I
En el habla cotidiana hay diversas expresiones coloquiales
(especialmente aquellas de la jerga popular o la replana) que, por ser usadas
con mucha frecuencia, nos resultan sumamente familiares; sin embargo, no
siempre conocemos su origen (su etimología) y tampoco nos es fácil encontrar
una explicación a su significado. ¿Esto debería preocuparnos y hasta
alarmarnos, tal vez? No, no hay motivo para tal cosa, puesto que los hablantes
no estamos obligados a poseer un conocimiento -llamémosle “científico”- de las
voces o expresiones que empleamos en nuestra comunicación cotidiana, ni tenemos
que estar, a cada paso, dando explicaciones al respecto: con que podamos
comunicarnos y esto nos sirva para estar cerca y en armonía los unos y los
otros ya es bastante, pues en eso radica, básicamente, la importancia y el
valor de las lenguas. Así que ¡tranquilidad, amigos queridos, tranquilidad!
Ah,
pero, a despecho de lo que acabo de afirmar, les cuento: ocurre que desde hace
unos días algo me está inquietando; es el deseo de hacer eso a lo que aquí me
he referido: tratar de explicar el significado de una expresión popular bien
peruana y, además y especialmente, rastrear su origen. Y, bueno, eso es lo que
voy a comenzar a hacer ahora, pero refiriéndome, primero, a un verbo coloquial
que dio origen a un sustantivo convertido, en los últimos lustros, en el nombre
de una lotería. Me tinca que ya adivinaron a qué verbo me
refiero. Efectivamente, han acertado, es el verbo «tincar». Bien, después de
algunas necesarias lucubraciones sobre este verbo, pasaré a ocuparme de la
expresión que, durante las últimas noches, casi no me ha dejado conciliar el
sueño😊. Así que, ¡manos a la obra se
ha dicho!
Todos conocen e incluso alguna vez han usado el verbo referido, ¿verdad?
Se emplea, frecuentemente, en frases como esta: «Me tinca que mañana vamos a
tener visita». Y, claro, sabemos que lo que allí estoy diciendo es que intuyo, adivino o pronostico lo que va a ocurrir al día siguiente (que habrá visita); es que el verbo
pronominal con que empieza la frase es, precisamente, sinónimo de los otros
tres verbos que acabo de escribir en cursiva y, también, de estos: presagiar,
vaticinar, presentir y... ¡tener una corazonada! Cierto. Pero ¿de dónde
apareció el verbo «tincar»?
En el Diccionario de la Lengua Española (DLE)
encontramos lo siguiente: «Arg. y Bol. Golpear con la uña del dedo medio
haciendo resbalar con violencia sobre la yema del pulgar. // Arg. y Bol. En el
juego de las canicas, impulsarlas con la uña del dedo pulgar. // Arg. y Bol.
Golpear una bola con otra». Ninguna de estas acepciones tiene relación alguna
con los verbos intuir, adivinar, pronosticar, presagiar,
presentir. ¿Cómo es, entonces, que, de golpear o impulsar violentamente con la uña del
dedo pulgar o golpear una bola con otra, su significado pasó a ser equivalente
al de los otros verbos que he mencionado? Trataré de encontrar la explicación,
pues.
La primera vez que en un diccionario fue registrado con un significado
similar al de estos verbos ocurrió en 1950; el Diccionario académico de aquel año lo definió así:
«Intr. Chile. Darle a uno el corazón alguna cosa; tener un presentimiento».
Algo que merece ser resaltado es que, como se ha visto, no hay ninguna
referencia a España sino, solamente, a países latinoamericanos. Esto, también,
tácitamente, lo encontramos en un diccionario cronológicamente más distante, el
de Alemany y Bolufer, que es de 1917 y en el que se afirma, de modo
textual, lo siguiente acerca de «tincar»: «del arau. t'incay. dar papirote»; o
sea, del araucano, lengua hablada en el sur de nuestro Continente; es
decir, nos remite a un posible origen del vocablo, a su etimología, lo cual,
creo, es muy interesante.
No quiero decir, sin embargo, que me parezca acertado aquello de que el
origen del verbo «tincar» (que como bien señala Jesús Manya, es voz onomatopéyica), está en el araucano (lengua también conocida como
mapudungún y que aún es hablada por el pueblo mapuche, ubicado en territorios
de Chile y de Argentina). Estoy convencido de que ese no es su origen. Al menos
en un diccionario de 1916 (me refiero al Diccionario Araucano - Español
y Español Araucano, de Fray Félix José de Augusta), no aparece ni aludido.
