Para Igor Ignacio, mi hijo menor.
Aunque
estoy convencido del resquemor que puede causar en algunos, tengo que decir
–también con convicción- que el bello ensayo La utopía arcaica, José
María Arguedas y las ficciones del Indigenismo es, a la vez, una
apología de la ficción y de la libertad en la literatura y un homenaje, rudo
pero ecuánime, es decir justo[1], que Mario Vargas Llosa
tributa al novelista de Los ríos profundos.
Según su autor, La utopía
arcaica “corona un interés por Arguedas que comenzó en los años
cincuenta”. Recuerda que, al entrevistarlo para un periódico, en 1955, fue
seducido por “su atormentada personalidad y su limpieza moral”, lo cual se
convirtió en el estímulo que hizo brotar un particular interés por leerlo “con
una curiosidad y un afecto que se han mantenido hasta ahora”. El “caso,
privilegiado y patético”, de Arguedas le causó una especial inquietud, “porque
en un país escindido en dos mundos, dos lenguas, dos culturas, dos tradiciones
históricas, a él le fue dado conocer ambas realidades íntimamente, en sus
miserias y grandezas” situación que le otorgó “una perspectiva mucho más amplia
que la mía y que la de la mayor parte de escritores peruanos sobre nuestro
país”. Arguedas fue para el autor de La casa verde el único
escritor peruano con el que llegó a tener “una relación entrañable” y también
el único al que consideró entre sus favoritos”.[2]
Esta simpatía no impidió, sin
embargo, que, así como reconocía lúcidamente sus aciertos pudiera señalar
puntillosa e implacablemente sus deficiencias y defectos, y mostrar sus
discrepancias. Es decir, que hiciese, como debe hacerse cuando se está en la
posición del crítico, una lectura desapasionada y serena, sin sentimientos
adversos pero, también, exenta de actitudes complacientes, sin que por ello
buscara atentar contra la validez de las obras de Arguedas sino, como el mismo
Vargas Llosa lo dice al final de su libro, conferirles “una naturaleza
literaria”, realzar “lo que hay en ellas de invención” y consagrarlas en su
verdadero carácter: como ficciones que son y con las cuales su autor
–sentencia- definitivamente logró fue “edificar un sueño”.[3]
Entrelazando la
biografía, la historia y la crítica literaria, además de puntuales reflexiones
acerca del oficio del escritor, La utopía arcaica emprende una
exploración minuciosa del indigenismo a partir de la vida y obra literaria de
José María Arguedas, el más entrañable de nuestros escritores, y sostiene –como
se dice en la contratapa del libro- que el suicidio de nuestro escritor fue
“algo así como el canto de cisne” de aquel Movimiento ya “exhausto”.
Alterando
una frase del escritor francés André Gide, Vargas Llosa expresa que los buenos
sentimientos pueden producir “religión, moral, política, filosofía, historia,
periodismo”, pero no literatura, y que esta puede valerse de esas materias,
pero no servirlas, o someterse a ellas, porque hacerlo implicaría vender su
alma. Afirma que la verdad en la literatura “no depende de su semejanza con el
mundo real, sino de su aptitud para constituir algo distinto del modelo que la
inspira”. Señala que sus límites se encuentran en “la sensibilidad, el deseo y
la imaginación, algo más ancho que el acotado dominio de los problemas sociales
y políticos y más largo que la actualidad”. “En otras palabras, ella es una
contradicción viviente, sistemática, indubitable de lo existente.” Es decir
-agrego yo- un culto a la ficción y a la libertad sin estorbos de ninguna
índole.
