sábado, 10 de abril de 2021

"TESTAMENTO DEL SILENCIO" DE JUAN CRISTÓBAL: ¿BALANCE Y LIQUIDACIÓN?


Al enterarme de su publicación y saber de su título me pregunté si tal vez, al leerlo, iba a estar ante una suerte de "balance y liquidación" pero, claro,  no como aquello  que hizo Luis Alberto Sánchez respecto del Novecientos. Ahora lo tengo en mis manos y ya lo leí; me refiero al hasta ahora -pues ya nos demostró que es impredecible- último libro de Juan Cristóbal: Testamento del silencio (Arteidea, febrero del 2021). En las siguientes líneas de esto que va a ser “un acápite largo como los editoriales del Dr. Clemente Palma" (Mariátegui dixit) diré de qué se trata o, mejor dicho, qué es lo que encuentro yo en él, y lo haré siguiendo sus propias palabras, que aparecerán entrecomilladas. Para comenzar, diré que –como ya lo insinué- a partir de su propio título, que me sonaba a acabamiento, comencé a sentir inquietud. Bien. Es un libro de poesía, pero poesía escrita en prosa y no del modo digamos convencional ya que -de principio a fin- los textos están hechos con minúsculas, con sólo las siguientes excepciones: Extraño, Van Gogh, Señor (dos veces), Descarnadas, Cicatrices, Calvario; y también sin más signos de puntuación que la coma. Bien. El título no alude, como pudiera sospecharse, a lo que podría ser la última voluntad del autor respecto de su legado (material o espiritual); no nos indica, por ejemplo, qué es lo que deja como herencia. Es, más bien, creo yo (y aquí voy entrado en el asunto de fondo), lo que me atrevería a llamar un inventario del desencanto, del desencanto existencial de un individuo en el mundo. En un texto insertado a manera de introducción, el poeta afirma que su poemario "trata de recrear el mundo en el momento más grave de su historia", sin embargo, yo no encuentro exactamente eso; lo que veo es la confesión desgarrada de "una crisis personal, la de la desdicha", motivada por el hecho de vivir "en un mundo repleto de mentiras y dolorosas contradicciones", como afirma en el poema uno; y también por el sentimiento de soledad (que "es tan escabrosa y maligna que ni con los últimos desconocidos nos encontramos"), por la indiferencia ("la arrogante e invisible" con "sus mensajes tan lacerantes y llenos de crueldad (...) cuando camino y veo que nadie me mira ni saluda"), la indolencia y el odio (que acaso sean "el rostro ignorado y calcinado de la especie"), el asumir la vejez ("llegando como un atardecer lento y lleno de telarañas") y también las "sombras que entran y salen (...) de los traumas infernales de la infancia", y -cómo no- el temor a la muerte y también la conmovedora y bella interrogante sobre el destino: “dime, Señor, con tu excesiva delicadeza, con tu voluntad desconocida, con la humilde vastedad de tus conjuros, con las traiciones a cuestas que traías, ¿qué determinación nos esclaviza y nos llena de misterios?”. Es -casi al final del camino- un lamento. Estamos, me parece, ante el balance en rojo de una vida acaso tormentosa y hasta de desengaños (y engaños), "como una cruz en el Calvario" que hace que la vejez sea sentida "en aquella blasfemia desesperada que tala y tala la memoria y que resiste, sin poder resistir, totalmente, la insensibilidad de las neblinas, la eternidad de los rocíos, el poder destructivo de los miedos". Es un grito de impotencia y desesperanza de un ser humano aplastado por el mundo. En el poema veintitrés (tal vez el más bello del conjunto) nos dice que ha "recorrido sueños, pesadillas, historias desgarradas, llantos y emociones transformándose en nada", y a esta declaración le agrega una pregunta desconsolada que -es obviamente previsible- no recibe respuesta: "¿qué nos queda en el tiempo inútil del destino -dice-, en la costumbre de producir todo sin ver nada, sin ningún tiempo que nos haga posible hablar de las pezuñas o reírnos de nosotros en las calamitosa esquinas de la casa?". Sin respuesta, pues. Por eso, precisamente, es un "testamento del silencio", la manifestación de una desilusionada certeza: que todo se torna adverso (desfavorable), incluso el amor, al que nombra como "vetusto sentimiento, tan inconsistente y confundido"; y ni siquiera la palabra -que, como el amor, tiene también digamos un encargo positivo que cumplir- se salva de ser amargamente cuestionada, porque ha perdido su valor:  "hablo del ser y del no ser de la palabra, la perenne y angustiosa, la pervertida, la incapaz, la incumplida". Y lo más angustioso tal vez sea lo que está dicho en el poema que corresponde al número considerado desde tiempos remotos como mágico, misterioso y perfecto, el siete; se sincera el poeta y nos dice, medio desfalleciente: "no tengo que llorar ni gritar, sino ser paciente, indiferente y azaroso como un fantasma en el transcurso de las horas, aceptar tranquilamente mi derrota, aunque me lleve, sencilla y banalmente, a la miseria". Hace algún tiempo afirmé, si mal no recuerdo, que entre la poesía de Juan Cristóbal y él como persona había lo que llamé un divorcio; lo dije porque yo no encontraba correspondencia entre lo apacible del ser humano que es él y lo violenta que es su palabra escrita. Aludía, naturalmente, a sus libros anteriores. Hoy, en cambio, a pesar de la rudeza de muchas de las expresiones contenidas en este nuevo libro, lo que encuentro es casi el reclamo suplicante de un ser indefenso que pide una voz de aliento, que alguien le exija que levante el ánimo porque no todo está perdido; palabra ruda en su poesía, pero ya sin violencia. Y sé, y creo estar convencido, que este, más que un testamento (porque no lo es, en realidad) es tan solo el borrador inseguro de un "anticipo de legítima" y que mañana -más temprano que tarde- en el momento menos esperado nos sorprenderá -probablemente después de ejecutar los respectivos ajustes de cuenta que crea convenientes- con un borrón y cuenta nueva, entregándonos, ahora sí, su nuevo y definitivo legado espiritual de esperanza y de fe, y no de pesimismo. Digo esto porque, como expresé antes, estoy seguro de que este no será el último libro que nos entregue el poeta Juan Cristóbal, y hoy, más que nunca, nos hace falta su palabra, que venga –como proponía Gabriel Celaya- cargada de futuro, y contra la derrota. ¿Lo hará? Confío que sí. Ah, otra cosa, para terminar: ¿Habrá alguien que discrepe de la lectura que he hecho de Testamento del silencio? Creo que sí, y muchos (incluso tal vez su autor). La poesía tiene la virtud de poder ser leída y asumida de mil maneras, en libertad. No soy propiamente un buen lector, sin embargo, mi defecto –tras una lectura- es decir lo que pienso, aunque pueda enfrentarme a desacuerdos, pero lo hago sin mala fe;  así que, caballero nomás: si hay opiniones contrarias, que sean dichas, pues; serán bienvenidas. ¡Un abrazo!

 

 

© Bernardo Rafael Álvarez

10 de abril del 2021