Estimo que lo más razonable es reconocer que procede del quechua, y esto sí
está documentado. La prueba más remota que conozco es el Vocabulario de
la lengua general de todo el Perú llamada lengua Qquichua de Diego
González Holguín, que es de 1608; dice allí: «Ttincani: Dar papirote // Tincay.
El papirote».
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«Papirote», «dar papirote» o «papirotazo» son expresiones que, como dije
antes, se refieren a golpear o impulsar violentamente con la uña del dedo pulgar, o golpear
una bola con otra, es decir, lo que hacen los niños en el juego de las
canicas. Nada tienen que ver, literalmente, con el sentido que le damos a «Tincar»: presentir, adivinar, presagiar, etc. Es que, en relación a estos verbos, en el quechua -según me he informado- existen otras expresiones: watupakuy (presagiar, presentir), watunq
(presagio); watuy (adivinar), watuq (adivino). Por eso, repito,
¿cómo es que los significados aquellos pasaron a ser lo mismo que intuir,
pronosticar, presagiar, adivinar? Lo definido en el
Diccionario académico de 1950 creo que ayuda a encontrar una explicación:
«Darle a uno el corazón alguna cosa; tener un presentimiento»; o sea, en otras
palabras, tener una corazonada. Todos, creo que más de una vez, la hemos
experimentado; y aquí la voy a definir con palabras del Diccionario de
Autoridades de 1729 (el primer repertorio lexicográfico en que aparece el vocablo):
«Aquel impulso, movimiento o inquietud que se siente en el corazón, como
pronóstico de alguna desgracia, o advertencia de algún engaño, fortuna u otra
cosa…». Como sabemos, este impulso, movimiento o inquietud se produce, siempre,
como un llamado súbito, inesperadamente, como una suerte de golpe que nos da el
corazón o que sentimos en el corazón: por analogía, el papirote a que se
refiere el vocablo quechua Tincay (que, una vez más lo digo,
no significa, literalmente, presentir o presentimiento), por referirse,
puntualmente, a golpe, resulta válido y razonable asociarlo,
simbólicamente, con el significado de corazonada. Un agregado: la doctora Martha
Hildebrandt, en Peruanismos (Espasa, 2013), dice esto: «el postverbal tinca
-también se documenta tincada- equivale a corazonada, "pálpito"», y
lo considera, acertadamente, como un seguro quechuismo.

Podrá, sin duda, desconcertar lo hasta aquí expuesto. Pero la verdad es
que no hay nada que pueda generar extrañeza. No siempre la palabra o expresión
remota de la que se originó una nueva expresión tiene que ser, semánticamente
hablando, similar o al menos cercana por analogía. Una clara demostración de
esto lo encontramos, por ejemplo, en «trabajar» cuyo origen está en el latín
vulgar «tripaliāre» que significa «torturar» o en «amarillo», que no se
origina en algo relacionado con el espectro cromático, sino en «amarus»
expresión latina que es «amargo» (y nada tiene que ver, tampoco, con serpientes
ni rebeldes andinos). Repito, finalmente, «Tincar», como sinónimo de
presentimiento o corazonada, proviene del golpe o papirote referido por
González Holguín como significado del quechua «Tincay», y de allí,
finalmente, pasó a ser, en el uso, golpe del corazón o «corazonada» (presentimiento, presagio,
intuición, vaticinio, pronóstico...), también conocido como pálpito.
Es mi hipótesis, con alta probabilidad de tesis. Pero ustedes tienen la
palabra final, amigos y, con todo derecho, pueden contradecirme o, mejor dicho,
corregirme y, claro, si quisieran ayudarme, mejor😊. Seré todo oídos. (Bueno, después de esto pasaré al tema que me ha
estado inquietando y, como dije, casi no me ha dejado dormir durante estos
últimos días: es otra linda expresión bien peruana muy actual y que enseguida revelaré
cuál es).
