"¡Qué rico país!”, refiriéndose al nuestro, solía expresar socarronamente, pero con fastidio y decepción, mi inolvidable amigo el poeta Pocho Ríos. Es que con cierta frecuencia ocurren en el Perú hechos dignos de la mejor novela de humor y de absurdo, que a veces pueden llegar a dolernos y, cuando tal cosa ocurre, como una suerte de lenitivo, recurrimos a la ironía. Sin embargo, a pesar de eso, creo que no cambiaríamos a nuestro país por otro, y si nos dieran a escoger –lo digo con palabras del poeta Marco Martos- seguro que lo elegiríamos de nuevo para construir aquí nuestros sueños.[1]
Les cuento. Hace algún tiempo, en este Perú “de metal y melancolía” (García Lorca dixit[2]), estuvo a punto de ocurrir una suerte de “padillazo” pero, claro, no como aquello que pasó en la Cuba de Fidel Castro, en 1971. Es decir, no por intervención abusiva de un Gobierno en contra de un escritor que, como es legítimo y justo, lo que busca es mantener y defender su libertad, sino (¡qué cosa más inaudita e increíble, caracho!) por el amotinamiento de otros escritores precisamente contra el derecho a la libertad creativa de uno de nuestros mayores narradores. Esto -más que por algunas presuntas sinrazones pasionales de odio o antipatía-, motivado, creo que sin duda, por dos cosas: un problema aparentemente de "comprensión lectora" y el desconocimiento u olvido de un tema literario realmente elemental. Explico.
La novela -como saben muchos- es uno de los tres géneros narrativos que conocemos: novela, cuento, crónica. Los dos primeros son básicamente ficcionales: narran hechos inventados; el tercero -la crónica- refiere acontecimientos reales ocurridos en determinado tiempo y lugar, y usualmente como un testimonio. En un cuento o una novela pueden aparecer personajes que, digamos, tienen tu propio nombre, pero hacen cosas que nunca hiciste tú o que si las hiciste son mostradas con ostensibles variaciones; ¿eso qué significa?, que -simple y llanamente- ese personaje no eres tú. Una novela, incluso, puede referirse a hechos históricos y ubicarse en lugares geográficamente determinados y fácilmente identificables, pero esas referencias no tienen que estar amparadas en pruebas documentales o de otra índole que le den veracidad o autenticidad a lo narrado. Una novela no tiene que ser “veraz”, verosímil sí, pero esto es otra cosa; es decir, si esos hechos y lugares aparecen retorcidos o "distorsionados" en la narración, no hay absolutamente ningún problema: con ello no se perpetra ningún "daño" a la realidad, pues una novela no tiene la capacidad ni menos el poder de alterar la realidad: es, simplemente, otra realidad. En consecuencia, querer -como quisieran algunos- "desmentir" o "corregir" los presuntos "errores históricos" encontrados en una novela, no es más que un audaz pero desubicado -quiero decir absurdo- despropósito. Es necesario, pues, que se sepa distinguir entre lo que es la ficción y lo que es la realidad; en pocas palabras, saber que una novela es ficción y es así como debe ser leída.
Por eso, por lo que acabo de decir, es que hace cerca de dos años el narrador al que aludí, casi se convierte en víctima de la descabellada e injustificada indignación de muchos de sus colegas, quienes –tras leer erradamente un fragmento, publicado en el Cuzco, de una novela suya aún inédita- insólitamente identificaron a un personaje femenino -obviamente inventado por el autor- nada menos que… (¿lo adivinan?) como un hombre: un poeta por el cual, al unísono, dieron el grito al cielo, y por él estuvieron a punto de "ajusticiar" al novelista dizque "injurioso".
Bueno, pues, este, el narrador sobreviviente de aquel anecdótico, pintoresco y absurdo gesto de "desagravio" y "resistencia", algo más de un año después de haber publicado uno de los más irreverentes libros de la literatura peruana, nos entregó una nueva obra narrativa: la novela PANCHO FIERRO, Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista la novela (Editorial Montacerdos Oficial, Lima, febrero del 2021). Este narrador es nada menos que Cronwell Jara Jiménez, nacido hace algunas décadas en Piura y a quien conocí o, mejor dicho, vi por primera vez en abril del 2018.
El libro irreverente al que me he referido (anterior a Pancho Fierro...) es Manifiesto de las jodas que, como es a todas luces evidente, desde su título ya se muestra sin pudor ni piedad y con unas ganas irremediables de no respetar las "normas de urbanidad" de Antonio Carreño. Incorregible, sin remedio. Contra la corriente. Contra los “buenos modales”.