Es a partir de tales consideraciones que
Vargas Llosa estudia la obra narrativa de Arguedas. Y, así, encuentra que Los
ríos profundos es la mejor novela de nuestro atormentado escritor. “El
libro –dice- seduce por la elegancia de su estilo, su delicada sensibilidad y
la gama de emociones con que recrea el mundo de los andes…” De Yawar
Fiesta afirma que “no es, como lo fueron muchas novelas costumbristas,
una superficial y complaciente apología de una fiesta local”, sino que “la anima
un propósito desmesurado: congelar el tiempo, detener la historia” siendo, en
tal sentido, “un alegato contra la modernización del pueblo andino”, en otras
palabras “el rechazo de una integración percibida como un proceso de absorción
destructivo de la cultura indígena por la de Occidente.” Respecto de Todas
las sangres es más cáustico; es, dice, “tal vez, la peor de sus
novelas”, pero la encuentra reveladora porque –reflexiona- “una novela
frustrada puede ser más elocuente sobre la visión del mundo de un escritor, sus
técnicas y el sentido profundo de su arte, que una lograda”. El Sexto,
por su parte, presenta a la prisión como “el decorado para representar, igual
que en Los ríos profundos, un drama que lo hostigó toda su vida, el de la
marginalidad, y para soñar desde allí con una sociedad alternativa, mítica, de
filiación andina y antiquísima historia, incontaminada de los vicios y
crueldades que afean la realidad en la que vive”; no tiene “el vistoso
simbolismo de Yawar Fiesta ni la fuerza poética de Los
ríos profundos, desarrolla sin embargo, incluso con más precisión y
coherencia que estas ficciones, aspectos centrales de la utopía arcaica: el
andinismo, el pasadismo histórico, el inmovilismo social, el puritanismo y, en
suma, el rechazo a la modernidad y de la sociedad industrial, sobre todo en lo
que se refiere a cualquier forma de intercambio del que sea vehículo el
dinero.” Y ahora, en cuanto a El zorro de arriba y el zorro de abajo afirma
que “le convienen las expresiones que el propio autor le dedicó: ‘entrecortado
y quejoso’, ‘lisiado y desigual”, y que leerlo es como “haber compartido una
experiencia límite, uno de esos descensos al abismo que ha sido privilegio de
la literatura recrear en sus momentos malditos”. Versa –lo dice Vargas Llosa- sobre
aquel “mundo infernal, donde ya no es posible seguir ‘buscando un inca’; ese
mundo que llegó a trastrocar la “visión homogénea, unitaria, tradicional, del
mundo andino en una confusa realidad en la que lo que más admiraba [Arguedas]
iba despareciendo […] y surgía una caótica sociedad que parecía representar, al
mismo tiempo, la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más
horrible versión”.
Un conocido antropólogo –leal discípulo de
Arguedas y quizás por ello uno de los más ardorosos cuestionadores de Vargas
Llosa- declaró hace algún tiempo que La utopía arcaica trae
como propuesta el sacrificio de “toda forma de nacionalismo”.[4] Yo no encuentro
nada de eso. Es conocida la aversión de Vargas Llosa por el nacionalismo ya que
-lo ha expresado recientemente- considera que se trata de una ideología que ha
sido “el origen de las peores matanzas que ha vivido el siglo XX”.[5] Pero el libro del
que aquí me ocupo no proclama tal rechazo. Como tampoco afirma “que los
indígenas nada tienen que decir ni hacer en el futuro del país” (Montoya 1988:
201). Más que argumentar proposiciones, lo que hace es simple y llanamente
asumir una realidad, y lo dice enfáticamente: “…lo que ha ocurrido en el Perú
de los últimos años ha infligido una herida de muerte a la utopía arcaica”[6]; herida que, sin
quererlo, el mismo Rodrigo Montoya (que es el científico social al que he
aludido) se encarga de poner en evidencia cuando, tratando de poner en tela de
juicio la obra en cuestión, reconoce que en el Perú “ninguno y ninguna […]
piensa en el regreso al pasado o en el rechazo del presente, del futuro y de la
modernidad”.[7] Afirmar que la
“propuesta” del libro en cuestión es acabar con “toda forma de nacionalismo”,
revela simplemente que su lectura no ha sido la correcta.
Veamos, pues, algunos aspectos de esa
realidad que las nuevas generaciones se encargan de ir transformando. El
quechua. Es cierto que ha sobrevivido durante 500 años desde la llegada de los
españoles y ha resistido el embate de la violencia subversiva y del Estado.[8] No se ha
extinguido. Pero la verdad es que está en un aparentemente irrefrenable proceso
de disminución. Ya Alberto Flores Galindo lo había dicho: “El número de
quechuahablantes disminuye”.[9] Hasta el 2007 se
registraron más de 4’000,000 de quechuahablantes en el Perú, la mayoría de los
cuales se asentó en Lima. El llegar a vivir a Lima fue, según parece, el
recurso más eficaz de sobrevivencia frente a los peligros del terror; Canto
Grande y Manchay fueron los destinos de muchos de esos desplazados. Pero estar
en Lima (salvo circunstancias muy particulares: encuentros ocasionales con
paisanos, algunas reuniones familiares, etc.) ha significado prácticamente el