II
Dije al principio que no siempre es fácil conocer el origen de muchas
palabras y que también nos resulta difícil encontrar una explicación a su
significado. Cierto. Pero debo decir algo más: hay palabras o expresiones que,
creo, son imposibles de explicar. Veamos. Estamos en el terreno de la jerga
popular, o replana, y quiero mencionar solo dos palabras completamente
desconcertantes: «papaya» (o «papayita»), como sinónimo de «fácil», y «palta»,
con el significado de «vergüenza», «incomodidad» o «turbación ante una
situación embarazosa». ¿Por qué, en este caso, «palta» y en el anterior,
«papaya»? ¿Por qué el uso de estos vocablos que son nombres de frutas? ¿Alguien
conoce la respuesta? Yo he tratado, por todos los medios, de hallarla y me ha
resultado, simplemente, imposible. Creo que, aquí, la arbitrariedad (que es ley
en asuntos del lenguaje) ha intervenido con todas sus válidas, legítimas e ilimitadas prerrogativas. ¿Habrá ocurrido lo mismo, al asignársele un
significado muy especial -digamos distinto a su propia naturaleza- al nombre de la fruta de que voy a referirme en las siguientes líneas? Veremos.

Cuando, por ejemplo, nos sucede algo adverso, que nos hace sentir mal,
un proyecto frustrado, un encuentro que no pudo concretarse, la desaprobación
en un examen, etc., ¿cuál es la expresión -claro, en tono familiar o coloquial,
es decir, no en lo que conocemos como «lengua estándar»-, que casi siempre pronunciamos? Esta,
la expresión bien peruana que anuncié: «¡Qué piña!»; o sea, «¡Qué mala
suerte!». Efectivamente. ¿Y por qué, precisamente, empleamos el nombre de la
fruta, originaria del América del sur, que es también conocida, en otras
latitudes, como «ananás» (nombre de origen guaraní)? Hasta donde sé, no
hay, en ella, ninguna característica, cualidad o rasgo que pudiera darnos luces
para entender la asociación establecida con la «mala suerte», ni siquiera hay
una cercanía fonética en el vocablo (como sí ocurre, por ejemplo, con «lenteja»
usado como sinónimo coloquial de «lento»: «Qué lenteja eres»). ¿Cómo explicar
esto? La cosa (lo voy a decir con una muy común locución adjetival propia de la
jerga o replana peruana), en verdad, está bien tranca.
Definitivamente (creo que tengo que ser enfático), la razón por la que
es imposible encontrar una explicación al uso del nombre de la fruta referida
para darle el significado de «mala suerte» es que, simple y llanamente, la
explicación no existe. ¿Por qué? Por lo que a continuación voy a comentar.
Comienzo: el vocablo «piña» en cuestión, nada tiene que ver, en realidad,
con la fruta a la que me referido. Se trata, más bien, de un vocablo,
obviamente, muy similar, con origen y significado diferentes. El nombre de la
fruta proviene del que originalmente se le dio al fruto del pino (no en el
Perú, por cierto) y que ya se encontraba registrado en los diccionarios más
antiguos de la lengua española. Nebrija (1495) la define así: «Piña. Piña de
piñones», y más explícitamente, Covarrubias (1611), dice: «Piña. La nuez
del pino donde nacen los piñones». ¿A este fruto lo conocemos con ese nombre en
el Perú? Me parece que no. ¿Y por qué a la fruta sí la denominamos así?
Según explicaciones encontradas (incluso he visto imágenes), esto se debe a que
sus formas, aunque no necesariamente sus dimensiones, son muy
parecidas: «de forma aovada, más o menos aguda, de tamaño variable, según
las especies…» (DLE).
Ya lo dije, a mí me resulta no solo difícil, sino completamente
imposible, encontrar una explicación razonable a esto. Creo que no la hay, en
realidad. Pienso, por ello, que en el tema bajo estudio nada tiene que ver el
nombre de la deliciosa fruta sudamericana que es el mismo que antes -desde hace
varios siglos- fue asignado al fruto del pino («de donde nacen los piñones»:
Covarrubias dixit). Y, por ello, estoy convencido de que otra es la piña cuyo
nombre está involucrado en este intríngulis; es decir, no es el fruto de un
árbol «de tronco elevado, recto y resinoso y hojas persistentes en forma de
aguja» (DLE), y tampoco el de una planta «de la familia de las bromeliáceas,
que crece hasta unos 70 cm de altura» (Ibíd.). Y, por último, debo decir que
esta piña -su nombre, quiero decir- en que yo encuentro el origen de la
expresión peruana sinónima de «¡Qué mala suerte!» no es propia de la lengua
española; español es el vocablo que da nombre al fruto del pino, con el cual
también se designó (debido a su semejanza) al ananás, que es
una fruta sudamericana («piña de las Indias» se la llamó); y también fue el
nombre de un pueblo en España, «de 30 vec. sit. en la prov de Gerona, a 6
leguas de la capital...» (Gaspar y Roig, 1855).