Lo dije apenas salió ese libro y hoy lo repito: “Cronwell Jara es, desde hace mucho rato, el hacedor (me atrevería a decir, sin equivocarme: el fundador) de la nueva narrativa peruana. Innovador, recontrainnovador. ¿Alguien escribe, alguien ha escrito, como Cronwell Jara? No lo sé, pero de lo que estoy convencido es de que él no escribe como nuestros más celebrados narradores; manda al diablo -como debe ser- las normas, todas (incluso las "morales"). Porque (¿alguien lo duda?) eso es la literatura: el ejercicio impenitente, insobornable y hasta insolente, de la libertad. Y esta, la de Cronwell, es libérrima. En ella vale el qué pero, también y sobre todo, el cómo. Decapita deidades, como Dios manda. Porque no solo es cosa de escribir bien (todo el mundo lo hace), sino de crear, no solo historias distintas sino formas diferentes de contarlas: acometer, en rigor, el cabal deicidio de que hablaba Vargas Llosa en su valiosísimo ensayo acerca de García Márquez. Eso es Manifiesto de las jodas: un matar a Dios (literariamente hablando, digo) y poner al diablo de "gerente”. Textualmente, esto es parte de lo que escribí acerca de este libro: "Es, en verdad, una suerte de lapo desacralizador, una bofetada; desborde legítimo de desenfado; apología y celebración irreverente de la joda y, claro, de la libertad, que es condición esencial en la literatura, en el trabajo creativo".[3]
Esto es, también, en gran medida, PANCHO FIERRO, Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista, la novela a la que ya me he referido sin entrar en detalles. Es la novela del mundo al revés, como se llamó el mural que nuestro pintor afrodescendiente hizo en una pulpería de los Barrios Altos (y en otros tres lugares de Lima, también); pintura en que –según cuenta el maestro Raúl Porras Barrenechea- podía verse que eran hombres los que “halaban de los coches dentro de los que viajaban los caballos, los peces arrastraban a los pescadores cogidos del incauto anzuelo, los toros banderilleaban diestramente a los lidiadores”.[4] Mundo al revés (ya es tiempo de decirlo) no solo porque es distinto del que vivimos, sino porque casi siempre es mejor y suele comportarse como una compensación de nuestras a veces dramáticas carencias y desesperanzas. Es que, en buena cuenta, para eso sirve la ficción literaria: para regalarnos, piadosamente, aunque sea "de mentirita", una vida más llevadera a pesar de todo. A eso se debe el placer que se siente al leer una buena novela. Mundo al revés, porque -en realidad- eso es el arte, la literatura: no un retrato fotográfico de circunstancias sino, más bien, un mundo irreal, nacido de la fértil e ilimitada imaginación del artista o del escritor y cuya verdad -en el caso de la ficción literaria- no depende –como explica Mario Vargas Llosa- “del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira”, sino “de su propia persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia”.[5]
La magia que nos asombra y desconcierta, a veces, como la del Ekobio, el duendecillo “de tres ojos, piel verde, verrugas y patas de chivo”, que –en la novela de Cronwell Jara- acompaña al acuarelista mulato como una suerte de protector y está metido en su ser como estímulo creativo; o la magia de aquel otro personaje misterioso, Uma Supay, "la momia viva de más de quinientos años".[6]
Bien.
Esta novela se ubica, cronológicamente, antes, durante y después de los días de
la Independencia peruana y habla de acontecimientos ocurridos entonces, y
aparecen en ella, además, personajes que –como el protagonista principal- no
son ficticios: Manuelita Sáenz, Rosa Campusano, Manuel Ascencio Segura, Ricardo
Palma, el pintor alemán Mauricio Rugendas (que también pintó la ciudad).
