Era un hombre que gustaba frecuentar lugares y
personas marginales como él, pero que, a diferencia de él, llevaban un cruel
estigma: eran maldecidos: Tacora, La Huerta Perdida, los cementerios, los
ladrones y también las prostitutas, a las que por virtud de su alucinante
percepción veía como vírgenes, así como en los avisos luminosos de neón de La
Colmena (lo recuerdo muy bien, en una caminata con Juan Ramírez Ruiz por el
centro de Lima) encontraba, inesperada, insólitamente, los ideogramas chinos
que Ezra Pound insertó en los Cantos.
El hombre del que
hablo sentía una casi irrefrenable atracción por lo necrológico y diría que por
todo lo que se emparentara con el deterioro espiritual o moral de la
existencia, del mundo. Este hombre era un poeta. “Mi poesía –escribió en alguna
oportunidad- es un informe sobre la desintegración demencial que es la
historia”.
Sabía, y al menos
así lo demostró a través de sus textos, que la poesía no es solo o precisamente
para complacer emocionalmente al lector; por ello, la lírica propiamente dicha
no estuvo entre sus prioridades. Su poesía se inclinó más bien a la reflexión
-que en muchos sentidos es o parece hermética- sobre el ser y el hacer, sobre el
vivir y el dejar de vivir. “Para el que ha contemplado la duración/ lo real
es horrenda fábula”, anotó en “Soliloquio”, poema casi
desfalleciente que concluye con esta terrible frase: “Así / he considerado
con indiferencia mi vida, / y ya debemos marcharnos”.
Más que la lírica
o mejor dicho en lugar de ella, prefirió, pues, la verdad como una certera
pedrada en el ojo, en la conciencia. Y, en algún modo, más que estimular “en
el ánimo un sentimiento intenso o sutil” que es lo que busca precisamente la
musicalidad lírica, prefirió generar a veces la estupefacción y casi siempre la
certeza. Esto, lo que fue dicho en el poema “Swedemborg”, es
realmente incontestable, terriblemente irrefutable: “Nada poseemos fuera de
lo erróneo”. La poesía suya no significó o significa únicamente –pero
sin duda lo es- un “descenso a los abismos interiores y travesía hacia el
misterioso Sentido del cosmos”, como afirma González Vigil. Fue también algo
así como la ceremonia del desnudamiento humano sin escrúpulos; en “Crónica
de Boecio” escribió: “El dolo preside en el consejo de los hombres y
sólo la futilidad”. Es que, más que búsqueda, creo que fue y es afirmación.
Pero, es cierto,
optó por la inmersión en las profundidades desgarradas y desgarradoras de la
realidad (fue –repito a Hildebrando Pérez- “uno de los testimonios más lúcidos
y conmovedores de la vida humana”), pero no exactamente para describirlas,
sino para que a partir de ello pudiese su poesía comportarse al mismo tiempo
como una negación de la infamia y una afirmación de la esperanza. Habló mucho
de la muerte, mas no como un alegato a favor de ella, no como una apología de
la destrucción, sino como un punto de partida para construir, porque, como
sabemos, la poesía es, al final de las cuentas, eso: construcción, hechura, y,
aunque pudiera comportarse como un espejo (que lo es: cruel a veces,
complaciente casi siempre), es también, y sobre todo, una realidad en sí misma,
y más que pretender denunciar o desfacer entuertos, o alabar
aciertos, su rol está en la celebración de su propia existencia, de sus
inalienables circunstancias.
Fue un poeta
marginal. Efectivamente. Lo fue por voluntad propia, pero también por perverso
designio de los demás, sobre todo de aquellos que suelen asumirse como
pontífices, como dueños o administradores del canon literario.[1]
Pero el tiempo, gracias a Dios, hizo que eso que pudiéramos llamar su
“desintegración”, se convirtiese finalmente en cohesión espiritual, en
permanencia vital.
Antes fue
ninguneado o soslayado. Hoy, en virtud del ojo zahorí de los nuevos aedas y
estudiosos -es decir, de la inteligencia- que se enriquecen leyéndolo, es
considerado, junto a Javier Heraud y Luis Hernández, uno de los más importantes
poetas de la llamada generación del 60. Y su poesía es estudiada con interés y
fruición, y, a pesar de su voluntad medio sombría, es seguida como una luz.
Rafael Dávila
Franco sustentó, hace unos años en San Marcos, una excelente tesis de
graduación referida al poeta cuya precoz inquietud social, cuando aún era
alumno del San Pedro de Chimbote, motivara el allanamiento de su colegio por
parte de la policía que trataba de capturarlo (según contó alguna vez
Hildebrando Pérez: “…siendo alumno del 5º de Secundaria tuvo que escapar de la
represión policial que, en su búsqueda incesante, allanó el Colegio, su casa y
la de sus vecinos”[2].
