Lo
dije durante la presentación de un libro suyo (en octubre del 2018), y hoy lo
vuelvo a decir: Se trata de uno de los poetas y escritores peruanos más
desenfadados que conozco.
El trabajo de nuestro autor, con la palabra, se puso de manifiesto, inicialmente, hace cerca de cincuenta años. Uno de sus poemarios que me impactó, que me conmovió sobremanera, es Poeta en el infierno (Ediciones Poema envenenado, 1995), que, entre otros, tiene un poema que es expresión de una intensa y conmovedora ternura filial expresada en circunstancias extremadamente terribles y cuyo título simplemente es este: Olvidarás que has muerto hace mucho. En él, el poeta le cuenta a su padre muerto acerca de la experiencia más dramática que le tocó vivir y le habla con una fresca familiaridad, con lenguaje de barrio, de calle: “…sigamos conversando, viejo, / cuéntame de las muchachas de allá” -le pregunta al final del texto- “esto te hace bien, / olvidarás que has muerto hace mucho”. Y también ese conjunto de versos, Carta de amor a una hermosa gitana, en que –casi desfalleciente- le dice a Zulma: “tal vez jamás vuelvas a verme con vida, / es de poetas morir de crepúsculos, / pero no llores pequeño ángel, / amaste a un poeta, / es decir, amaste a todos los hombres de la tierra / y no hay historia de amor más bella que la nuestra”. ¡Tierno y desgarrador, realmente!
Los momentos extremadamente terribles a que me he referido, corresponden a los quince meses que su autor, injustamente, estuvo en prisión durante la dictadura de Alberto Fujimori. Esa experiencia infernal es lo que estimuló el nacimiento de esta poesía que golpea y subleva la conciencia y la hace enardecer.
¿De
quién estoy hablando? Pues de Jorge
Espinoza Sánchez, poeta y narrador a quien conozco desde aquellos locos e
inolvidables años de la década de 1970; días irrepetibles: de sueños
apacibles y también de sueños sobresaltados (cuando, hacía poco nomás se
hablaba de “hacer el amor y no la guerra” y el movimiento Hippie se rebelaba
contra el sistema, sin revueltas, barricadas, ni bombas molotov sino con flores
y silencio, con amor; cuando –recién, también- había aparecido lo otro
(revueltas, barricadas, bombas molotov): Mayo 68, en París. Y después, el 69:
con 3 days of peace & Music,
es decir, ¡Woodstok!
Jorge Espinoza Sánchez, el
escritor para quien (como para mí) la literatura, ya lo dije, no tiene que
ser solo drama, solo frustraciones, solo infelicidad, sino, también, júbilo,
desenfado, optimismo, pero que sabe que la literatura, también, puede
comportarse como un instrumento de denuncia, cómo no, lo cual es absolutamente
legítimo.
Y,
bien, denuncia es lo que, en buena cuenta, Espinoza Sánchez nos presenta (con una belleza terriblemente
corrosiva) en una de las novelas creo que más reeditadas en nuestro medio (el
ejemplar que tengo en mis manos corresponde a la decimoquinta edición); me
refiero a Las cárceles del emperador (Fondo Editorial Cultura
Peruana, 2019), que es un relato en que, descarnadamente, nos habla (como bien
dijo nuestro amigo el cineasta y escritor Federico García) del “descendimiento
a los círculos más profundos del infierno” que es la vida en una cárcel del
Perú, de lo cual –a su manera, y en circunstancias distintas- también
escribieron Gustavo Valcárcel y José María Arguedas.
Se trata, pues, de un testimonio novelado que nos recuerda, repito, el paréntesis sin duda más terrible y dramático, que llegó a vivir su autor (y que, en buena cuenta, también sufrió todo nuestro país), en época de la infame y paranoica última dictadura sufrida por el Perú, y que coincidió con la criminal presencia de una banda dizque “revolucionaria”, que solo trajo destrucción y muerte.