¿Deberíamos afirmar, por ello, que estamos ante una novela histórica? Suele
decirse que novela histórica es aquella obra literaria de ficción inspirada en
determinados hechos reales e importantes ocurridos en algún momento o periodo
del devenir histórico de los pueblos, y con determinada localización
geográfica. Tal vez sea así. Pero a mí me parece -si no discutible- al menos incompleta
esa definición. Yo creo que -hablando en rigor- “novela histórica” es, más
bien, una suerte de documento que nos relata hechos reales del pasado de un
modo distinto a cómo lo hacen los historiadores, con toques ficcionales, sí,
pero con prevalencia de la veracidad. La novela de Cronwell Jara ha sido
construida (él lo ha contado) después de haber emprendido, durante muchos años,
un meticuloso y paciente trabajo de investigación documental, acerca de su
apasionante personaje. ¿Para qué hizo eso –me refiero a las indagaciones
históricas-: para no incurrir en inexactitudes, para “no mentir”? No,
definitivamente no fue eso lo que lo motivó. Un novelista averigua, se informa,
pregunta, inquiere, investiga, para poder armar mentalmente una estructura narrativa
verosímil, que parezca real, y no con propósitos precisamente heurísticos ni
hermenéuticos, como sí lo hacen los historiadores. Un novelista no es un
historiador, como los herederos de Heródoto, porque su oficio no es contarnos
el pasado, con pelos y señales y con apoyo de pruebas instrumentales; el
novelista claro que nos cuenta historias, pero historias que son relatos
inventados que bien pueden haber sido inspirados en hechos reales, pero no se
comportan como el testimonio o registro fehaciente de esos hechos. Por ello -es
mi opinión- PANCHO FIERRO, la obra narrativa de que
estoy hablando, no es precisamente una novela histórica; es, simple y
llanamente, novela; claro, con muchas referencias históricas, pero nada
más.
Al leerla podemos encontrar –ya lo dije- referencias a hechos y personas que existieron, sí: sucesos de la época en que se sitúa y cosas como aquello de la inclinación "pro realista" del pintor ("-Temo que mi opinión no guste, ña Campusano -dijo Panchito-. Estoy a favor de la corona. Y esta es mi protesta contra los patriotas") y de Manuel Ascencio Segura y Ricardo Palma; o la alusión al carácter rebelde de Manuelita Sáenz y Rosa Campuzano, y su lucha en favor de las mujeres. Y es, como lo insinúa su título, una novela que nos divierte, pero también nos conmueve y hasta puede sublevarnos. Pero es, principalmente, creo yo, un canto a la libertad y también una celebración de la mujer, como luchadora indoblegable, representada, entre otras, por Manuelita Sáenz, mujer que –como comenta un grupo de “tapadas”- “tiene agallas, raza de mujer valiente! (…) ¡Valiente guerrillera!”. Las “tapadas”, mujeres que desempeñaron papel muy importante en ese entonces (“-¡Batallón de tapadas, atención! ¡Mostrar armas! –Ordenó el general San Martín”) y que, a pesar de los mantones de seda que cubrían sus rostros, se muestran dignamente desinhibidas: mujeres de carne y hueso.
Es que los personajes, en esta novela, no son expuestos como seres idealizados, ennoblecidos; no son beneficiarios de adjetivos excelsos, no son divinizados. Aparecen como lo que son, y ya lo dije: de carne y hueso, con virtudes y defectos, como cualquier hijo de vecino. Ah, y recorrer las páginas de este libro es como caminar por las calles de la Lima de aquella época, la ciudad amurallada (con acequias y gallinazos; "calesas y sus caballos risueños, los vendedores ambulantes, leñateros a burro, la lechera a poncho y a lomo de mula...") y chocarse, como algo común y corriente, doméstico, incluso con sus gentes más significativas y notables, sin acomplejarnos o acobardarnos.
¿Y qué gentes son las que habitan esta novela? Muchos, y de toda clase, color y gustos: negros, indios, cholos, blancos, chinos (ño Cotito -tío de Pancho Fierro- y otros; Poma y Ruperto, los “dos indios uniformados”; el alemán Mauricio Rugendas, el inglés Cochrane, los españoles; Liu Siu, el chino apaleado sin piedad en una de las calles de Lima…). Una novela, esta sí, en la que están todas las sangres.
Dije que no es propiamente histórica; sin embargo, esta novela nos traslada, casi con un realismo patético, a aquellos días inaugurales de nuestra República. Y esto, ¿a qué se debe? A que es una novela magistralmente escrita, con una prosa que atrapa, un dominio extraordinario de la narración y las descripciones, y una brillante agilidad y precisión en los diálogos. Por su extraordinaria verosimilitud. Méritos que, por lo demás, no tienen por qué sorprendernos en la narrativa de Cronwell Jara. Una novela plena de colorido y de imaginación. Tan bien contada que cuando la leemos pareciera que estuviésemos frente a una película, acaso un documental. Y nos atrapa, también, porque esta novela, de principio a fin, es un desborde desenfadado de sensualidad plena.
