Microrrelato,
relato o cuento breve, mini o microcuentos, narrativa corta. Minificción. Tantos nombres
para lo mismo. Y entre ellos uno que, no obstante su legitimidad, a mí
particularmente me parece, si no absurdo, inadecuado. Literalmente,
“minificción” sería (voy a decirlo de una manera nada académica) algo así como
“ficción chiquita”. ¿Qué sería, en literatura, “ficción chiquita”?
Evidentemente, a lo que todo el mundo se refiere o hace alusión cuando usa este
nombre es a los cuentos o relatos cortísimos que, generalmente, no pasan de una
página y hasta pueden ser de solo unas cuantas líneas o renglones, como, por
ejemplo, El dinosaurio, del guatemalteco Augusto Monterroso, que
es, tal vez, el cuento más pequeño que se haya escrito en los últimos tiempos
(o, al menos, el más conocido, difundido y comentado), el más emblemático: “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”. Un cuento cortísimo. Pero, pregunto, ¿es,
digamos, una ficción realmente pequeña? ¿Lo que Monterroso inventó, "ficcionó",
es algo “chiquito” o, para decirlo con una palabra más cruel, una minucia? Yo
creo que no. Pero, en fin, lo dejo ahí, porque, al final de cuentas, como lo
aprendimos en el colegio, los nombres o la designación de la persona, animal o cosa se da por
un impulso innegable: la arbitrariedad y, en tal sentido, si esto de lo que
estoy hablando ha sido nombrado como minificción, pues minificción será, y
entrar en debates filológicos o de cualquier otra índole siempre será ocioso e
inútil. Es, repito, legítimo que se llame así.
Y, bueno pues, entrando en tema diré esto: la
minificción es tan antigua como antiguos son los chismes. El relato breve no
comenzó con Augusto Monterroso; ya muchísimo antes existió. Las fábulas de
Esopo (o, mejor dicho, atribuidas a este personaje probable o improbablemente
inventado) vienen desde varios siglos antes de que comenzara nuestra Era; y las
fábulas no son sino, precisamente eso: relatos muy breves que, como es por
todos conocido, tienen contenido o finalidad de carácter moral. Y con
propósitos similares pero acaso algo más excelsos, Jesús, el Mesías, también
–mucho después del fabulista griego- contó relatos breves para ilustrar sus
enseñanzas y hacerlas más convincentes y persuasivas; me refiero, por cierto, a
las parábolas, una de las cuales, la del sembrador, habla
metafóricamente de la palabra que, bien escuchada, genera siempre un efecto de
fecundidad, como semilla sembrada en tierra buena.
Pero, en verdad, creo que la expresión más remota
del relato breve es aquello que todos conocemos y en algún momento –o casi
siempre- hemos practicado pero, sin embargo (de la boca hacia afuera) solemos
repudiar y negamos que forme parte de nuestra “cultura” cotidiana. Me refiero
-¿ya lo adivinaron?- a eso que ya, aunque medio imperceptiblemente, he hecho
referencia aquí: el chisme, cuyo comienzo –al ser transmitido, de boca en boca-
generalmente se elabora con esta interrogante: “¿Sabías que…?” Y, aunque muchas
de las cosas que se dicen suelen ser verdad, también es cierto que con apretada
frecuencia se incurre en la mentira o en la distorsión de lo real (o en la
falta de verificación), obviamente para que lo que se cuenta resulte más
atractivo y empuje al oyente a convertirse en un eficaz agente del efecto
multiplicador. Y, al ser así, estamos, pues, ante lo que, simple y llanamente,
es ficción (o “minificción”) dicha en forma oral.
El chisme es, no me cabe duda, el punto de partida
del género literario llamado narración; pero, claro, también lo es del
periodismo informativo. ¿Alguien puede negar que desde los primeros días de la
humanidad existió el deseo, el interés, la preocupación, por saber qué es lo
que pasa más allá de las propias narices, por enterarse de la vida ajena, y también y sobre todo la casi irrefrenable inquietud por ejercer acomedidamente el papel de correveidile? Quien
levante la mano y lo niegue, mentirá. El periodismo informativo, o su motivación, en gran
medida, es eso, pues.
Y, ¿saben cuál es otra de las formas digamos
innobles del relato breve, contra la que los literatos posiblemente dirigen o
dirigirían su artillería pesada, para borrarla del mapa? Esto (y disculpen
quienes pudieran haber creído que iba a referirme a algo menos vulgar): el
chiste, el chiste del pueblo. ¿Han puesto atención a cómo casi todo el mundo,
en nuestro país, comienza a contar un chiste? Pues, casi siempre poniendo de
manifiesto, consciente o inconscientemente, un discreto deseo de “sacar el
cuerpo”, de decir “yo no he inventado esto, por si acaso; échenle la culpa a
cualquier otro y no a mí”, y, así se suele aludir, sin ningún sentido, a una
inexistente tercera persona, de este modo: “Dice que…” Es, sí o sí desde el
principio, un relato, un relato corto.