dejar de hablar la lengua materna, por más de una razón: porque realmente en la
Capital ya no les resulta práctica ni útil, porque los hijos se resisten a
aprenderla y se avergüenzan, porque son objeto de burla, etc. Yo he vivido en
Manchay y Canto Grande; allí, he cargado esteras, he corrido tras el “aguatero”,
he participado en las asambleas populares y he bailado, a rabiar, huaynos y
mulisas; pero también he visto que los jóvenes entran en trance con la música
del Techno (que, además de la chicha, es lo que más les gusta) y no he visto ni
escuchado que se comuniquen en quechua. Menciono esto por una razón: porque es
en Lima donde está -según los estudios todavía vigentes- la mayor parte de los
quechuahablantes. Mayra Castillo, periodista de El Comercio, lo expresa
claramente: los migrantes “resisten la marginación ocultando su lengua materna”[10], y más crudamente, una
página de Internet hace unos días publicó un reportaje en el que se dice que
“el quechua muere de vergüenza”.[11] Es decir, el
quechua ha sobrevivido a los temporales, pero pareciera que ahora está siendo
asfixiado lentamente: un elevado número de sus hablantes está dejando de serlo
y lo conservan tan solo como prisionero de la memoria. Sin duda hay valiosas y
plausibles acciones de personas e instituciones (como la Academia de la Lengua
Quechua, por ejemplo), pero -seamos realistas- muchos de los que procuran
aprenderlo lo hacen como una preocupación de “cultura general” o como interés
digamos antropológico o lingüístico y, en todo caso, no se trata sino de
poquísimas personas. La cusqueña Hilaria Supa declaró el 2007: “Uno no abandona
el quechua porque quiere sino porque estamos forzados”.[12] Forzados por la
realidad y sus circunstancias, no por los encomenderos de otrora. Hace un año
en un pueblo de la sierra ancashina, a donde fui por un encuentro de
escritores, me conmoví al ver que, además de conservar y mostrar con orgullo
sus costumbres y vestimentas tradicionales, las personas del lugar hablaban
quechua. Curioso como soy, conversé con los niños y pregunté a los maestros de
escuela y lo que encontré fue decepcionante: los infantes solo hablan
castellano: ya no se les enseña, ni en la casa ni en las aulas, el idioma de
sus padres. Probablemente en este caso no haya vergüenza, hablar de vergüenza
tal vez sea una exageración, pero cualquiera sea la razón lo cierto es que, al
dejar de transmitirse la lengua a las nuevas generaciones, el camino a su
extinción es un hecho. ¿Los niños y jóvenes, hijos de migrantes
quechuahablantes en Lima, hablan la lengua de sus mayores? No, “qué roche”
dirán.[13] Me contaba un
amigo –y esto es hasta cierto punto risible, pero dramático- que en una
urbanización limeña que hasta hace algunos años tenía un nombre en quechua,
debido a que fundamentalmente los jóvenes de lugar no se sentían identificados
(repito, por el roche), ese nombre tuvo que ser cambiado por uno que se usa por
casi todos los lugares: “Santa Rosa”.[14] El mismo Arguedas
llegó a decirlo: “La tesis final es que la cultura quechua está condenada […]
Los hijos de los emigrados ya no hablan quechua.”[15] Y la UNESCO lo
confirmó hace poco, declarando al quechua y el aimara como lenguas en peligro
de extinción.[16]
Es que, en realidad, un idioma no nace ni
desaparece por decreto -no es un asunto de gobiernos-, ni por la intervención
de academias. Como me dijo un amigo poeta, una lengua permanece viva gracias al
dinamismo del pueblo que la utiliza.[17] Esto nadie lo
duda. Pero -continuando con el caso de los migrantes andinos- lamentablemente,
el dinamismo que se pone de manifiesto se da en otros planos y preocupaciones,
no en el idiomático. El aspecto económico tiene prevalencia. Me contaban que
una familia quechuahablante, propietaria de una fábrica cafetalera[18], factura anualmente
unos ochocientos millones de dólares, lo cual es muestra de éxito empresarial,
de extraordinario éxito económico, pero además de orgullo por su lengua
materna, al menos eso lo demostraron al declarar para una revista limeña
hablando en quechua. Es evidente que ellos, al jalar a otros migrantes, van a
hacer que estos también triunfen en los negocios y sus ganancias eventualmente
lleguen a sumas elevadas. Esto no es otra cosa que una muestra contundente del
denominado “poder cholo”, que se impone en los últimos tiempos, como lo son
también los mercados Unicachi y, en gran medida, también Gamarra. Pero esto se
inscribe en la auspiciosa asimilación o inserción al capitalismo, a la modernidad
que, felizmente por ahora, no implica la total desvinculación respecto del
pasado (costumbres folclóricas especialmente), debido a que la nostalgia aún
está ahí y por eso es que anualmente celebran sus fiestas patronales y los
aniversarios de sus centros comerciales los festejan con danzas y comidas
típicas. Se da algo así como aquello de que hablaba Flores Galindo: “una utopía
que sustentándose en el pasado esté abierta al futuro”.