¿De dónde surgió, entonces, el componente principal de la frase
peruana «¡Qué piña!»? Mis indagaciones me han llevado concluir que (como
en el caso del verbo comentado al principio: tincar) su origen
está en la lengua quechua. Conviene precisar, sin embargo, lo siguiente: en
esto, que -en mi opinión- es la explicación etimológica, no se encuentra una
vinculación precisamente de carácter semántico. Piña, como palabra
quechua, aparece documentada, por primera vez, en el ya mencionado Vocabulario
de González Holguín (1608), con el siguiente significado,
textualmente: «El enojado ayrado»; y también encontramos allí el
vocablo «Piñak. El que se enoja y aborrecedor». Cosa similar
incluso en el uso actual: el Diccionario Quechua - Español - Quechua,
Publicado por el Gobierno Regional del Cusco (Gore Cusco), en 2005, nos dice
que enfado y enfadarse se traducen como «phinakuy»; en el
muy útil Diccionario de urgencias Castellano-Quechua de
mi amigo Ugo F. Carrillo Cavero (que está a punto de salir a la luz: mayo, 2025),
enfadar como «pinachiy», «pinachikuy» y «phinay», y como
enojado o molesto, «piñasqa» y también «pinaskasqa»; y Mario
Warankamaki me indica que «estoy molesto» se dice, en quechua, «piñan kashani».
No se advierte ni se insinúa, como es obvio, ninguna cercanía con «mala
suerte», ni siquiera solo con «suerte». Pasa lo mismo que -como se advirtió al
principio- con el verbo «tincar». Es que, para hacer referencia a «suerte» o
«mala suerte», en quechua existen otras expresiones.
Veamos. El Diccionario Quechua – Español (ya citado) y también el
Diccionario de Urgencias Castellano-Quechua de Carrillo, nos indican que suerte en
quechua es Sami. Y, más remotamente, en el Vocabulario
de González Holguín encontramos esto, que corrobora lo dicho en los dos
repertorios mencionados: «Suerte buena, o mala por ventura, o dicha. Vee (Çami)»;
el «vee» nos remite a la primera parte del libro, donde,
efectivamente, encontramos lo que sigue: «Çami. La dicha o ventura en
bienes de fortuna y caso»; o sea, la buena suerte // «Çaminchani,
o çamiyocchani. Pedir ventura alcançarsela»; es decir, invocar
fortuna o buena suerte // Çaminnac. El desdichado, o mana çamiyoc»;
se refiere al que tiene mala suerte, el desafortunado. (Una precisión
pertinente: Çami se pronuncia como sami).
Tras todo esto es comprensible y necesario, realmente, que surja una
interrogante motivada por el desconcierto, habida cuenta de que, hasta este
punto, no se ha llegado aún a algo concreto que dé luces indubitables en torno
al tema. ¿Por qué afirmo que la expresión coloquial -de jerga o replana-
«¡Qué piña!», como sinónimo de «¡Qué mala suerte!», tiene su origen
en la lengua quechua, si, como se ha visto, no hay nada, ni semántica ni
fonéticamente, que dé amparo a tal aserto? Responderé y espero que mis
argumentos resulten satisfactorios.
III
Se impone, creo yo, la necesidad de afirmar que, desde el principio, el
vocablo piña -con el significado que conocemos- ha sido el
componente principal, la raíz, de la que sería una suerte de locución
interjectiva, «¡Qué piña!», que, como es obvio, nunca ha sido expresada con
ánimo exultante, de gozo, de alegría, de regocijo; siempre ha llevado consigo,
digamos, una nada discreta carga emocional de enojo, motivada por una
insatisfacción, por algo que no llegó a concretarse favorablemente, por una
frustración, por un incidente infortunado, en fin, ¡por una mala suerte! Y ese
ha sido, básicamente, su uso más frecuente: frase o locución interjectiva,
siempre caracterizada -en mayor o menor medida- por el enojo que la estimulaba.
Es que (corríjanme si estoy equivocado) no es júbilo lo que nos genera el
infortunio, la mala suerte, no nos mueve a la gratitud ni mucho menos a tener
que exclamar un Aleluya o gritar desaforadamente ¡Albricias!
El vocablo piña, que en la referida expresión coloquial se
comporta como un sustantivo (sinónimo de «mala suerte»), en algún momento
llegó a «independizarse», convirtiéndose en adjetivo y, así, comenzó a ser
empleado en frases como estas, por ejemplo: «Juan es bien piña», «Soy
tan piña que todo me sale mal». De este modo, adquirió una nueva acepción (ya,
repito, como adjetivo) que, sin embargo, no está lejos de la
original: «salado»; es decir, «Que suele padecer desgracias o tiene
mala suerte» (DLE).