Una novela que puede ser caracterizada, entre otras cosas, como una apología del arte, que es expresión de vida; la vida dentro de las acuarelas, dentro de los instrumentos musicales. Lo dice Ekobio, el duende “de tres ojos, piel verde, verrugas y patas de chivo”, que de pronto aparece “habitando la punta de un pincel”: “¿Percibe cómo los colores también danzan y son musicales? ¿No son como pájaros que cantan y lucen el esplendor dorado y azul de sus colores? Y trate de oír, en cada piar, lo que le aconsejan esos incendios vibrantes: escúcheles su palpitar”. Y agrega, rotundo e incontestable: “El arte es eyaculación pura”. Porque -lo dice la Campusano en la novela- "un verdadero artista debe ser libre de pensamiento y obra. Y saber desnudar sus sentimientos". Y es -en buena cuenta- el arte, las acuarelas de Pancho Fierro, de donde brotan las historias de esta novela.
Una novela en que las mujeres no sueñan con “príncipes azules”, ni otras fantasías ridículamente "ennoblecedoras", sino con hombres de carne y hueso, con deseos, fluidos y defectos. Mujeres que, como Rosa Campusano, hubieran querido ser pintadas desnudas por Pancho Fierro. Y en la que, de pronto, aparece Pancho Fierro haciendo lo inesperado y escandaloso para los mojigatos: pintando, esta vez sí, a una "tapada" tal como vino al mundo, bella, desnuda y libre, como -repito- le hubiera gustado ser pintada también, pero ya era tarde, a la talentosa y luchadora Rosita Campusano, actriz y activista por la causa independentista, y compañera sentimental del libertador San Martín, mujer que "tocaba dulcísimas notas en el piano" y ya había leído los libros entonces prohibidos: Don Quijote, Filosofía del Tocador, Ananga Ranga, los Comentarios Reales y Las mil y una noches.
Dije al principio que Cronwell Jara no escribe como nuestros más celebrados narradores. Cierto. Escribe de un modo muy particular: el estilo “cronweliano”, lo llamo yo. ¿Han leído Montacerdos? Un relato en el que, entre otras cosas, con un desborde de imaginación aterradora, que dejaría boquiabierto a cualquiera, nos cuenta de un niño que muestra una caja con alacranes y cucarachas muertas, de su bolsillo saca pericotes, “uno muerto y otro medio muriéndose”, y en una botella trae arañas y moscas vivas que se pelean; y esto otro que escandalizó, por irreal, a un escritor norteño: “comíamos ratas, meses atrás, comíamos harto hasta chupar y sorber rico los tuétanos y masticar los huesitos, embriagándonos de dicha. Pero ahí en casa de doña Juana no podíamos cocinar eso. Y un día nos escapamos en la madrugada y nos fuimos a las madrigueras y cazamos tres”. ¿Y se han regodeado con Patíbulo para un caballo? Una novela que es, al mismo tiempo, expresión cabal de poesía épica, con toques de lirismo, en la que más que lo anecdótico (quiero decir: lo que cuenta) tiene un valor excepcional el cómo lo cuenta: sépase, de una vez por todas, que lo más bello de una novela no siempre está en el qué, sino en el cómo. A diferencia de otros narradores, Jara hace de cada resquicio de esta novela una joya, un texto autónomo: me refiero, concretamente, a que cada uno de sus párrafos puede incluso ser desprendido del todo y ser leído como un objeto literario redondo y, vuelvo a decirlo, autónomo. Por ejemplo este, que he tomado al azar: “El espectáculo de violencia bélica del ritmo de la danza, el furor diablo y festivo de los músicos, enfervorizó las sangres y el espíritu de fuego de algún dios guerrero surgido de todas las tribus, comunidades, naciones y razas, latió invicto y retador en los pulsos y sienes; se tornó carcajada, mofa, salto y giro de baile; endemoniados los chibolos empezaron a reír y dar volteretas acrobáticas por los aires y la polvareda, entre gallinas, ladridos y perros espantados y chillidos de loros y palomas azoradas por los cielos; de chorros de agua limpia y metálicas luces doradas, de ríos, arco iris, aguaceros y relámpagos, y con las algarabías de los pájaros más hechiceros, parecieron hechos los sonidos de los instrumentos”. Los párrafos, en esta novela, no cumplen solo la insulsa y mediocre función de conectores entre los diálogos. Son bellísimas acuarelas de abigarrado e intenso colorido. Densidad como sinónimo de riqueza expresiva. Poemas, en realidad. Ah, y donde encontramos, como diría uno de sus muchos pintorescos personajes (el "Conde de Lautréamont"), "carnavalización y barroquismo, pero también drama, desesperanza y sueños, y un soberbio y al mismo tiempo sobrecogedor desborde de violencia verbal, es en aquella novela que -como dije al principio-, cuando de ella apenas se habían dado a conocer solo unas cuantas páginas, generó la furia disparatada e hilarante de un grupo de "indignados" escritores: me refiero a Molotov Suite en el Patio de Letras (Montacerdos Oficial, abril 2021), obra narrativa esta que es -no obstante su legítima naturaleza ficticia- una suerte de testimonio vívido y turbulento del alma siempre inquieta, rebelde e impredecible de la insobornable San Marcos, la universidad decana de América.
