jueves, 30 de enero de 2020

UN HUECO EN EL ÚTERO LLAMADO LIBERTAD (Poesía de Claudia Luz Rivas Valverde)

Hace algo más de seis años –les cuento- participé en la presentación de un libro del poeta Juan Cristóbal. Y ocurre que el libro que hoy, aquí, se está presentando (y particularmente su título) me trae a la memoria lo que dije en aquella oportunidad. Bueno, estas cosas casi siempre pasan, ¿verdad? A veces, como en este caso, es el recuerdo de algo que realmente sucedió, y en otras ocasiones solo se trata de aquello que, en francés, es conocido como Déjà vu y que no es otra cosa sino la extraña sensación que se experimenta al pensar que un hecho nuevo ya lo hemos vivido antes; pero, no es eso de lo que hablo ahora.

Bien. Estamos ante un libro de poesía, escrito por Claudia Luz Rivas Valverde, que he leído con bastante atención. Según he podido darme cuenta, lo que ha hecho Claudia Luz, al escribir los poemas aquí contenidos no ha sido estimulado, precisamente, por el propósito de lograr que los lectores, tras haber discurrido por su contenido, podamos decir, satisfechos: “¡Oh, qué bello!”, “¡qué dulce!”, “¡qué tierno!”; sino por el deseo de decirnos ella, la poeta, a cada uno de nosotros: “¡Oye, no te quedes parado, actúa!” (Lo cual, sin embargo, no impide -porque, claro, también es válido y justo- que podamos soltar, con entusiasmo y fervor, aquellas frases de gozo y admiración).   

No sé si ustedes, pero yo casi siempre me he hecho esta pregunta: ¿Por qué y para qué se escribe poesía? Yo creo que la respuesta es esta: Se escribe por cualquiera de los muchos motivos (o razones) que pueden existir. Puede uno escribir porque quiere alabar a un personaje, manifestar amor (filial, erótico o de patriotismo), resaltar un hecho o un símbolo, expresar una indignación, maldecir o llorar por un amor perdido, o querer “remover conciencias” como una respuesta a lo tortuoso, injusto y enrevesado de la realidad. También puede escribirse porque tal vez hay el convencimiento de que, con un poema escoltado por signos de exclamación o dicho con palabras rudas, es posible cambiar el mundo -como quería Marx- o la vida -como sugería Rimbaud-. (Estamos en pleno siglo XXI y, aunque parezca mentira, todavía hay quienes creen eso: que ello es posible, que un par de versos pueden convertirse en hoz y martillo, no como herramientas de campesino y obrero unidas, sino como artefactos letales en una lucha armada). Pero, también, solo y simplemente, se puede escribir empujados por el íntimo deseo de liberar los demonios internos (catarsis, llaman a eso los eruditos) que atormentan al poeta que, como todos, solo es un ser humano de carne y hueso y no un “hermano mayor” enviado por Dios. 

¿Y para qué se escribe? Pues, para generar placer, instigar a la cólera, o solo querer decir: “este soy yo”… Y todo lo dicho (y mucho más) está envuelto en ese concepto medio culterano, o culturoso, al que conocemos como “estética”. Un texto escrito (como también una pintura, una escultura, etc.) que produce placer, que le pone a uno de vuelta y media, que le genera nostalgia y puede sumirlo en la melancolía, que le hace rabiar de impotencia, etc., lo que está logrando con ello es cumplir, precisamente, eso que podríamos llamar “finalidad estética”, que no es (o no tiene que ser) únicamente todo eso que se refiere a lo agradable para la vista o para el alma, es decir, “lo bello”; también lo feo (en arte, en poesía) es un asunto estético. Si lo dicho (cualquiera de esos efectos) se da al leer un poema o al mirar detenidamente una pintura, entonces –definitivamente- aquello –sí o sí- realmente es poesía, es arte.  

