¿Quién –gozoso-
no ha escuchado, muy temprano, en las mañanas –como el “cucú” de un discreto
reloj despertador- el canto o, mejor dicho, el arrullo de una paloma, venido
desde un árbol cercano? Desde allí, medio acurrucada, una cuculí nos saluda con su caricia sonora, con su canto amoroso. Yo
no lo sabía, pero –dice esta verdad plena e indiscutible- nunca es tarde para
aprender; y, efectivamente, eso está ocurriendo conmigo. Lo confieso: es muy poco lo que sé pero –gota
a gota, con el paso de los días- voy adquiriendo nuevos conocimientos. Y ahora,
por ejemplo, ya aprendí algo nuevo: La paloma, bella y delicada de la que
hablo, también es conocida –claro, en el mundo de los científicos- como Zenaida meloda. El origen de esta
denominación, les cuento, tiene un origen que nada tiene que ver con la
frigidez de un laboratorio o la rigidez de un gabinete académico sino, más
bien, con el amor: fue el ornitólogo francés Charles
Lucien Bonaparte quien le puso el nombre de Zenaida, y lo hizo como homenaje y regalo a su esposa, quien se
llamaba así y, por ser prima suya, llevaba el mismo apellido de su marido
(Bonaparte).
Y, bueno, cosa
aparte es lo de meloda. No hay
laboratorio ni impulso amoroso implicados en la asignación de este nombre,
sino, más bien, un –digamos- reconocimiento estético del sonido que suele
emitir el ave en cuestión: el “cucú” reiterado de esta paloma es eso: una melodía.
Por eso se le llama Zenaida meloda.
Y, bien, eso
–dulce melodía- es lo que hay aquí, también, en este poemario de Nora Curonisy
que, con justicia y propiedad, se llama precisamente El canto de la meloda. Poesía hecha no para soliviantar, sino para
generar gozo pero, a pesar de ello, escrita “con un anzuelo”, es decir, para atraparnos no en caza o conquista
perversa, sino en imantada atracción sutil pero definitiva. Poesía que “inaudita / muestra su desnudez”. Poesía
no sometida a compromisos extrapoéticos porque nuestra poeta sabe que “solo la libertad/ dentro de mi corazón/ es
pájaro/ que cuida/ sus alas”.
Poesía en la
que no hay lugar ni siquiera al dolor: recuerda a su hermano muerto (Walter,
también poeta), pero pone atención sobre todo a lo que sería una suerte de
legado de la luz, de la alegría, de las cosas buenas (“Recuerdo tu risa en diez tonos”). Pero –acaso débil, como todo el
mundo- no se resiste a la tentación del felizmente fugaz desfallecimiento, ante
una certeza que probablemente le duele, pero que, sin embargo, termina con un
convencimiento feliz: “Qué me dice el
poema / nada / solo sigue al río en su ritmo creador” (porque es eso, pues,
la poesía: ¡un río creador!).
Nora, nuestra
poeta, sabe lo que es la poesía, y se atreve a delinear lo que sería –en buena
cuenta- su propia “arte poética”, y escribe un poema al que –en una mezcla de
ironía y dramatismo- titula así: Poeta y no: y describe lo que, digo,
sería ser poeta para ella: “Dejarlo todo / destrozarse / desollarse…”; “así matando el estilo / el alter ego / el yo
es otro”; “aferrado al / minuto índice / en que el ave / canta en su oscuridad”.
Díganme si no son bellos estos versos. Díganme si no es cierto que su belleza
se funda, se alimenta, en la verdad.
Bella la
poesía de Nora Curonisy, escrita –no me cabe ninguna duda- como ella misma
dice: “mientras remo silenciosa/ por el río del instante”. Poeta de esencias y
verdades (aunque duelan): “cuelgo
el verbo / cierro la puerta y / salgo en silencio / por la escalera oscura / sumerjo
mi ADN en la palabra / mientras el susurro / de Leonard Cohen / Halleluhaj /
invade el pasillo / en esta tarea / que exige coraje / para estar vivo…”
¿Poeta y no? ¡Poeta, sí! Yo te celebro, Nora.
Porque tu poesía no miente.