Y abigarrada, intensa, llena de color y también de sensualidad es esta, la novela que ha salido a la luz, justo en el 2021, que es el año del Bicentenario de nuestra Independencia: FIERRO, Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista. Una novela en que, efectivamente, hay picardía, lujuria y fiesta, por esto: porque sus protagonistas son el arte y la libertad, y el arte y la libertad son expresión excelsa y no pecaminosa de picardía, lujuria y fiesta.
Sensualidad y erotismo pícaro y también tierno, como cuando Panchito, adolescente, es enjabonado por la tía Cayetana y accidentalmente siente en su mejilla el roce de uno de sus pezones y, excitado, lo besa y lo sorbe, mientras la mujer le dice: "-Calme su sed, mocito, que es la mía...". O la referencia que se hace de Rosa Campusano, que “aparecía luego de días de haberse perdido, se rumoreaba que, alunada, solo andaba de amores con San Martín; ora por la Hacienda Mirones, ora por una quinta de la Magdalena…”.
Y también humor. Como esto, en palabras de Manuelita Sáenz, tratando de tranquilizar a una mujer asustada por los anuncios medio amenazantes, contra los ricos, con que Bolívar prometía un mundo en el que todos sean libres y no vivan de rodillas sometidos ante un virrey: “-No se preocupen. Ni usía, ña Mariana. Y menos María del Carmen. El despojo es solo para los ricos, dueños de minas y de barcos (…). Ténganlo por seguro, hermanas mías, Manuelita Sáenz, la novia del libertador se lo garantiza. ¡Si no le jalo la oreja a ese loco! Él ya conoce mi genio, ja ja. ¡O no hay cama!”.
Estamos, pues, ante una novela de humor. Pero también de misterio (por lo de Ekobio y Uma Supay, la anciana que lee el futuro en las hojas de coca, y también por la lectura presagiosa de cartas); psicológica (porque se mete en las interioridades de sus personajes); romántica (los amoríos de San Martín y la Campusano); erótica (los encuentros sexuales de Pancho Fierro, especialmente aquel que es presentado en el último capítulo: “Entonces sintió, dulce, dolorosamente dulce, una penetración desconocida en sus entrañas, bajo sus nalgas. // -¡Don Pancho Fierro, usted podía! Usted sabía…// Él se sumergió en las constelaciones. Empezó a cabalgar sobre las estrellas. Sobre la Vía Láctea. Se sentía entre las aguas y cascadas de las esferas celestes”). Y, obviamente, también es una novela épica (“-Disponemos de siete mil soldados –añadió Cochrane- y más de tres mil montoneros. ¡Ellos no pasan de cuatro mil! ¡Todos deseosos por batallar!”). ¿Qué más?
Me referí antes al “estilo cronweliano”, a su bella densidad expresiva. Voy, pues, a agregar algo. La escritura de Jara, que tiene mucho de "realismo rudo y a ratos despiadado"[7] no tiene que ser leída como muchos críticos suelen hacer, con criterios medio sociológicos, sino estrictamente literarios: no busquemos en una novela el registro de "hechos verdaderos o la verdadera historia"[8]; eso es tarea de científicos sociales. Pero algo más quiero decir. Don Miguel de Unamuno dijo alguna vez que nada le molestaba más “que oír decir de alguien, que hablaba como un libro”, y que él prefería “los libros que hablan como hombres”.[9] Efectivamente: nada de poses “intelectuales” ni escrituras culteranas. Que un libro sea como una conversación de amigos y no la exposición pedante y aburrida, llena de palabras que resultan casi siempre ininteligibles para muchos. Cronwell Jara escribe como habla: con naturalidad, simplicidad y familiaridad (“Ekobio se atrevió a alargar la mano huesuda y verruguienta y a mover los papeles y cartulinas de varias acuarelas de retratos…”). Una novela es para disfrutarla, no para hacernos sufrir con las dificultades de su lectura. Y PANCHO FIERRO es eso: disfrute de canto a canto, como decimos los pallasquinos.
