Hace unos años, durante una conversación, escuché a Róger
Santiváñez decir, más o menos, esto: “La historia de la poesía peruana de las
últimas décadas no puede excluir, de ningún manera, a Gustavo Armijos” (o, en
otras palabras, esta historia no podría escribirse prescindiendo de él).
Verdad. Aunque haya quienes digan o quieran decir lo contrario, es cierto.
Gustavo, no solo como poeta, sino como promotor terco, impenitente, inagotable,
de poesía y de poetas.
Y es que desde enero de 1973, sin prisas ni
pausas o, perdón, quiero decir con prisa y sin pausa, viene entregándonos lo
que sería -digamos- en el léxico de estos días, la antología “en tiempo real”
de la poesía peruana; esto a través de una sencillísima pero sólida revista a
la que le puso el nombre de uno de los más emblemáticos poemarios de César Moro
(el único que nuestro poeta surrealista escribió en francés: La tortuga
ecuestre) y cuyo primer número apareció con el nombre de Isaac Rupay
–inolvidable amigo poeta que falleció al año siguiente- como Director. Y, por
cierto, el sueño de Gustavo (que comenzó a construirse -como él bien lo
recuerda- en una mesa del entonces medio inevitable bar Palermo, lugar en el
que -como empujados por un designio- confluíamos casi todos: Róger Santiváñez,
Armando Arteaga, Guillermo Falconí, Jorge Espinoza Sánchez, Juan Ramírez Ruiz y
Hora Zero... los demás) pareció surrealista al principio, pero –andando el
tiempo- se convirtió en el empeño más real del que he podido ser testigo. Hasta
ahora han pasado cuarenta y cuatro años, pero sus publicaciones ya llevan un
año de adelanto o de ventaja (y esto sí es surreal, pero visible y palpable).
Yo llegué a Lima en 1972, y a principios del
año siguiente (claro, en el quiosco de don Néstor Jáuregui, en una esquina
del Parque Universitario) una de las primeras cosas literarias que vi con
alegría –además de Hontanal, la revista que dirigía Roberto Rosario, en la
cual apareció el primer poema mío publicado en Lima- fue La tortuga
ecuestre. La alegría mía, lo confieso, se debió a que desde allí saltó hasta mi
mirada absorta un poema que simplemente me pareció (y sigue pareciéndome)
extraordinario y que me estremeció: Franz, historia de un gusano (“Encontré
a Franz Kafka en la Plaza San Martín, borracho, todo sucio de manzanas
podridas…”).[1] A su autor ya lo conocía o, mejor dicho, ya sabía algo de
él. En 1971, estando en Trujillo, leí en el diario La Crónica la columna de un
periodista -cuyo nombre no recuerdo- en que hablaba de su visita al Festival “Contacta”
que, ese año, se había realizado en el Parque Neptuno, y comentaba el autor de la
nota acerca de la impresión que le causó la
presentación de un poeta, jovencito aún, que leyó poemas con notable emoción; el
columnista transcribió uno de aquellos poemas, en el cual el poeta hablaba de
la Guerra de Vietnam y aludía a los helicópteros llamándolos “libélulas”.
¿Quién era ese novel hacedor de versos? Pues, Juan Carlos Lázaro.
Poco tiempo después conocí a Gustavo, y nos
hicimos amigos. Y con el primer número de su revista (y a veces también con el sello o logotipo, es decir, el nombre de la publicación fundido en una sola plancha, que
Gustavo llevaba bajo el brazo) caminamos y caminamos duro y parejo por las
calles de esta Lima (dizque “horrible”), entrando en librerías y academias de
preparación preuniversitaria, ofreciéndola con entusiasmo a jóvenes y viejos
que –era inevitable, creo- nos miraban con algo de curiosidad perversa, como a
bichos raros (¡poetas!), pero terminaban medio extasiados con la oratoria
almibarada de Gustavo. Nosotros, con alma de adolescentes, por supuesto que
seguíamos adelante. [2]
(La tortuga ecuestre no solo se hizo conocida
en nuestro medio, también en México tenía lectores. Mario Santiago Papasquiaro,
el poeta de Zarazo, la revista que tiempo después, en 1975, dio paso al
Infrarrealismo (con Roberto Bolaño, el mismo Mario, Rubén Medina y otros)
ya la tenía en sus manos. Y en carta de abril de 1974 me preguntó a su manera,
por ella: "(¿qué ondas? Con Gamarra, JÁUREGUI, durand, rupay, armijos/ ¿siguen
dando guerra "eros & "tortuga ecuestre"?/ Infórmame de
ellos/ & si pueden/ & están interesados ¡Qué formalidad!---> madame
bovary) que escriban...").
