Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan
Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó vivir a Pallasca:
aquella que significó el haber tenido que enfrentar a la epidemia de difteria
que, en 1964, castigó sensiblemente a las familias más pobres de algunos
barrios y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!). Gracias a Dios y
a la oportuna atención que el Gobierno de entonces puso en el hecho, movido por
la campaña periodística que en gran medida activó María Cristina Nadramia -hermana
del “Chucro” Raúl-, el número de las víctimas mortales (¡niños todos!) no fue
excesivo. Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso el ministro
mismo, en atronadores helicópteros; también, por propia cuenta y empujado por
su proverbial bondad y cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el querido e inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La presencia de los reporteros
gráficos de algunos diarios fue algo sumamente novedoso: se metían por todas
partes con sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la noticia. En
honor a la verdad, debo decir que no les fue fácil encontrarla. No es que la
geografía fuese adversa, escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se
mostrara huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que, no obstante
lo delicado y grave de la situación, el drama no fue tan desmedido como para generar
noticias periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que no haya sido
así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que llevarse a cabo echando mano a
la imaginación. Ingresaban a los locales escolares, mientras los profesionales
de la salud -auxiliados por el sanitario del pueblo don Jesús Álvarez, hermano de mi padre, y también
por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y Mario Vidal- revisaban los ojos de los
niños, en busca de los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los
fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Es válido adivinar que el mayor
número de imágenes que saturaron sus rollos debió haber sido de paisajes y
caritas sonrosadas y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se
encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró Quesada (nunca conocí su nombre) que decía estar
impresionado por la belleza de la ciudad, por la armonía estética de su Plaza
de Armas y el valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista; era
lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o algo por el estilo. Por
cierto, su apellido dio lugar a que los “togados” –hospitalarios como todos los
pallasquinos- le brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso que
pueden ser ciertas circunstancias, los hechos pintorescos y anecdóticos se dan
en todas partes; y, en efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal
recuerda que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto los novios-
abruptamente abandonaron la ceremonia y, empujados por la curiosidad, corrieron
al estadio para ver al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como
dije al principio, los muertos fueron realmente pocos. Los periódicos
capitalinos se encargaron de dar cuenta de ello; uno, El Correo,
contaba que, por falta de ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus
propias camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su afirmación con
una medio convincente imagen fotográfica de primera plana. Efectivamente, allí
se veía a dos criaturas de espaldas (a uno de ellos lo reconocí al toque:
era Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados sobre una tarima y
alumbrados por una vela que su padre llevaba en la mano. Muchos años después,
en Lima, cuando en medio de una conversación surgió el nombre de Pallasca,
alguien que inmediatamente se convirtió en mi amigo, me dijo, emocionado:
yo conocí tu tierra, yo estuve allí. Era el autor de aquella irrepetible foto necrológica. Es
posible, como lo expresé antes, que Juan –ya no dormido como entonces- no se
acuerde, o que nunca haya sabido lo que ocurrió, debido a que la epidemia jamás
llamó a su puerta; pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede
negarlo. Claro que, naturalmente, no voy a darle las señas de Santiago, mi amigo
de la prensa escrita, para evitar, por si acaso, que lo maldiga (uno nunca
sabe). Aquella cruel y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió
para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –ahora lo confirmo-
las mentiras, antes que reprobación, merecen una entusiasta gratitud.
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