No se sabe o, mejor dicho, yo no sé para qué vino al Perú. Lo que sí puedo afirmar con alguna certidumbre, gracias a ciertas informaciones medio borrosas a que he tenido acceso, es por qué salió de su país. Lo hizo, como se diría vulgarmente, “corriéndose de la guerra” (¿la Guerra Franco-Prusiana, tal vez?) o, en otras palabras, por no aceptar ser enrolado en las fuerzas militares de Francia, país donde nació. ¿Habría tenido motivaciones morales –digamos, rechazo a la violencia bélica, es decir, actitud pacifista-, o solo se trató de simple cobardía? Cómo saberlo. Lo cierto e innegable es que vino, y vivió, se casó, tuvo hijos y murió en este Perú al que García Lorca iba a nombrarlo como “de metal y melancolía”. Llegó en compañía de dos primos suyos que poco tiempo después retornaron a su patria cuando, tal vez, las aguas se habían calmado y probablemente las circunstancias ya no habrían de perjudicarles. En cambio el pariente de estos, como repito, se asentó definitivamente en el Perú, y en un pueblito de la sierra formó un hogar y llegó a tener cuatro hijos (tres mujeres y un varón). Se llamaba, como yo, Bernardo y fue mi bisabuelo paterno y -creo que es obvio, ¿no?- el pueblito en que sentó sus reales, fue Pallasca, mi tierra natal. En una foto sobre placa metálica cuya reproducción conservo, aparece de, aparentemente, unos cincuenta años de edad con sus vástagos. La mayor de ellos, Alejandrina, se casó con Manuel Jesús y su matrimonio, más peruano que la chochoca, resultó extremadamente fecundo: tuvieron diez hijos, mita-mita: cinco mujeres y cinco varones. Ella, Alejandrina, llevaba orgullosa su apellido francés, Brun. Manuel Jesús se apellidaba Álvarez, y, claro, también debió haber sentido orgullo por su apellido, apellido español de origen remotamente árabe. En una crónica que escribí hace algún tiempo acerca de la vivienda en que nací y viví los primeros quince años de mi vida y que ya no pertenece a mi familia, dije que estaba ubicada en el jirón Álvarez Gonzales y precisé además que don Manuel, “el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del siglo XIX y en los primeros años del XX”; señalé que “probablemente se trataba de un pariente mío”, pero que de eso y del apellido que llevo no estaba convencido. Bueno, pues, creo que ahora ya puedo hablar con cierta seguridad. Todo indica que el honor de ser pariente de aquel epónimo pallasquino, aunque legítimo, tendría un origen medio chueco y si eventualmente pudo ser agitado como bandera, bien merecería, probablemente, un par de comillas en sus flancos, puesto que el apellido legalmente heredado de mi abuelo sería, en realidad, un apellido medio “postizo”, generosamente entregado no por un hombre de buena fe, sino por una mujer llamada Casimira Álvarez que lo heredó a su hijo Toribio que fue –él sí- familiar directo (el progenitor) del que dije, don Manuel Álvarez Gonzáles. Entonces, el que, contra todo pronóstico, legalmente y con justicia “patriarcal”, debió haber sido el apellido de mi abuelo y por ende haberlo heredado yo, es López. Es que el abuelo natural de Manuel Jesús, mejor dicho, el verdadero, fue (al menos creo estar seguro) un cura que por muchos años se desempeñó como párroco en Pallasca y que por alguna razón o sinrazón (“decencia”, vergüenza o cobardía, no lo sé) prefirió no legar a su hijo y, en consecuencia, tampoco a sus demás descendientes ni siquiera su apellido. Cosa distinta ocurrió (¿lo recuerdan?) con aquel religioso gallego que después de celebrar el matrimonio de Pablo Manuel Porturas del Corral en Angasmarca –que fue el motivo por el cual vino al Perú-, se quedó en Santiago de Chuco y (¡de carne somos, pues!) se enamoró de Justa Benites, con quien tuvo dos vástagos, uno de los cuales, Francisco de Paula, llegó a ser el padre de nuestro más grande poeta, César Vallejo. Este religioso se llamaba José Rufo y, según escuché en mi infancia (y lo leí después en un artículo, creo de César Miró, en que se citaba como fuente a Francisco Izquierdo Ríos), habría fallecido en Pallasca y estaría sepultado en la sacristía del Templo de San Juan Bautista. Bien (vuelvo a este camino asaz pedregoso de mi traspapelada genealogía), en la partida de bautizo de mi abuelo, asentada el 28 de marzo de 1862 se lee, textualmente: “yo el infrascrito cura propio y Vicario de esta Doctrina exorcicé, bauticé, puse olio i crisma a Manuel Jesús, mestizo de tres días de nacido, hijo natural de don Toribio Alvarez i doña María Robles”. Este sacramento fue administrado en presencia de los padrinos Manuel Hidalgo y María García y de los testigos Concepción Trinidad y Andrés Encina, por el sacerdote que el día 6 de julio de 1869 –es decir, siete años después- casó y veló (así dice la partida) a quienes iban a ser mis bisabuelos maternos, Bernardo y Juana. Y ese mismo sacerdote, el 6 de abril de 1881, también incorporó al Cristianismo a la hija de aquella pareja de consortes, Alejandrina, la mujer que en mayo de 1920 trajo a este mundo a Rafael, el último de sus hijos varones (el “shulca") quien, un montón de años después, con la complicidad tímida y medio inocente de Abigail, llegó a ser -de esperma, sangre, espíritu y buena voluntad- mi padre. Alejandrina fue, pues, mi abuela. Creo que ya han podido adivinar, sin embargo voy decirlo: El cura, que sin dudas ni murmuraciones, con solemnidad litúrgica y tal vez cínicamente, participó en aquellos actos dizque impolutos, se llamó José Eulalio (¿Dios lo tenga en su Santa Gloria?) y –para más señas - su apellido fue López: ¡mi tatarabuelo de sangre y esperma! Es decir, aunque los documentos puedan expresar –como en efecto expresan- otra cosa, debo asegurar (sin orgullo ni herencia, naturalmente, pero sí con muy buen humor y sin paltas) que, como Vallejo, yo también tuve en mi familia un abuelo cura.
Ver donde otros no ven, o no quieren ver, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente; así de simple. Ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras y también la ojeriza. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros y objetivos. Ser decentes y sinceros. Justos. No esperar el aplauso fácil. Buscar la verdad. Respetar.