Carezco de información acerca de otras posibles traducciones de su poesía, pero
he llegado a leer una en idioma portugués. Por otra parte, y probablemente con
una alta dosis de audacia y naturalmente con un amplio margen de error, me
atrevería a afirmar que en “Portrait of a blind poet” (“Donde patio
sonoro –mediodía negro-ofende el júbilo,/ Tras fronda de neblí. Ojos de oro de
un pliego azul:/ Sacra ceniza, árido en ebrio abismo, el mago pútrido.”),
en “Homagge al desterrado” (“Da tremar de pasos en el diente o más
bien nos emociona/ Con sus tintes sin sombra, abierto el fuego sincerísimo.”),
poema dedicado a Chacho Martínez y que según advirtió su autor en una nota
entre paréntesis, fue escrito como una imitación de César Vallejo”, y también
en “Antífona para John Cage” (“El que oprime el tiempo –ebrias ruinas
blancas-/ Lustra fronda de ojos que yacen yermos,/ Y a cúspide horada el pavor
que lo consagra.”), ya se insinúa, en el aspecto formal, –medio
borroso, acaso como atisbo o simple aproximación, no plenamente-- lo que sería
después la importante (y aportante) poética de Róger Santiváñez.[3] Hay
otros que también sin imitarlo me parece que son, a su manera, la continuación
expresiva del autor de Eleusis; Willy Gómez Migliaro en algunos de
sus poemas, por ejemplo.[4]
Nuestro poeta vive, pues. Su nombre: Juan Ruperto Ojeda Ojeda. Vive, porque quien vive en poesía, aun muriendo no muere. Sin embargo –les cuento- yo asistí a su funeral, y de ello han transcurrido treinta y ocho años. Coincidió –vaya ironía- con la fecha de mi cumpleaños. Aquel día, libre de trabajo, fui a visitar a mi amigo Juan Ramírez Ruiz, fundador de Hora Zero (muchos años después también muerto, como su tocayo, bajo las llantas de un carro), que vivía en ese inolvidable 444 del jirón Ancash, en Lima. Pegada a la luna del portón había una notita: “Ha muerto Ojeda, hoy es el sepelio”. El aviso fue dejado, creo, por Jorge Pimentel. Unos minutos después llegó el poeta de “Un par de vueltas por la realidad”. Más tarde, en el cementerio El Ángel: familiares, algunos amigos y un cura. Jorge nos miró a Juan y a mí: “¿Qué concepción tendrá este religioso acerca de la muerte de un poeta?”, preguntó en voz baja, reflexivo. No supimos responder, pero sabíamos –y eso era lo que nos importaba- que en esos jardines, ineluctablemente, brotaba una sombra ardiente y esplendorosa.[5]
Ojeda, autor de
“Elogio de navegantes”, escribió en uno de sus bellos poemas: “Pero tú yaces
oculto y simulas alejarte”. Si eso que dijo lo dijo refiriéndose a él
mismo, creo que ya es tiempo de responderle enfáticamente que tal cosa no es
verdad. Ni se aleja ni está oculto. Lo que hace es navegar contra la corriente,
hacia nosotros, este chimbotano de muerte anodina y luminosa resurrección.
Repito: Juan Ojeda
vive. Y yo, feliz, lo celebro.
©
Bernardo Rafael Álvarez
Lima, 07 de diciembre, 2012
[1]
Jesús Cabel fue, creo, el primero
en rendirle un homenaje, publicando -con el apoyo editorial de Juan mejía Baca-
los iniciales acercamientos biográficos y de abordaje crítico a Juan Ojeda.
[2] Ojeda: ardiente sombra. En: Juan Ojeda, el signo y las palabras. Selección y notas: Jesús Cabel. Librería Editorial Juan Mejía Baca. Lima, 1978.
[3] Esto, por lo demás, no hace más que revelar que, en verdad, nada nuevo hay bajo el sol y, por otra parte, que, –como es reconocido por muchos- prácticamente todo lo que hagamos o queramos hacer en poesía, mucho antes ya había sido hecho o perfilado por el poeta de Trilce.
[4] Lo dicho –lo de la probable influencia de Ojeda en los poetas jóvenes-, claro está, creo que debería ser motivo de un mayor y más cuidadoso análisis y estudio. Solo he dado un primer paso. Discutible, tal vez, no lo sé.