El
autor de Las Cárceles del emperador, fue una de las víctimas de esa
dictadura. Tomado prisionero por las fuerzas de seguridad y acusado –sin
pruebas- de pertenecer a una de las organizaciones de artistas populares vinculadas
a esa demencial banda conocida como “Sendero Luminoso” (y, lo que es peor, de
integrar uno de los llamados “comités de aniquilamiento), fue llevado a una
celda del penal Castro Castro en donde pudo ser testigo de los horrores del
abuso y la humillación a que eran sometidos los internos. Inocente de todo
delito, vivió durante quince meses la experiencia más ruda que puede soportar
un poeta, un escritor: ser acusado, procesado y encarcelado por el más
reprobable crimen, ser senderista, es decir, seguidor de un mediocre personaje
que –en un arranque de demencial audacia- llegó a autoproclamarse “la cuarta
espada del marxismo leninismo mundial” (y al final –después de haber sembrado
el terror, la muerte y la destrucción- terminó alabando al más
asqueroso y criminal gobierno de nuestra historia, el de Fujimori y Montesinos,
tras recibir una torta de regalo).
Obviamente
no voy a reseñar o contar el argumento de la novela, pero sí voy a dar a
conocer los títulos de algunos de sus capítulos, que son terriblemente
expresivos: “El teatro de los perros descuartizados”; “Los macabros calabozos”;
“Los comandos de aniquilamiento”; “Durmiendo con un
cadáver”; “Quemaron a los muchachos”; “Una rata en el menú”. Y este,
que es la celebración final de un hombre que, felizmente, logró salir airoso de
la pesadilla: “Vuelvo a vivir, vuelvo a cantar” (como aquella canción que durante
los setentas cantaba el argentino Sabú), porque el proceso judicial, kafkiano
desde todo punto de vista, gracias a Dios, culminó -como debía culminar, a
pesar de la mala fe-: declarándose la inocencia del acusado.
Esta
es una novela en que, más que la descripción de escenarios, lo que importa y
prevalece es la acción, porque –como sabemos- son los actos los que muestran,
con mayor rigor y verdad, la realidad humana.
Y
aquí, en Las cárceles del emperador, se presenta a los cuatro vientos la
realidad novelada –es decir, basada en hechos y personajes reales- de aquellos
años de la barbarie o, como los llama su autor, del espanto. Esto, sin embargo,
no significa que estemos ante una crónica, o ante la biografía o las memorias
del autor, o frente a un texto de historia. Es una obra literaria de ficción
que, no obstante, procura lo que la buena literatura busca: no solo generar
placer en los lectores sino (como hace muy poco ha dicho Mario Vargas Llosa),
“dotarlos de un espíritu crítico”.
No es,
pues, únicamente un testimonio novelado. También, como lo dije antes, es una
denuncia, una denuncia descarnada y perturbadora. Pero, además, es la expresión
de júbilo y culto a la libertad del escritor, del poeta (por eso está escrita
con una profusión de expresiones que no son precisamente de un narrador común y
corriente, sino de un hacedor de poesía). Nos dice –sin decirlo- una cosa:
incluso tras los barrotes, la poesía es capaz de respirar libertad.
Una
novela que nos genera (por la calidad de su escritura) placer al leerla, pero
que también nos solivianta.
Las cárceles del emperador es
una novela compuesta por cerca de cuatrocientas páginas, pero – ¿saben una
cosa?- tiene la particularidad o virtud de poder ser resumida (y es lo que voy
a hacer) en dos palabras, que –creo- deberían ser dichas con absoluta
indignación y esperanza: “¡Nunca más!”.
Cierto. ¡Nunca más! a las
dictaduras, sean de derecha o sean de izquierda, y a su hediondez. ¡Nunca más! a la violencia criminal
de los que se creen redentores y no son más que infames “héroes” de caricatura
y pacotilla. ¡Nunca más! a la
destrucción y la muerte. (Pero, ¡Nunca
más!, también a la mordaza).
¡Gracias,
Jorge, por esta novela que es,
definitivamente, un canto descarnado y escalofriante de alabanza a la justicia,
a la libertad y a la vida, y un latigazo contra la infamia!
© Bernardo Rafael
Álvarez