Corría el año de mil novecientos... (bueno, cuando aún gobernaba Juan Velasco Alvarado). Yo aún no había cumplido
los veinte años de edad. Maltoncito, pues. A eso de las siete y media u ocho de la noche de un día viernes o sábado, me encontraba por la cuadra diez de la avenida Venezuela (cerca de la iglesia de Desamparados), en Breña, en la esquina, esperando la ocasión para cruzar la pista,
rumbo a casa. De pronto, de una camioneta que acababa de detenerse a pocos pasos de donde yo estaba, descendieron unos policías, y a varios jovencitos nos llevaron cogidos del brazo hasta
el vehículo, y fuimos a parar a la Comisaría de Chacra Colorada, no tan lejos, en la
cuadra siete del jirón Carhuaz, y allí nos encerraron con otros muchachos que
habían sido detenidos antes. Entre esos jóvenes estaba uno -algunos años mayor
que yo- que solía pasar casi cotidianamente por la cuadra diez de Huancabamba,
donde yo vivía con mis padres y hermanos; nunca fuimos amigos, y ni siquiera un
saludo habíamos intercambiado antes, pero -obvio, ¿no?- así como yo a él, él a
mí también me conocía, pues, "de vista". Era flaco y tenía un mentón pronunciado y creo que le faltaban algunos dientes superiores, lo que le
hacía parecer un abuelito. Después de un par de horas más o menos, a este joven
lo dejaron ir, supuse que (y creo que no me equivoqué) debido a su edad.
Lo que ocurrió aquella noche fue -¿lo adivinaron?- una de
las últimas veces que en nuestro país se efectuaba una "leva", es
decir el reclutamiento coercitivo para "servir a la patria". Y yo,
naturalmente, era uno de los obligados a hacer tal cosa, pero -se fregaron, caracho- ¡jamás llegué a hacerlo!
En el ambiente en que nos encerraron, había -si mal no recuerdo- unos bancos largos de ladrillo y concreto, que, supongo, eran usados como camas.
Algunos se sentaron allí, mientras los demás, la mayoría, permanecimos de pie.
Yo -lo confieso- ya comenzaba a acostumbrarme (o, mejor dicho, a resignarme) a la idea de
estar, los próximos meses, convertido en cachaquito, recibiendo órdenes de capitanes o tal vez de coroneles (¡ajá, nada menos que de coroneles!) en
algún cuartel, y con un fusil de verdad cargado al hombro (no como aquellos, de
madera -que eran inocuos remedos- con los que, años antes, hacíamos la
"premilitar" en mi colegio, el municipal mixto de Pallasca). ¡Asu, iba a ser soldado de la patria!
Pero, no. Como ya lo anuncié, ese sueño, digamos forzado, no iba a hacerse realidad.
Esto lo supe exactamente allí mismo, ese mismo día, casi a la medianoche, en esa comisaría, la de Chacra Colorada, cuando inesperadamente se acercó un sargento de
la guardia civil a la puerta o reja de la habitación o celda y pronunció en voz alta mi apellido.
Obediente, cómo no, y gratamente
sorprendido, acudí a lo que, naturalmente, era un llamado. El policía, esbozando una no discreta sonrisa,
me clavó su mirada, que parecía cargada de una medio ponzoñosa duda, y, sin más ni
más, me disparó esta pregunta:
-¿Este eres tú?
Sí, era yo, naturalmente. ¡Cómo y por qué diablos iba a negarlo!
Inmediatamente, el uniformado (así conocíamos, entonces, también, a los policías
y militares) sacó una llave de uno de sus bolsillos y abrió el candado, y me ordenó que saliese. ¿Qué creen que hice yo? Disculpen la pregunta tonta. Ni corto ni perezoso, ¡salí, pues!
Hacía unos meses -con precisión, en enero- saqué a la luz mi primer
poemario, un breve y modesto librito titulado (Aproximaciones & conversaciones)que, alucinen, llevaba el sello
editorial del Movimiento Hora Zero, gracias a que mi pata, mi hermano, Juan Ramírez Ruiz
(fundador y teórico por antonomasia de aquella iconoclasta agrupación) me lo sugirió y autorizó. La publicación no fue gran cosa que digamos pero, bueno, como el poeta chiclayano en algún momento me dijo -complaciente-, era
algo así como "una batalla ganada" (aunque, en realidad, creo que más tenía de perdida, por
lo flojazos que eran muchos de los poemas allí reunidos). Pero, tengo que reconocerlo, aun así, esa publicación me sirvió de
algo.
El policía aquel que había dicho casi como un saludo, en voz alta, mi
apellido, ahí, en esa comisaría, mientras me hacía la inesperada
pregunta, agitaba, gozoso, con la mano izquierda, adivinen qué (no me lo van a creer): ¡mi librito!, el
pequeño volumen de poemas en cuya contratapa estaba impreso mi retrato de
adolescente (seriecito, pelo largo, y con raya a la izquierda), y adelante -antes del título del poemario-, mi segundo nombre con el apellido paterno. No recuerdo qué me dijo antes de autorizar mi retiro y despedirme, pero yo -contento, regocijado- le dejé, sobre una de las páginas en blanco de mi poemario, una
dedicatoria como expresión de gratitud. El sargento se alegró.
Asumí -no sé si con acierto- que quel buen policía, de la comisaría de Chacra Colorada, ciertamente, no quería
que un poeta (mucho menos el poeta al que acababa de conocer) se convirtiese en
un soldadito de cuartel. Y me acompañó hasta la salida, donde (debí haberlo adivinado) mi hermano Jorge me esperaba.
Fue él, por supuesto, quien, imaginativamente y con acierto, llevó mi
librito de poemas -como el más contundente y eficaz argumento o recurso contra
la leva-, librándome, así, de la obligación de "servir a
la patria", esta patria a la que tanto debo, a pesar de todo. ¿Y cómo es que él llegó a saber que yo estaba en
esa comisaría? Creo que la respuesta es obvia, ¿verdad? El muchacho del mentón de abuelito, que ciertamente conocía nuestra casa, gentilmente y sin que yo se lo hubiera pedido, decidió hacer su buena acción del día: apenas salió del establecimiento policial lo primero que hizo fue ir a dar el aviso salvador a mi familia.
De aquello, ha transcurrido un montón de años. Hoy, al recordarlo, se me ocurrió hacerme esta pregunta: ¿La poesía es útil, realmente?, es decir, ¿sirve para algo? No me atrevo a dar una respuesta, porque -la verdad- no la conozco y creo que no la conoceré nunca. Sin embargo, lo cierto es que esa
ya lejana noche (lo digo, ya, con precisión: de mil novecientos setenta y cuatro), el haber escrito y publicado unos cuantos pobres poemas en un breve y nada ambicioso librito a mí me resultó sumamente útil; claro, no para hacerme famoso o para ganar dinero ni para recibir premios o diplomas, pero sí, al
menos, para no tener que terminar haciendo "planchas" o "ranas", o dormir a sobresaltos en un cuartel, y tampoco recibir órdenes de cabos, capitanes o acaso coroneles.
Yo, por eso, le agradezco, emocionado, a la poesía, aunque Dios y la Patria,
al enterarse de lo que acabo de confesar, tal vez tengan -en lugar de también darle las gracias- que reprocharle firmemente y demandarla, o acaso darle un merecido jalón de orejas. Pero, en fin, sirvió de algo, y esto nadie podrá negarlo, porque es la pura verdad, y lo juro por Diosito o -como también se decía en Pallasca, mi tierra- ¡por María santisma!
© Bernardo Rafael Álvarez