Sin embargo, aun siendo esto último –la
asimilación empresarial a la modernidad, sin desvinculación del pasado- bacán,
chévere, pulenta[19], la verdad es que en
muy poco ayuda a la sobrevivencia del quechua. El dinamismo del pueblo andino
ahora asentado en Lima no incluye, vuelvo a decirlo, en sus prioridades ni el
uso ni mucho menos la difusión de su lengua materna, sino la movilidad del
dinero, de los negocios. Una familia es una golondrina que no hace el verano.
Los hijos de los emprendedores, de gran parte de ellos, han aprendido inglés,
manejan dólares y euros y si aún no han comenzado pronto empezarán a estudiar
chino mandarín, porque -lo han escuchado en los institutos y leído en la
Internet- es la lengua del futuro.
Pero no solo es el tema del idioma. Flores
Galindo lo mostró: “Igualmente retrocede el uso de la bayeta, las tejas, los
alimentos tradicionales, sustituidos por las fibras sintéticas, el aluminio y
los fideos” (Flores Galindo 1994: 371). Hace algún tiempo vi en la televisión
que las familias de un centro poblado de la selva –creo que los Yaguas- que
llevan una vida como la de cualquier habitante “occidentalizado” hablaban su
lengua y se ponían sus vestimentas típicas solo para satisfacer la curiosidad
de los turistas y, obviamente, recibir las propinas. Confieso que esto me
estremeció en un primer momento. ¡Solo para los turistas! Probablemente eso no
esté mal, pues se trata de un recurso de sobrevivencia, un recurso artificial
o, más propiamente, lo que se suele llamar “recurseo”. Pero significa
incuestionablemente que la modernidad ejerce su dominio de modo irremediable.
Otra cosa. Los tejidos con rasgos andinos se venden más y, sin la reticencia
que había antes, son incluso usados por la gente de barrios residenciales (los
“blanquiñositos” a los que se refería Elianne Karp); se baila el huayno en
lugares “fichos“[20], gracias a Dina Paucar
y otros artistas. Pero los tejidos ya no son artesanías propiamente dichas; son
productos de una industria textil que emplea moderna tecnología y ya no usa los
tintes tradicionales. La música que tanto emociona y reúne a miles de
provincianos en la carretera central y otras partes y ha ganado terreno en
espacios usualmente desdeñosos, no es ya aquella del “sentimiento telúrico” que
era representado, entre otros, por El Picaflor de los Andes, La
Pastorita Huaracina, Los Errantes de Chuquibamba, Los
Campesinos; ahora es algo así como la “andinización” del bolero cantinero,
o como si Rómulo Varillas –resucitado- cantara huaynos de traición y
desengaños.
Así se dan las cosas. Lo que Vargas Llosa
denomina “el carácter ‘arcaico’, ‘bárbaro’ de la realidad que Arguedas amaba y
con lo que se sentía profundamente solidario”, va quedando en el pasado. Y
esto, adverso frente a lo ancestral, no podía ser admitido de buena gana por el
escritor andahuaylino, y no lo fue, al menos en los últimos años de su vida.[21] Si finalmente
aceptó o trató de aceptar (es decir, asumir como un hecho) la irrefrenable
imposición de la modernidad, que mataba el alma andina, lo hizo experimentando
un acerbo dolor que, en gran medida, resultó letal. Testimonio –anticipado y
póstumo al mismo tiempo- de esto fue El zorro de arriba y el zorro de
abajo. Arguedas no solo hubiera querido que lo andino se mantuviera, sino
que llegara a imponerse. Ese sueño fue parte importante de su drama y esencia
de su ficción literaria. La “utopía de todas las sangres”, que resalta Montoya
como “ideal para el futuro”[22] y con entusiasmo
es agitada como bandera especialmente por muchas organizaciones populares, es
una esperanza exultante y optimista que yo aplaudo y a la que me adhiero
conmovido, pero no es algo que haya sido precisamente propuesto por Arguedas en
su obre literaria, sino que nació de la lectura, es decir de la interpretación,
del bello título que le dio a una novela que solo le trajo desencanto en la
postrer etapa de su existencia.
