martes, 1 de diciembre de 2015

(PARA SACARNOS DE LAS CASILLAS) LA MINIFICCIÓN DE EDUARDO BORRERO

Microrrelato, relato o cuento breve, mini o microcuentos, narrativa corta. Minificción. Tantos nombres para lo mismo. Y entre ellos uno que, no obstante su legitimidad, a mí particularmente me parece, si no absurdo, inadecuado. Literalmente, “minificción” sería (voy a decirlo de una manera nada académica) algo así como “ficción chiquita”. ¿Qué sería, en literatura, “ficción chiquita”? Evidentemente, a lo que todo el mundo se refiere o hace alusión cuando usa este nombre es a los cuentos o relatos cortísimos que, generalmente, no pasan de una página y hasta pueden ser de solo unas cuantas líneas o renglones, como, por ejemplo, El dinosaurio, del guatemalteco Augusto Monterroso, que es, tal vez, el cuento más pequeño que se haya escrito en los últimos tiempos (o, al menos, el más conocido, difundido y comentado), el más emblemático: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Un cuento cortísimo. Pero, pregunto, ¿es, digamos, una ficción realmente pequeña? ¿Lo que Monterroso inventó, "ficcionó", es algo “chiquito” o, para decirlo con una palabra más cruel, una minucia? Yo creo que no. Pero, en fin, lo dejo ahí, porque, al final de cuentas, como lo aprendimos en el colegio, los nombres o la designación de la persona, animal o cosa se da por un impulso innegable: la arbitrariedad y, en tal sentido, si esto de lo que estoy hablando ha sido nombrado como minificción, pues minificción será, y entrar en debates filológicos o de cualquier otra índole siempre será ocioso e inútil. Es, repito, legítimo que se llame así.

Y, bueno pues, entrando en tema diré esto: la minificción es tan antigua como antiguos son los chismes. El relato breve no comenzó con Augusto Monterroso; ya muchísimo antes existió. Las fábulas de Esopo (o, mejor dicho, atribuidas a este personaje probable o improbablemente inventado) vienen desde varios siglos antes de que comenzara nuestra Era; y las fábulas no son sino, precisamente eso: relatos muy breves que, como es por todos conocido, tienen contenido o finalidad de carácter moral. Y con propósitos similares pero acaso algo más excelsos, Jesús, el Mesías, también –mucho después del fabulista griego- contó relatos breves para ilustrar sus enseñanzas y hacerlas más convincentes y persuasivas; me refiero, por cierto, a las parábolas, una de las cuales, la del sembrador, habla metafóricamente de la palabra que, bien escuchada, genera siempre un efecto de fecundidad, como semilla sembrada en tierra buena.

Pero, en verdad, creo que la expresión más remota del relato breve es aquello que todos conocemos y en algún momento –o casi siempre- hemos practicado pero, sin embargo (de la boca hacia afuera) solemos repudiar y negamos que forme parte de nuestra “cultura” cotidiana. Me refiero -¿ya lo adivinaron?- a eso que ya, aunque medio imperceptiblemente, he hecho referencia aquí: el chisme, cuyo comienzo –al ser transmitido, de boca en boca- generalmente se elabora con esta interrogante: “¿Sabías que…?” Y, aunque muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad, también es cierto que con apretada frecuencia se incurre en la mentira o en la distorsión de lo real (o en la falta de verificación), obviamente para que lo que se cuenta resulte más atractivo y empuje al oyente a convertirse en un eficaz agente del efecto multiplicador. Y, al ser así, estamos, pues, ante lo que, simple y llanamente, es ficción (o “minificción”) dicha en forma oral.

El chisme es, no me cabe duda, el punto de partida del género literario llamado narración; pero, claro, también lo es del periodismo informativo. ¿Alguien puede negar que desde los primeros días de la humanidad existió el deseo, el interés, la preocupación, por saber qué es lo que pasa más allá de las propias narices, por enterarse de la vida ajena, y también y sobre todo la casi irrefrenable inquietud por ejercer acomedidamente el papel de correveidile? Quien levante la mano y lo niegue, mentirá. El periodismo informativo, o su motivación, en gran medida, es eso, pues.

Y, ¿saben cuál es otra de las formas digamos innobles del relato breve, contra la que los literatos posiblemente dirigen o dirigirían su artillería pesada, para borrarla del mapa? Esto (y disculpen quienes pudieran haber creído que iba a referirme a algo menos vulgar): el chiste, el chiste del pueblo. ¿Han puesto atención a cómo casi todo el mundo, en nuestro país, comienza a contar un chiste? Pues, casi siempre poniendo de manifiesto, consciente o inconscientemente, un discreto deseo de “sacar el cuerpo”, de decir “yo no he inventado esto, por si acaso; échenle la culpa a cualquier otro y no a mí”, y, así se suele aludir, sin ningún sentido, a una inexistente tercera persona, de este modo: “Dice que…” Es, sí o sí desde el principio, un relato, un relato corto.

Y relatos cortos son, también, la mayor parte de los textos que, con un máximo de ciento cuarenta caracteres, son redactados y dados a conocer a través de esto que la tecnología actual nos proporciona como instrumento de comunicación: el Twitter. Pero, repito, no se trata de nada nuevo. Nuevo es el medio o instrumento, pero no la forma del mensaje. El Twitter nos cuenta lo que antaño nos contaban y hoy nos siguen contando, con la brevedad de un rayo, los titulares de los diarios. Leer el Twitter es casi como, apurados, repasar el acontecer del mundo y las personas en las primeras páginas de los periódicos colgados y asegurados con ganchitos de ropa en el quiosco de la esquina mientras esperamos, en la avenida Arequipa, la llegada de algún auto colectivo que nos rescate de la desesperación ocasionada por la demora del parsimonioso bus azul de doña Susana.