Pero, repito, básica y originalmente, ha sido parte de la frase «¡Qué
piña!»; así, escrita con signos de exclamación por tratarse -vuelvo a decirlo-
de la exteriorización airada de un estado de enojo, cólera, indignación. Es que
esta frase nunca ha sido ni ha pretendido ser, simplemente, referencial: dar
cuenta, única y exclusivamente, de algo (la «mala suerte» en este caso), sino
-otra vez lo digo- poner de manifiesto un estado de ánimo (lo que corresponde a
la llamada «función emotiva» del lenguaje) ocasionado por una circunstancia
nefasta: la frustración por una expectativa no satisfecha, una desdicha, un
suceso inesperado que nos es adverso, un desengaño... «¡Diablos!», por ejemplo,
es una interjección y no quiere decir que, por lo que significa, literalmente,
el sustantivo empleado, se esté invocando al demonio; solo es, como en el caso
de «¡Qué mala suerte?» (o sea, «¡Qué piña!») la expresión airada de un estado
de ánimo (irá, enojo, enfado o, también, sorpresa, extrañeza, admiración,
disgusto). Con palabras de González Holguín: estar «enojado ayrado».
Esto es lo que quiero decir (y, creo que lo he insinuado desde el principio):
no siempre tenemos que dejarnos llevar, en sentido estricto, por el significado
literal, inmediato, restringido, de las palabras para entender una expresión o
locución (ya sabemos: existe lo denotativo y también lo connotativo). Por ello, la frase «¡Qué piña!», en el uso al que se refiere la
presente nota, nada tiene que ver con la fruta sudamericana y, en tal sentido,
no podemos entender que se trata, por ejemplo, del asombro que nos causa su
dulzor, su tamaño o su forma («¡Qué piña tan extraordinaria!»); y algo similar
podemos decir respecto de la misma expresión, pero en su versión dicha en el castellano estándar, «¡Qué mala suerte!»: es válido
entender que no solo es alusión al infortunio sino, también y sobre todo, la
exteriorización de una emoción: el enojo, la indignación, por una circunstancia nada exultante. Y, dicho en quechua (con la ayuda de Ugo Carrillo,
autor del Diccionario de urgencias): «Nisyu pinasqankani»,
que significa, literalmente, «Estoy muy molesto».
Y, bueno, ya vimos que, con leves variaciones, vocablos quechuas
relacionados con enojo y enojarse son estos: «phinakuy», «pinachiy»,
«pinachikuy», «phinay», «piñasqa», «pinaskasqa»;
y «piñan kashani». De estas expresiones, en mi opinión,
se derivó la expresión coloquial peruana «¡Qué piña!», que, desde el principio -que se remonta, creo yo, a no más de cincuenta años-, era, en sentido estricto (perdón por la insistencia), la exteriorización verbal de un
estado de ánimo airado, de enojo, de cólera, pero que -en virtud una suerte de metamorfosis semántica- se convirtió, ya específicamente, en el sinónimo coloquial de «¡Qué mala suerte!».
Creo que -como una suerte de paréntesis- conviene citar a la doctora Martha Hildebrandt que -en el espacio El habla culta, que tenía en el diario El Comercio, de fecha 31 de mayo del 2022-, sin afirmar explícitamente ni insinuar que allí estuviese el origen de la expresión coloquial peruana, hizo mención a «piña de sal» (que, aparentemente, sería sinónimo de «trozo de sal gema»), frase que, en alguna etapa de su «complicada evolución semántica», también habría sido empleada para calificar «al potaje muy salado». Lamentablemente, aparte de lo leído en el brevísimo texto de nuestra recordada lingüista, no me ha sido posible encontrar referencias documentales ni testimoniales que corroboren la información que ella proporciona.
Bueno, para terminar, insisto (y lo digo con absoluta convicción): es quechua, y
no otro, el origen del vocablo «piña» empleado, actualmente, como sinónimo de «mala suerte»
en el castellano coloquial peruano; y agrego que nadie tiene que ver con aquello de «piña de sal». Si alguien llega a desmentirme, claro, con
argumentos bien sustentados y convincentes, aceptaré, con hidalguía y humildemente, mi desacierto y no me quedará más que decir, de manera ya concluyente, esto: ¡qué piña, caracho,
estuve equivocado! 😊
¡Un fuerte abrazo, amigos!
© Bernardo Rafael Álvarez