Vargas Llosa, tal vez por ser novelista,
se interesó más y principalmente en la narrativa de Arguedas, por eso La
utopía arcaica no puso atención, por ejemplo, en Oda al jet,
un bello poema que es un homenaje, un loor, a una de las extraordinarias
creaciones de la modernidad, pero también un alarido desesperado y de
resignación, con que Arguedas parecería aceptar un hecho real: “Dios Padre,
Dios Hijo, Dios Espíritu Santo: no os encuentro, ya no sois…”. Dice: “ya no
sois”. Es terrible esta certeza para él, que amaba lo mágico, lo ancestral. El
Jet, producto de la inventiva del hombre, hizo que el cóndor y las águilas
quedaran perdidos “en el aire o entre las cosas ignoradas”, invisibles “como
los insectos alados”. Arguedas se alegra, porque bajo “el pecho del ‘Jet’ mis
ojos se han convertido en los ojos / del águila pequeña a quien le es mostrado
por primera vez el mundo.” Es interesante lo que dice casi al final del poema:
“Dios Padre. Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, Dioses Montañas, / Dios Inkarrí:
mi pecho arde. Vosotros sois yo, yo soy/ vosotros, en el inagotable furor de
este “Jet”.[23] En buena cuenta,
la conjunción de lo occidental y lo andino.[24] La modernidad y
la utopía de los andes.[25]
¿Pero, pregunto, existe un lugar ahora
para que esa utopía (es decir, el sueño del pasado
“paradisíaco”), a la que Vargas Llosa solo le puso el adjetivo de arcaica (por
lo antigua, no perteneciente a esta época; lo cual no es peyorativo[26]), pueda aterrizar?
Creo que no. No obstante, pareciera que hay quienes aún no entienden o no
quieren admitir esta verdad. Tal vez, en gran medida, porque la lectura que se
hace de la obra de José María Arguedas genera apasionamiento. Y leer
apasionadamente a Arguedas no es malo, es una muestra loable de involucramiento
con lo telúrico que hay en sus novelas y con su drama, y también de
identificación y digamos solidaridad con lo andino y todo lo que viene de antes
de la conquista española; aquello que, según se nos hizo creer desde niños, era
una “sociedad homogénea y justa” y no lo que realmente fue, “un mundo en el que
existieron desigualdades e imposición”[27]: el Imperio Incaico.
Pero los sentimientos y las pasiones, “aunque necesarias -como escribió Flores
Galindo- a veces no permiten llegar tan lejos”[28] y, más que
identificación o solidaridad, pueden llegar a convertirse en conmiseración. Ya
lo dije antes, cuando se emprende una lectura crítica, lo que debe guiar es la
razón, es decir, la objetividad debe ser el requisito primordial; no las
simpatías, ni las antipatías.
Vargas Llosa fue objetivo en su estudio de
Arguedas, pero creo que muchos no lo son cuando hablan o escriben acerca de la
obra de nuestro Premio Nobel. Suelen partir –todo indica que es así- de, entre
otras cosas, la reprobación al giro ideológico que experimentó después de ser
admirador de la Revolución Cubana[29] y del rechazo a
la terrible conclusión que suscribió tras investigar el caso Uchuraccay.[30] Y, con las
premisas medio prejuiciosas que de allí nacen, más de uno considera, por
ejemplo, que Lituma en los andes es una novela de revancha,
que Historia de Mayta ha sido escrita con todos los demonios
del rencor[31] y que La
Utopía arcaica es un libro deleznable y “una lápida elegante para
sepultar a José María Arguedas”.[32] Se ha dicho,
también, que Vargas Llosa carece de autoridad para hablar de temas andinos porque
es “un peruano de los años 50 que vivía a espaldas de los Andes”, y que conoce
poco de esa realidad. Pero lo real es que Vargas Llosa no hace en su libro un
estudio antropológico ni sociológico sino básicamente literario, aunque, claro,
si se tratara de eso creo que tendríamos que afirmar que, por ejemplo,
Mariátegui conoció menos el Ande (solo estuvo una corta temporada vacacional en
la Sierra) y, sin embargo, escribió, con significativa dosis de rigor y
pertinencia, “El problema del indio” y “El problema de la tierra”. Alguien
incluso ha escrito, con el propósito de poner en entredicho el libro de Vargas
Llosa, que no es válido hablar de “utopía arcaica” puesto que “utopía es
proyección a un futuro imposible”, por lo que atribuirle eso a Arguedas “es
insultarlo”.
Averigüemos, entonces, qué cosa es utopía.
Al mencionar esta palabra de inmediato nos viene a la mente el nombre de un
personaje inglés que fue teólogo, político, humanista y escritor, poeta,
traductor, profesor de leyes, juez de negocios civiles y abogado: Tomás Moro,
autor de uno de los libros más famosos llamado precisamente Utopía,
una obra de ficción que habla de una sociedad ideal, perfecta, pero que –como
nos ayuda a entender Alberto Flores Galindo- “no tiene lugar ni en el espacio
ni en el tiempo”.[33] Ahora, guiados
por la explicación de nuestro historiador muerto tempranamente, identifiquemos
la utopía andina: “Es, en primer lugar, una suerte de mitificación del pasado.