Y con esta poesía –la de Claudia Luz- lo que se genera, es un sacudón en la conciencia. Ha sido escrita –es evidente, creo- motivada por la indignación que causa tanta cochinada de la que todos, de alguna manera, hemos sido y seguimos siendo testigos en estos predios. Pero aun va más allá. Esta poesía nos dice que, si nos mantenemos impávidos frente a esta realidad que deprime, subleva y asquea, dejamos de ser solo testigos y nos convertimos en eso que está dicho en el título del libro: en cómplices. A ello se debe la aspereza con que la poeta ha designado a este conjunto de poemas, directamente y sin anestesia: Cómplices todos. Por eso, repito, me hace recordar lo que dije respecto de “Gritos”, el libro de Juan Cristóbal, en octubre del 2013.   

No tenemos que enfrascarnos o extraviarnos en boscosas reflexiones filosóficas o en enrevesados argumentos tal vez de carácter jurídico, para tratar de establecer si es o no correcto llamar cómplices a quienes solo dejan de actuar (o sea, “cómplices por omisión”). No se trata de eso. Hacerlo sería absurdo. Después de todo, hay que entender una cosa: más que buscar justificaciones o razones para disentir de lo que dice un poema o transmite una obra de arte, o recurrir a teorías con el objeto de sustentar una aprobación o acuerdo, lo válido y justo es leer un poema o ver un cuadro, como lo que son realmente: no artefactos “científicos” o “tecnológicos”, sino –digamos- productos estrictamente estéticos y realidades autónomas, no enganchadas a eso que llamamos realidad (ni como apéndice, ni como espejo); no necesariamente “comprometidas” con la revolución mundial, la lucha contra la burguesía o el derribo del Imperialismo, y tampoco para “adular el gusto mediocre de la burguesía” (como decía Mariátegui). Y, en este sentido, lo que corresponde decir –básicamente- es “me gusta” o “no me gusta” (así de simple), y no ocuparnos de raciocinios o teorizaciones medio “bizantinas”, porque eso sería tan solo un ejercicio de carácter intelectual (o intelectualoide) con el que trataríamos, inútilmente, de demostrar que somos “sabios” o doctores, y si eso lo hacemos recurriendo a lo que se conoce como “criptolalia”, es decir, si la hacemos difícil (como hacen muchos abogados con sus incautos e ilusionados clientes: hablándoles con palabras “excelsas”, para convencerlos), seremos vistos como “lo máximo”, y dirán: “¡Asu, este sí que sabe, ah!”; pero, he aquí lo cierto: eso solo es pura hojarasca, y nada de real sabiduría, pura fanfarronería.  

Esta poesía, la de Claudia Luz, repito, ha sido hecha para sacudir la conciencia. Pero, a despecho de ello, también nos genera placer. A pesar del dolor por “la herencia que sufre ante el duelo / del hermano muerto a sangre fría”, podemos chocarnos con una fina ironía atada a la desesperanza: “Busco mil maneras de encontrarte…/ en el cielo, en los zapatos y las miserias” (“La lucha”); digo ironía, por esa magistral expresión a manera de absurdo (buscar a alguien “en los zapatos”). Y búsqueda, sin pausas ni resignación, es lo que hizo la perseverante Mamá Angélica, nuestra inolvidable Angélica Mendoza de Ascarza, que nunca dejó de escarbar en las ruinas de un país herido, tras esa asquerosa dizque “guerra interna”, con el objeto de lograr encontrar a los hijos desaparecidos de esta tierra, infame y demencialmente lastimada.   

¿Qué nos sugiere este verso de Claudia Luz?: “Mi hijo duerme sobre un poema” (“Mujer rota”). ¿No es bellísimo? El poema como el regazo de una madre: dulce abrigo, dulce protección: amor puro. Enternecedor. 

  ¿Hay erotismo, también? Sí, lo hay: “Quiero conquistar el lunar de tu espalda / llevarlo de la mano hasta la punta de mi lengua”: tierno y rudo (“Los pliegues de tu carne”).  

¿Alguien ha escrito un poema de amor, al más amado de nuestros poetas, Javier Heraud? Claudia Luz sí: “quiero seguir siendo el lunar que te perturba”, le dice, “porque ha llegado el día de nacer por segunda vez, el mismo día”, sentencia (“Javier Heraud”).   

