Podrán
decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo que –básicamente- la
literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el
lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema,
una novela, diremos: “¡qué lindo!” o “¡qué horrible!” o, quién sabe, “¡qué
sublime!”; o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos
invada un sentimiento de dolor o de
indignación por las cosas que encontramos dichas en el texto leído. Porque, como
sabemos, cuando se habla de estética no se alude únicamente a las cosas bellas.
Pero, claro, es posible que el propósito del escritor no sea siempre ese, que
sea –por ejemplo- hacer que su obra sea un testimonio (como creyó haberlo
logrado Arguedas con su novela Todas las
sangres: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he
vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que
no existe –hay que saberlo- norma, ley o precepto, de ninguna índole, que
disponga o mande al respecto. Nada ni nadie tiene autoridad para decirle al
escritor: “tu literatura tiene que ser para esto o para lo otro”. La libertad
se impone en este terreno. Y esto –estoy convencido- lo sabe Eduardo Borrero
Vargas, autor del libro que aquí se presenta. Por ello es que cada una de sus
producciones literarias tiene una particular característica o cualidad. Hace
algún tiempo comenté un libro suyo (Del
misterio y otros abismos) y dije que los textos de minificción que lo conformaban eran desconcertantes y
que, en cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica
del teatro de Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que
podemos encontrarlo también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya- tiene un
propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos
estupefactos, y lo ha logrado creando en este libro unos personajes cuyas
personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo
contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del primer texto), jefe de una banda
delincuencial que ingresa en la política con “su oratoria alucinante” y -¡cómo
no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y se dispone a “empapelar todo el
país” con su propaganda ocasionando “atoro de desagües” y suciedad en los ríos
y el mar; hijo de padres que no fueron realmente sus padres, y que, convertido
en millonario, en “mérito” a sus actividades fuera de la ley, se perfila, con
muchas posibilidades, como un futuro ocupante del sillón presidencial.
Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez, identificar con los que –en la
vida diaria- ya conocemos (en la política, en los centros de trabajo, en la
cultura, etc.). Diría que es el absurdo -ya “normalizado” e imperante en
nuestra realidad- lo que ha llamado la atención de Borrero, incitándolo a
ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos complacientes, una suerte
de retrato descarnado y sarcástico de una realidad que, viéndola bien, es
realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa convertido, de la noche a la
mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien, insectos convertidos en unos Gregarios
Samsa con apariencias engañosas. ¿No es eso, acaso, lo que vemos en la
política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo “normalizado” (o “legitimado”). Personajes,
también, como el que da título al volumen, Marlon
(“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor hay que recurrir
–como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin saber que, así, lo
más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el ridículo (en otras
palabras: una “vida de perros”). Eduardo Borrero Vargas nos tiene acostumbrados
a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una desconcertante y feliz
sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción, poesía, cuento, y
esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato pero al que yo me
atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de lo que serían algo
así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que está “patas arriba”. Escritura,
la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante, y –repito-: para quedarnos
estupefactos. Buena literatura. ¡Léanla!