¡Qué linda edad la que vivimos, caracho!
Incursiones en El Palermo, que ya estaba por acabarse; encuentros frecuentes en
el Wony, en el Tívoli. Juan Ramírez Ruiz, en Ancash 444 y luego en Rufino
Torrico y otra vez en Ancash. Hora Zero. Víctor Humareda; Manuel Morales;
Guillermo Mercado; Róger Contreras, con Girángora. Los discursos a
veces amenazantes de Juan Velasco Alvarado (“¡Faltarán postes para colgar a los
contrarrevolucionarios!”). Led Zeppelin, Quilapayún, Cuesta Arriba. Pound,
Eliot, Lezama Lima, Cardenal; y algunos negando inútilmente a Vallejo. Sueños.
Esperanza. La tortuga ecuestre, trotando.
Y su trote continúa. Y no creo equivocarme si
afirmo que en La tortuga ecuestre han aparecido todos los poetas
(“habidos y por haber”) de nuestra impredecible comarca, de las generaciones
posteriores a 1960, y siguen apareciendo (poemas míos fueron publicados allí en
cuatro oportunidades; la primera, en setiembre de 1974, y la última hace
poquito).
Una revista, repito, extremadamente sencilla
(“minimalista”, creo, es la palabra que usan los entendidos): apenas un par de
hojas A-4 dobladas en dos y engrapadas (acaso emulando el formato de Haraui,
la revista que desde 1963 publicaba Francisco Carrillo), porque no hace falta
más, porque la poesía no necesita más: no tiene que ser envuelta en papel
celofán o enmarcada en pan de oro: vale en sí misma y por sí misma, y más,
mucho más, si sus condiciones son de humildad; y esto lo sabía y lo sabe
Gustavo, y todos los poetas lo sabemos. Por eso, a muchos les regocija ver sus
poemas publicados en La tortuga ecuestre, aunque de la boca hacia afuera
quieran negarlo.
Tengo que decir -con absoluta sinceridad- que
es realmente valiosa y admirable la labor de Gustavo Armijos: a pesar de
ventarrones y baches, sigue adelante, imperturbable y vigoroso. Y esto merece
reconocimiento, sin ninguna duda. Pero, la verdad: con o sin reconocimiento,
este poeta piurano (autor –entre otros libros- de los poemarios Retrato
humano, Celebraciones de un trovador, Liturgia de la Vigilia, Tierras
del exilio, En esta vieja ave & otros poemas) está y estará siempre
allí: en nuestra historia literaria, como el jinete (¿o chalán?) impenitente de
este longevo “quelonio de papel” que desafía incluso las leyes de la cronología
(si no me creen, sepan esto: estamos en el año 2017, pero La Tortuga ecuestre ya
cabalga en los prados del año 2018). Surrealismo, pues, pero real y vívido.
Cómo no: cosas de poetas, señores; cosas de la poesía.
[1] También fueron publicados, en aquel número 1, poemas de
Elías Durand, de quien se decía en la notita de pie de página que trabajaba un
poemario llamado “Emergencia en el basurero”; de Santiago López Maguiña, que
anunciaba un libro inédito, “Desayuno en la cama”; de Gustavo, entonces
estudiante de ciencias administrativas; y de Isaac que, repito, fungía de
director.
[2] (Hace poco escribí un poema en
el que digo: “Éramos adolescentes bellos / y andábamos con pasos firmes casi en
trote / nuestras palabras tenían signos de exclamación y el grito / nos daba
esplendor / como girasol vigilando a las nubes…”)