Intento de ubicar la ciudad ideal, el reino imposible de la felicidad no en el
futuro, tampoco fuera del marco temporal o espacial, sino en la historia misma,
en una experiencia colectiva anterior que se piensa justa y recuperable –la
idealización del imperio incaico.” Está constituida por el propósito de “navegar
contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la
fragmentación […] Encontrar en la reedificación del pasado la solución a los
problemas de identidad.” “La utopía –sigo a Flores Galindo- niega la modernidad
y el progreso”. “La idea de un hombre andino (como la que era presentado por
Arguedas, añado yo) inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de
rasgos comunes expresa […] la historia imaginada o deseada, pero no la realidad
de un mundo demasiado fragmentado.” La historia de la utopía andina es una
historia conflictiva, similar al alma de Arguedas”; “logró –continúo con Flores
Galindo- condensar una fuerte carga pasional”.[34]
Y fue la pasión lo que movió positivamente
a José María Arguedas, pasión por lo andino, por lo tradicional, por esa
memoria –no tan fiel- que se tenía sobre el pasado inca.[35] Hasta los años de
1950 era consciente y se mostraba entusiasmado con la posibilidad de
integración, es decir el mestizaje; escribió que el indio que llega a la ciudad
“no se encuentra en conflicto con ella; porque la masa indígena que allí acude
o vive es autóctona en el fondo y no en lo exótico” y podrá, por ejemplo,
ingresar en un restaurante “y sentarse a la mesa, cerca o al lado de un alto
funcionario oficial, de un agente viajero o del propio prefecto […] sin temor
que alguien blanda un látigo sobre sus cabezas”. Basado en aquella perspectiva
que entonces tenía nuestro escritor y lo que ocurrió después, Nelson Manrique
expresa que, “sin forzar los términos, se podría afirmar que, en este período
de su producción, Arguedas era un intelectual culturalmente colonizado”, pero
que el “enfoque de la cuestión de la integración nacional, vía el mestizaje,
desapareció virtualmente en la producción de sus últimos años”; y tras
preguntarse por las fuentes de ese radical cambio, Manrique ensaya, entre
otras, esta respuesta: “las consecuencias que la difusión de la cultura
occidental tenía en las áreas fuertemente indígenas que tan bien conocía.”
Por qué me he detenido en Alberto Flores
Galindo y Nelson Manrique. Porque, ya lo insinué, no comprendo por qué hay
gente que no llega a entender el libro de Vargas Llosa sobre Arguedas. O, más
bien, reitero, porque comprendo que ese rechazo y satanización se deben a que
la literatura y el drama del autor de Todas las sangres genera apasionamiento e
involucra sentimentalmente hasta convertir a sus lectores, a muchos de ellos,
en incondicionales, viscerales, y a veces irreflexivos defensores del maestro,
y les duele que lo toquen; como también duele que alguien descalifique la
validez de la utopía andina. Aunque, claro, en esto último las miradas son
menos objetivas aún, menos imparciales. Se le “da duro” a nuestro Premio Nobel
–todo indica que “por reaccionario, derechista y presunto ‘agente’ del
Imperialismo”- y no se pone atención o se trata de olvidar esto que acabo de
reseñar: que antes de que Vargas Llosa expresara sus cuestionamientos fueron
otros los que lo hicieron. Yo aprendí de José Carlos Mariátegui, como lo
aprendió Alberto Flores Galindo, a quien conocí durante un seminario a principios
de los años 80, y también Nelson Manrique, lúcido historiador y maestro, que es
decente y justo reconocer, en los que piensan diferente políticamente, sus
calidades artísticas o literarias. Nuestro Martín Adán, “reaccionario, clerical
y civilista” -si Mariátegui hubiera sido un enceguecido sectario- se habría
hecho merecedor de los más acres reparos del autor de los / Ensayos, y sin
embargo fue el Amauta quien lo ensalzó. Antes de Vargas Llosa, quien puso en
entredicho la utopía andina fue Alberto Flores Galindo y fue Nelson Manrique
quien, entre otras cosas, puso en tela de juicio la objetividad de Arguedas
“para acercarse a la realidad”. Y si nos vamos un poco más allá, Aníbal Quijano
se comportó como uno de sus más implacables críticos en la Mesa Redonda del 23
de junio de 1965, de la que Arguedas salió prácticamente –y equivocadamente-
convencido de que su libro Todas las sangres “es negativo para
el país”, por lo cual sumado a otras razones sintió que nada tenía “que hacer
ya en este mundo”.[36] Pero, claro,
estos importantes estudiosos no firmaron el Informe Uchuraccay, no cambiaron de
camiseta ideológica, no aplaudieron la economía de mercado y, por último, no
ganaron el Nobel.
