un
pedido del religioso, yo le aseguré que sí podía acompañarlo. La misma
respuesta había sido dada también por mi primo "Seshón", pero -más
astuto- oportunamente renunció al viaje, escondiéndose para no cumplir con su
palabra. En tales circunstancias, solidario, mi hermano decidió no dejarme
solo. Y nos fuimos. Fue una experiencia inolvidable.
El recorrido lo hicimos
alternándonos los tres en la cabalgadura. No obstante lo flaco que era el
religioso, la verdad es que demostró una excepcional fortaleza en largos
trechos recorridos a pie.
Cuando llegamos a Huandoval (al mediodía), algunos pobladores que
se habían percatado de nuestra presencia le pidieron al padre que se acercara a una de
las casas, a la entrada del pueblo, en que se velaba un difunto, para decir una
oración; a Jorge y a mí nos invitaron allí un plato repleto de papas fritas.
Ya
en Cabana, después de instalarnos en la casa parroquial, en la noche fuimos a
un restaurante cercano en que nos sirvieron sopa de gallina. Al final, como una
suerte de "asentativo", el padre nos preguntó si queríamos tomar un té o
algo parecido; él hizo un pedido que a mí me pareció raro porque era la primera
vez que lo escuchaba en mi vida: pidió un "té de hierba luisa" y
nosotros, copiones, hicimos lo mismo. Ah, pero antes ocurrió algo que, no van a
creerme, hasta ahora sigue generándome una suerte de frustración y
arrepentimiento. Mi hermano, al tomar el exquisito caldo de gallina hacía lo
que nadie hace debido al "qué dirán": suelto de huesos simple y
llanamente "surrupeaba", es decir, sorbía ruidosamente la sopa. El padre Toth, con aquella voz de abuelito
cariñoso que tenía, comprensivo y complaciente pero al mismo tiempo
aleccionador le dijo: "Jorge, no debes hacer sonar, no debes hacer sonar,
mientras tomas la sopa". Perverso, sonreí, porque, claro, yo tomaba
silenciosamente pero no tanto por "bien educado", sino por tímido y
vergonzoso. Y a ello se debió que, cuando ya había que dar cuenta de la presa,
preferí dejarla en el plato para no cometer algún despropósito. Era una
tremenda molleja de gallina de la que, muy a mi pesar tuve que privarme en aras
de la "buena educación".
Más tarde nos fuimos a dormir. El padre Toth
durmió en una habitación que, sin duda, ya estaba preparada para él. A mi
hermano y yo nos acondicionaron (porque obviamente no había un catre adecuado)
unas sillas en dos filas sobre las que fue convenientemente colocado un colchón de dos plazas
(nunca antes habíamos visto uno similar), en una sala que daba al patio en que
florecía un bello jardín. Como suele ocurrir cuando uno duerme en casa ajena,
aquella vez nos despertamos muy temprano.
Ya levantado, caminé hacia el patio
donde cantaban las pichuchancas y, no van a creerlo, mi frente casi
termina con un tremendo chichón. Nunca antes, como dije, había escuchado
aquello de “té de hierba luisa” ni visto un colchón tan grandazo como el que
nos dieron, pero tampoco ví, ni podía imaginarme, que en una casa de un pueblo de la Sierra hubiese una luna de vidrio gigantesca colocada
desde el piso hasta el techo, como la que, en efecto, estaba colocada allí,
separando a la sala del patio. En Pallasca solo había ventanas chiquitas con
lunas también chiquitas, nada más. Yo, tonto de capirote, creí que todo estaba
abierto ante nuestros ojos y por eso cometí aquella ingenua y, digamos, torpe
imprudencia por la que, de no haber sido porque la luna evidentemente era
fuerte, esta habría terminado en pedazos y yo absurdamente con la frente
ensangrentada. Esta vez le tocó a mi hermano no sonreír, sino reír a mandíbula
batiente. That is life.
[El padre
Toth, Oblato de San José, fue párroco en Pallasca, mi tierra, durante la última
mitad de la década de 1960 y en los primeros años de 1970. Acaba de
fallecer, y yo lo recuerdo como, estoy seguro, a él le habría gustado: con
alegría y cariño.]