Un poema que es una suerte de Guernica de Picasso, es “Nómina”, por el bello entrevero que encuentro en versos como estos: “Llevo los zapatos en la cabeza / la conciencia en la mochila…”. Ah, y la ciudad capital del Perú no se salva: “La Lima tirana le dio la espalda a su país / tragó basura y subastó su moral…” (“Memorias”). 

Deliciosa poesía la de Claudia Luz. Pero a veces, también, medio desconcertante. Y yo –créanmelo- me siento estremecido y feliz de estar en esta suerte de ritual bautismal, haciendo (repito lo que dijo Luis Alberto Sánchez en el prólogo a La casa de cartón, de Martin Adán): las veces de “testigo y portacirios”.   

¿Debo poner atención en algo más? Sí. Cómplices todos es un poemario escrito en quechua y en castellano. Es, así, una expresión de amor a dos lenguas valiosas en nuestro país: el bello castellano que nos ha dado obras supremas en la poesía, y el quechua que es nuestra valiosa herencia nativa, injustamente ninguneada por muchos doctores y hasta por sus propios usuarios que dicen sentir vergüenza.   

(Ah, y no debo dejar de referirme al sello editor que auspicia y materializa esta publicación: Eris, de mi amiga, la poeta y maestra, Karinita Moscoso Ballón, a quien quiero muchísimo, y admiro por lo que hace en las aulas: creando futuro y esperanza). 

Es bella esta poesía, dije, ¿verdad? Sí, pero no puedo irme sin decir lo que anuncié al principio, cuando aludí a lo afirmado por mí durante la presentación de un libro de Juan Cristobal. Bien. Lo repito, porque a la poesía de Claudia Luz Rivas Valverde, también le cae como anillo al dedo. Esta poesía es “una carajeada a la indiferencia”. Y está bien que lo sea. Carajear a veces es bueno, y hacerlo con poesía es mejor y más eficaz.   

Tengo, ya, que afirmar, sin pelos en la lengua, que si lo que inspiró, estimuló, motivó o instigó a Claudia Luz, a escribir esta poesía, fueron hechos o circunstancias ubicables en determinada etapa de nuestra historia (la violencia de esa infausta década que vivimos, por ejemplo), ello no ha dado lugar a que esta poesía se convierta en una suerte de “poesía coyuntural”, en un soliviantado pero inútil libelo, en un objeto desechable, en una perorata trasnochada (como la de ciertos poetas que intelectualmente no han logrado remontar y siguen anclados en una época que “ya fue”). Claudia Luz no ha caído en el error y la torpeza de envilecer su poesía. La poesía no es, como decía Gabriel Celaya, “un arma cargada de futuro”; un arma no. No matamos, no destruimos con la poesía. La poesía no es muerte, es vida y, claro, también, es futuro. Y esta, la de Claudia Luz, lo es en todos sus extremos.  

 Esta, como toda buena poesía, vale por sí misma y no en función de intereses que, por más nobles que pudieran ser o parecer, no dejan de ser realmente subalternos. 

(Debo confesar, finalmente, que las palabras aquí dichas, nada tienen que ver con motivaciones subjetivas, ni de simpatía por su autora, pues a ella la acabo de conocer aquí, en este recinto, y porque -sépanlo, de una vez por todas- mi error o acierto, en estas cosas, ha sido, siempre, mirar las obras escritas y opinar acerca de ellas, con plena objetividad y sin el menor deseo de ser complaciente).  

Usando como soporte un verso “intervenido” de Claudia Luz (es decir, imprudentemente alterado por mí), debo afirmar que la poesía es el útero cuyo parto supremo es la libertad y la dignidad humana, y así será por siempre. El arte (y obvio, la poesía), lo dije hace algún tiempo, “nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos”. Ser dignos es ser libres. Y si alguna obligación puede pesar sobre el poeta, es esta: no someterse al poder, no ser súbdito de consignas, directivas ni mandatos, ser libre, escribir en libertad. ¡Salud, poeta!

 

 Lima, 30 de enero del 2020