“¿Qué más?” es la pregunta que he soltado, luego de dar a entender que esta, la de Cronwell Jara Jiménez, es -en mi opinión- una suerte de “novela total” por la pluralidad de aspectos o características que se juntan en ella, y que he señalado. Sí, hay más. En esta novela cuya lectura nos genera placer y no malestares, también encontramos lo fantástico que roza las fronteras de la ciencia ficción; esto en un episodio que es para desternillarse de la risa: el anuncio que se hace, durante un espectáculo en la Plaza de Acho, de algo "que nadie de esta pacífica y cordial Lima se imaginaría en lo mínimo”. Antes de ser elevado -como una asombrosa maravilla- un globo aerostático con canastilla para "pasajeros", construido por el argentino José María Flores, llegarían “tres hermosos Viajeros del Tiempo”, dentro de dos cajas mágicas “transportadoras del futuro al pasado”. Y, efectivamente, así ocurre. Desde el siglo XXI arriban al siglo XIX –no me lo van a creer- estos muy extraños personajes: “Bernardo Álvarez, el Mago de la Nariz Notable y Maravillosa”, la “princesa Lu” y “Érica, La Incandescente y Luminosa Tejedora de Tormentas”; ellas “en ropas de baño de largos faldones desde el cuello hasta los tobillos”, y él, “de elegante barba, nariz prominente, sombrero de copa, levita escarchada y una varita en la mano” y, como es de suponerse, dejan patidifusos y cariacontecidos prácticamente a todo el mundo. Este insólito hecho, por cierto –se nos dice en el desopilante capítulo-, jamás fue registrado en los anales de la historia, por una razón simple y comprensible: “para que al doctor Basadre no se le considerase falto de seriedad y compostura, ni al doctor del Busto, digno loco de atar”.
Pero
nosotros –lectores, felizmente inteligentes de este siglo XXI- estamos convencidos
de que aquel extravagante suceso sí aconteció. Porque sabemos que una novela, a
pesar de mentir, siempre dice la verdad: la verdad literaria, naturalmente. Y
estamos convencidos, también, de que la verdad literaria y artística tiene un
amparo indiscutible que le da solidez: la ficción, que es una de las más
rotundas expresiones de la libertad y los sueños, en una realidad -la nuestra-
que está patas arriba; es decir, el mundo al revés como, repito, fueron
llamados aquellos murales pintados por el gran Pancho Fierro. Y sabemos,
también, que en literatura no hay, absolutamente, nada que desmentir; y
Cronwell Jara, el fundador de la nueva narrativa peruana, lo sabe, de canto a
canto.
©
Bernardo Rafael Álvarez
[1]
Marco Martos. Poema El Perú.
[2]
Federico García Lorca. En su soneto: A Carmela, la
peruana.
[3]
Bernardo Rafael Álvarez: Nuevas jodas elementales
(Cronwell Jara: Barroquismo de nuevo cuño). En: berafalvarez.blogspot.com
[4]
Raúl Porras Barrenechea y Jaime Bayly: Pancho Fierro.
Ediciones del Instituto de Arte Contemporáneo, Lima, 1959.
[5] Mario
Vargas Llosa: La verdad de las mentiras. Seix Barral. 1990.
[6]
El Ekobio, duendecillo travieso, herencia mítica que Pancho
Fierro recibió de sus ancestros africanos.
[7]
Carlos Yushimoto del Valle: Montacerdos como estado de
excepción. Mito, ciudadanía y violencia. En: Cuadernos urgentes (Edith Pérez
Orozco / Jorge Terán Morveli, editores, 2019).
[8] Juan
Zevallos Aguilar: Patíbulo para un caballo. Entre la narrativa urbana y el
neo-indigenismo. Edith Pérez Orozco / Jorge Terán Morveli, editores,
2019).
[9] “El
poder de la palabra”. Última grabación de don Miguel de Unamuno. En:
https://www.youtube.com/watch?v=nflKqPLxeL8