Y relatos cortos son, también, la mayor parte de
los textos que, con un máximo de ciento cuarenta caracteres, son redactados y
dados a conocer a través de esto que la tecnología actual nos proporciona como
instrumento de comunicación: el Twitter. Pero, repito, no se trata de nada
nuevo. Nuevo es el medio o instrumento, pero no la forma del mensaje. El
Twitter nos cuenta lo que antaño nos contaban y hoy nos siguen contando, con la
brevedad de un rayo, los titulares de los diarios. Leer el Twitter es casi
como, apurados, repasar el acontecer del mundo y las personas en las primeras
páginas de los periódicos colgados y asegurados con ganchitos de ropa en el
quiosco de la esquina mientras esperamos, en la avenida Arequipa, la llegada de
algún auto colectivo que nos rescate de la desesperación ocasionada por la
demora del parsimonioso bus azul de doña Susana.
Y, bien, ya en el terreno literario propiamente dicho,
veremos que muestras importantes de relato corto, o minificción, encontramos en
casi todos los escritores de que tenemos noticias. Una de las características
que suele señalarse cuando se habla de la minificción es la hibridez, y, en efecto,
se dan casos en los que resulta difícil precisar si estamos ante poesía o
relato o ante los dos géneros en un mismo texto. Estoy recordando ahora a
Charles Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa[1] (conocidos
también como El spleen de París), los que, naturalmente, son, como los llamó
su autor, poemas, pero casi todos dichos en forma de relato, como aquel (La
desesperación de la anciana) en que se habla de una “avellanada viejuca”
que se acerca a un niño “tratando de sonreírle y de hacerle agradables
carantoñas” y solo logra que el niño comience a chillar, por lo que,
finalmente, con sentimientos de frustración se lamenta asumiendo que “para las
miserables e infelices” ancianas “la edad de ser agradables ha desaparecido”.
Nuestro poeta mayor, César Vallejo, también hizo lo
suyo. Y lo hizo poniendo de manifiesto esa otra característica que es común en
la minificción: la ironía. Aquí una muestra: “El perro que, por fidelidad, no
consiguió que se acercase nadie a curar la herida de su amo. Este,
naturalmente, murió.” Y esta otra que, podría haber sido inspirada por el
relato de Francis Scott Fizgerald, El
curioso caso de Benjamin Button, y que, en buena cuenta, lo resume de
forma por demás acertadísima: “El hombre que nació viejo y murió niño: la edad
para atrás”.[2]
Y ahora y aquí tenemos a Eduardo
Borrero Vargas, escritor piurano, nacido en Sullana, cuya última producción
es la que tengo en mis manos: Del misterio y otros abismos[3]. Relatos cortos,
o cuentos, como él los llama, en los que, en el plano formal, creo
encontrar cierta familiaridad (o, como dice la gente culta: intertextualidad)
con la literatura del checo Franz Kafka (claro está, no el de La metamorfosis o El Proceso sino, entre otros, de los
relatos Prometeo o El buitre),
el argentino Jorge Luis Borges (de, por ejemplo, estos textos que aparecen en el
volumen Ficciones: El jardín de senderos que se bifurcan, Tres versiones de Judas, y lon, Uqbar, Orbis
Tertius) y el
peruano Felipe Buendía (de La espera). Literatura desconcertante. Muy
afín, a veces, con lo que es característica del teatro de Ionesco: el absurdo.
Literatura Fantástica y además
inverosímil, como aquello del prestamista en el relato titulado Beneficios
renovables, que “por un accidente fortuito, voló al cielo; pero rebotó a la
tierra”; o esto de imaginación igualmente extrema que encontramos en Cuento
de terror 1: “Despavorido, salí a las calles del pueblo a buscarme. Pena me
da confesarles que no he logrado encontrarme, pero se confirma mi teoría de que
un desalmado me ha secuestrado". O, más extrema aún, esta muestra de enigmático
desdoblamiento: “Era una tarde sombría. Ingresé a mi casa y vi, con estupor,
que me estaban llevando sujeto a una camisa de fuerza”. (Cuento de terror 3).
Es cierto, como ha escrito Armando
Arteaga en el prólogo y el mismo autor en algún momento me lo dijo, que estos,
los relatos de Eduardo Borrero Vargas, tienen una tendencia marcadamente dirigida
hacia lo metafísico. Sin embargo, hay también lo que yo he visto, y lo digo sin
ambages: el propósito de sacarnos, inconsideradamente pero en buena lid, de
nuestras casillas y decirnos, además, eso que sabemos pero tratamos, tal vez
inconscientemente, de olvidar: que la literatura es, sobre todo, un trabajo de
creación y no de remedo.
Y Eduardo ha hecho eso: ha creado
historias y seres que, como he tratado de explicar, no son precisamente de
nuestra realidad, parecen pero no son de la realidad, sino productos de la
auténtica ficción; hechuras que bien pueden inscribirse, y de hecho están allí,
en lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.
Léanlo, y me darán la razón.
Lima, 01 de diciembre, 2015