Y, bien, ya en el terreno literario propiamente dicho, veremos que muestras importantes de relato corto, o minificción, encontramos en casi todos los escritores de que tenemos noticias. Una de las características que suele señalarse cuando se habla de la minificción es la hibridez, y, en efecto, se dan casos en los que resulta difícil precisar si estamos ante poesía o relato o ante los dos géneros en un mismo texto. Estoy recordando ahora a Charles Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa[1] (conocidos también como El spleen de París), los que, naturalmente, son, como los llamó su autor, poemas, pero casi todos dichos en forma de relato, como aquel (La desesperación de la anciana) en que se habla de una “avellanada viejuca” que se acerca a un niño “tratando de sonreírle y de hacerle agradables carantoñas” y solo logra que el niño comience a chillar, por lo que, finalmente, con sentimientos de frustración se lamenta asumiendo que “para las miserables e infelices” ancianas “la edad de ser agradables ha desaparecido”.

Nuestro poeta mayor, César Vallejo, también hizo lo suyo. Y lo hizo poniendo de manifiesto esa otra característica que es común en la minificción: la ironía. Aquí una muestra: “El perro que, por fidelidad, no consiguió que se acercase nadie a curar la herida de su amo. Este, naturalmente, murió.” Y esta otra que, podría haber sido  inspirada por el relato de Francis Scott FizgeraldEl curioso caso de Benjamin Button, y que, en buena cuenta, lo resume de forma por demás acertadísima: “El hombre que nació viejo y murió niño: la edad para atrás”.[2]

Y ahora y aquí tenemos a Eduardo Borrero Vargas, escritor piurano, nacido en Sullana, cuya última producción es la que tengo en mis manos: Del misterio y otros abismos[3]. Relatos cortos, o cuentos, como él los llama, en los que, en el plano formal, creo encontrar cierta familiaridad (o, como dice la gente culta: intertextualidad) con la literatura del checo Franz Kafka (claro está, no el de La metamorfosis El Proceso sino, entre otros, de los relatos Prometeo o El buitre), el argentino Jorge Luis Borges (de, por ejemplo, estos textos que aparecen en el volumen FiccionesEl jardín de senderos que se bifurcan,  Tres versiones de Judas, y lon, Uqbar, Orbis Tertius) y el peruano Felipe Buendía (de La espera). Literatura desconcertante. Muy afín, a veces, con lo que es característica del teatro de Ionesco: el absurdo.

Literatura Fantástica y además inverosímil, como aquello del prestamista en el relato titulado Beneficios renovables, que “por un accidente fortuito, voló al cielo; pero rebotó a la tierra”; o esto de imaginación igualmente extrema que encontramos en Cuento de terror 1: “Despavorido, salí a las calles del pueblo a buscarme. Pena me da confesarles que no he logrado encontrarme, pero se confirma mi teoría de que un desalmado me ha secuestrado". O, más extrema aún, esta muestra de enigmático desdoblamiento: “Era una tarde sombría. Ingresé a mi casa y vi, con estupor, que me estaban llevando sujeto a una camisa de fuerza”. (Cuento de terror 3).

Es cierto, como ha escrito Armando Arteaga en el prólogo y el mismo autor en algún momento me lo dijo, que estos, los relatos de Eduardo Borrero Vargas, tienen una tendencia marcadamente dirigida hacia lo metafísico. Sin embargo, hay también lo que yo he visto, y lo digo sin ambages: el propósito de sacarnos, inconsideradamente pero en buena lid, de nuestras casillas y decirnos, además, eso que sabemos pero tratamos, tal vez inconscientemente, de olvidar: que la literatura es, sobre todo, un trabajo de creación y no de remedo.


Y Eduardo ha hecho eso: ha creado historias y seres que, como he tratado de explicar, no son precisamente de nuestra realidad, parecen pero no son de la realidad, sino productos de la auténtica ficción; hechuras que bien pueden inscribirse, y de hecho están allí, en lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.

      Son relatos extraordinariamente bien trabajados, con una escritura pulcra, sin la imprudencia  de  innecesarias altisonancias. Ah, pero eso sí, con una dosis de humor que puede tener su explicación en el hecho de que nuestro escritor es piurano y, como ustedes saben, no hay humor más delicioso que el de los piuranos; pero el de Eduardo va más allá: es un humor ácido, extraño, que -al menos en este libro- nada tiene que ver, por ejemplo, con aquellas proverbiales historias de  los compadres que se encuentran en los caminos calurosos del norte de nuestro país, acompañados casi siempre con la medio ineludible presencia, en esos lugares, de los dóciles e infatigables “piajenos”. El de Eduardo o, mejor dicho, el de este libro es un humor no para reír, sino para dejarnos estupefactos.

Léanlo, y me darán la razón.

Lima, 01 de diciembre, 2015




[1] Charles Baudelaire. Pequeños poemas en prosa. Traducción: Pedro Vances. Imprenta Clásica Española. Madrid, s/f (circa 1900).
[2] César Vallejo. Novelas y Cuentos Completos. Prólogo, edición y notas: Ricardo González Vigil. Ediciones COPE, Lima, 1998.
[3] Eduardo Borrero Vargas. Del misterio y otros cuentos. América. Lima, 2015.