Concluyo. No ha sido mi propósito ser
apocalíptico. Lo que he hecho es solamente exponer unas reflexiones que se
basan en lo que me parece evidente, innegable, irrefrenable e irremediable: la
utopía andina, aquella que –con palabras de Flores Galindo- “niega la
modernidad y el progreso”[37] y con la cual de
algún modo se identificaba Arguedas, cada día va perdiendo piso. El retorno al
pasado y la glorificación de la sociedad inca de la cual se nos dijo que era
homogénea y justa sin realmente haberlo sido, es un sueño que está ingresando
en la lista de las especies en extinción. Lo que a los mayores nos provoca
nostalgia y nos llama a orgullo, a las nuevas generaciones cada vez más lo que
les inspira es desdén. Esto, felizmente, no se traduce en pérdida de la
identidad nacional. El reconocimiento mundial de Machu Picchu, los
significativos avances en el aspecto económico, el rescate y valoración de
nuestra gastronomía, los triunfos del cine peruano, el Premio Nobel para
nuestro novelista mayor, son, entre otras muchas cosas, factores importantes
que contribuyen –o deberían contribuir- a la cohesión y al fortalecimiento de la
nacionalidad. Pero eso, a lo que Mario Vargas Llosa nombró como “la utopía
arcaica” (el pasado presuntamente glorioso), ya no conmueve como antes
conmovía. “Pregúntenles a los muchachos”, habría dicho Juan Ramírez Ruiz, y la
respuesta de ellos, áspera pero real, podría ser esta: “¿La utopía arcaica?
¡No! Qué roche”. Es que, como escribió nuestro poeta horazeriano, la verdad
está en que “los nuevos valles vienen apurados”.[38] ¿Alguien querrá
detenerlos?
Lima, 12 de
noviembre del 2010.
[1] El
adjetivo “justo” debe entenderse, naturalmente, como “ajustado, con la debida
proporción”, y no con la acepción relacionada con “justicia”.
[2] Mario
Vargas Llosa: La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del
Indigenismo. Fondo de Cultura Económica. México, 1996. Pág. 9.
[3] Vargas
Llosa, ibíd. pág. 335-336.
[4] Una
entrevista con Rodrigo Montoya, por Abelardo Sánchez León. Disponible en:
http://w3.desco,og.pe/publicaciones.
[5] Cf.
http://abc.es/20101103/cultura-libros/vasgas-llosa
[6] Mario
Vargas Llosa, ibid. Pág. 335.
[7] Rodrigo
Montoya. Todas las sangres: ideal para el futuro. Crítica del libro La utopía
arcaica, José María Arguedas y las ficciones del Indigenismo de Mario Vargas
Llosa. Disponible en: http://www.andes.missouri.edu/andes/Arguedas.html
[8] Según
la Comisión de la Verdad, el 75% de las víctimas mortales de este conflicto
armado correspondía a quechuahablantes.
[9] Alberto
Flores Galindo. Buscando un inca. Identidad y utopía en los andes. En:
Obras Completas III (I). Sur Casa de Estudios del Socialismo. Lima (s/f), pág.
371. (La primera edición de Buscando un inca es de 1988).
[10] Mayra
Castillo. En nombre del quechua. El Comercio, 31 de marzo del 2007.
[11] Cf.
http://elcomercio.pe/peru/665065/noticia-quechua-muere-verguenza-peru
[12] Mayra
Castillo, ibíd.
[13] La
expresión “roche” es, en el Perú, sinónimo de “vergüenza” y es así como ha sido
considerada en el DRAE. No me explico, sin embargo, por qué la Real Academia
consigna, como primera acepción, un concepto que no corresponde a la realidad:
“cosa notoria o visible”.
[14] No
es, pues, como equivocadamente afirma César Lévano –citando al folclorista
ayacuchano Roberto Teves- que “el quechua se habla en los ómnibus, los
mercados, las plazas y las calles de la capital” y que, en tal sentido, “Lima
se está convirtiendo en quechuahablante” (Diario La Primera, 18 de enero
2011).
[15] José
María Arguedas. Carta del 3 de noviembre de 1967, dirigida a John Murra.
[16] Quechua y aimara
integran lista de lenguas en peligro de Unesco. En:
https://andina.pe/agencia/noticia-quechua-y-aimara-integran-lista-lenguas-peligro-unesco-219210.aspx
[17] Tulio
Mora, en diálogo a través del Facebook.
[18] Me
refiero a la cafetalera “Altomayo”.
[19] Bacán,
chévere, pulenta, son adjetivos propios de la jerga juvenil que significan: Muy
bueno, estupendo, excelente.
[20] En
el lenguaje juvenil popular, “ficho” es similar a “bacán” pero en referencia a
un nivel socioeconómico elevado, es decir, “pituco”.
[21] Nelson
Manrique. José María Arguedas y la cuestión del mestizaje. En: Amor y fuego.
