Fue en mayo de 1981, en el billar de don Beto
(mi tío Humberto, quiero decir), cuando volví a Pallasca por segunda vez, que
supe cómo se llamaba aquella canción. Me acordaba, hasta entonces, de su
melodía y solía repetirla tarareándola. Solo su melodía; la letra se había
extraviado en el laberinto de la memoria y el título simplemente nunca lo
conocí. Pero era bella, pues. Es bella. Allí, en el billar, envueltos por una
noche fría que la atenuábamos con unos sorbos de grog, estuvimos un
grupo de muchachos, unos jugando y otros conversando y riendo. No
estoy seguro o, mejor dicho, no recuerdo si ya había una bombilla eléctrica
iluminando el ambiente o si continuaba –como un homenaje a la nostalgia- la
cálida y sonora luz de aquella lámpara Petromax que año tras
año había acompañado a nuestros mayores en sus noches de tertulia y
juego. De lo que sí estoy seguro es de que un poquito de melancolía nos
había invadido discretamente y, por ello, la conversación nuestra se convirtió
en un rosario de almibaradas reminiscencias. ¿A quién no le gusta hablar de
canciones? Pues a mí me gustaba y sigue gustándome. “Flor sin retoño”, de Pedro
Infante: la escuchaba, cuando niño (¡ah, el inolvidable Club Los
Inseparables!), en el tocadiscos de doña Yolita, la madre de Lucho Aparicio;
también “Nathalie”, aquella bella canción que me hacía soñar, en las voces de
los Arriagada (“tenía un bello nombre mi guía…”); los boleros de Los Panchos;
“Estelita” de Leo Dan. Estos otros temas: “Tronco Seco” en la voz irrepetible
de Rómulo Varillas, La Pacharaca” de Fresia Saavedra (“a trabajar, a
trabajar, a trabajar…”) y, cómo no, “La Pollera colorada”, sonaban en otras
casas. Pero aquella noche, en el billar de don Beto, la evocación de todas
estas canciones y otras irrumpió como una noble insolencia en nuestros
corazones. Alabábamos sus pegajosas melodías y echábamos flores sobre sus
letras –tiernas o despiadadas, qué importaba-. Una de ellas nos conmovió de un
modo particular, pero aunque tintineaba insistentemente en “la punta de la lengua”, no
se atrevía a mostrarse completa porque, en realidad, a pesar de los esfuerzos
que desplegábamos no nos era posible recordar su título. Estaba, sin embargo,
adherida como las figuritas de un álbum en el cuadernillo de nuestras
preferencias musicales. Creo que pasó cerca de hora y media, hasta que mi
primo, el “gringo Nan", como un émulo de Rodrigo de Triana, casi grita
“¡Tierra!”. Había dado en el clavo: lo que nuestra bendita memoria se
empeñaba en esconder era el nombre que los libros de zoología registran como el
asignado a un ave zancuda “de gran tamaño, de las regiones cálidas de Asia
y África, que tiene en las alas unas plumas blancas muy estimadas”. Y ¿cómo
diablos iban a acordarse de eso?, me dirá alguno. Cierto, cómo. Pues
nosotros también nos hicimos una pregunta -distinta, claro está- tras el
develamiento esperado: ¿Y por qué miércoles a los autores de esta canción
se les ocurrió ponerle semejante título? La respuesta fue simple: “Tuvieron que
haber existido tres razones pero, naturalmente, no como los "motivos del
oidor", sino como estos: Porque es un título bonito, porque es un título
pegajoso y porque a los autores se les dio la reverenda gana, pues. Nada
más. Ahora (tantos años después de aquella noche de billar, grog y
nostalgia), a pocas semanas de haber fallecido su entrañable intérprete, debo
decir que, aunque creo que su letra es terriblemente desesperanzadora y
empujaría a cualquiera al despeñadero de los sentimientos; su melodía, en
cambio, es bella y -lo confieso- sigue gustándome a rabiar y, cada vez que
me acuerdo, la tarareo y parecerá absurdo pero me sirve como una suerte de
catarsis y a veces como terapia emocional. Sí, pues, ya lo adivinaron,
¿verdad?: estoy hablando de Marabú, el más conocido bolero
que cantaba el gran Lucho Barrios. ¡Un abrazo, amigos!
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28 de mayo del 2010
*Publicado inicialmente en «Anecdócrónicas pallasquinas», en 2010.