José María Arguedas 25 años después. DESCO, CEPES, SUR, Lima, 1995, editado por
Maruja Martínez y Nelson Manrique.
[22] Montoya,
ibid.
[23] José
María Arguedas. Katatay. Arteidea Revista Cultural 4, s/f.
[24] ] “Su
apuesta por una cultura nacional, indígena, de base andina, en la que se pueda
establecer el encuentro entre lo tradicional y lo moderno está claramente
expresado en el poema “Llamado a algunos doctores.” (Miguel Ángel Huamán. “La
poesía de José María Arguedas y la utopía andina”. Alma Máter Nº 17, Lima,
UNMSM, 1999. Disponible en: http://sisbib.unmsm.edu.pe)
[25] Me
pregunto, ¿Arguedas habría mostrado similar emoción de asombro y regocijo con,
por ejemplo, la cada vez más creciente utilización de los tintes artificiales
que desplazan a los de origen natural en la textilería andina, o con el empleo
de máscaras de “halloween” en las danzas quechuas? Es difícil asegurarlo, pero
creo que no. El jet es, en rigor, sinónimo de modernidad, pero a diferencia de
las máscaras y los tintes referidos, que también lo son, no entra en conflicto
con lo ancestral, con aquello que conmovía a nuestro José María; es signo
innegable de progreso, pero no una estocada que pueda herir o matar al folclor
o al alma andina. Nuestro escritor lo sabía.
[26] Como
se verá más adelante, ya Alberto Flores Galindo, había calificado a la utopía
andina (que es a la que se refiere Vargas Llosa) como la “mitificación del
pasado”.
[27] Flores
Galindo, ibid. Pág. 369.
[28] Flores
Galindo, ibid. pág. 376.
[29] “El
cambio de casaca política que sufre Mario Vargas Llosa entre los años setenta y
los tempranos ochenta y que lo lleva a escribir en 1981 un prólogo tan humano
en su libro Contra viento y marea, es singularmente peculiar; no obstante, yo
no lo creo inesperado como algunos críticos lo han así tildado. Ipso facto,
desde un principio, Vargas Llosa ha sido camusiano, o sea, ha sido un ciudadano
libre…” (Mariela A. Gutiérrez. University of Waterloo, Ontario, Canadá)
[30] Vargas
Llosa presidió una Comisión que, durante el segundo Gobierno de Fernando
Belaúnde Terry, se creó para investigar el doloroso caso de un grupo de
periodistas asesinados en enero de 1983 en la comunidad ayacuchana de
Uchuraccay. El Informe Final, inesperado y lamentable, dio pie a que la
culpabilidad fuera atribuida a los campesinos, dizque porque los miembros de la
Comisió “prefirieron evitar las consecuencias político-militares de inculpar a
miembros de las fuerzas armadas” (Rocío Silva Santisteban:
http://kolumnaokupa). Sin embargo, las conclusiones a que arribó la Comisión de
la Verdad y Reconciliación, no fueron diferentes: veamos: “… los comuneros de
Uchuraccay asesinaron a los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez,
Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Retto, Jorge Sedano, Amador García y
Octavio Infante, así como al guía Juan Argumedo García y al comunero Severino
Huáscar Morales Ccente, considerando que eran miembros del PCP-SL (…) Que en
los sucesos del 26 de enero de 1983 no se constata la presencia de infantes de
marina ni de miembros de la entonces Guardia Civil (sinchis) como perpetradores
directos de los hechos”. (¿Esta Comisión también quiso “evitar” esas “consecuencias”?).
[31] Miguel
Gutiérrez. La generación del 50: un mundo dividido, 1988, pág. 231.
[32] Dante
Castro: La Fiesta del Chivo y el Premio Nobel. 8 de octubre del 2010. En: http://cercadoajeno.blogspot.com
[33] Flores
Galindo, ibíd. Pág. 369.
[34] Flores
Galindo, ibid.pág. 376-377.
[35] “A
lo largo de los escritos literarios –escribe Roland Forgues- se asiste a la
edificación de un mundo ideal que se organiza alrededor de una estructura que
podría calificarse de poético-mística (…) que apunta a manifestar en un primer
momento la continuidad y la autenticidad de los valores del mundo quechua y, en
un segundo momento, a reconstruir, sobre las bases de la comunidad india
precolombina (…) el mito del paraíso o de la Edad de Oro.”
[36] ¿He
vivido en vano? Mesa redonda sobre Todas las sangres, 23 de junio de 1965.
Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1965.
[37] Flores
Galindo, ibíd. Pág. 373.
[38] Juan
Ramírez Ruiz. Las armas molidas. Los muchachos (173). Arteidea editores. Lima,
1996.