Durante un tiempo vivió en Huancayo, pero luego, ilusionado por todo lo que escuchaba acerca de la Capital, logró llegar a Lima. Conoció el mar, que era una inmensa laguna que en el horizonte se hundía y vio los edificios que rascaban la panza del cielo. Donato, que lo había apoyado, protegido y aconsejado y que prefirió quedarse en el Valle del Mantaro y seguir vendiendo raspadillas en la ciudad huanca, le dio, junto a una carta, la dirección de un pariente que, como él, también era una persona muy buena (“quizás por ser serrano”, pensó Claudio). Se trataba de don Julián, que vivía solo en Canto Grande y se dedicaba a la compostura de calzados en un quiosco ubicado junto al mercado de su barrio.
Claudio se dedicó a ayudarle en su trabajo y, aunque esa ocupación no era muy rentable, se sentía feliz. Se sentía dichoso porque, gracias a Dios, en la monstruosa ciudad que él había imaginado como un paraíso, no le pasó lo que a muchos otros decepcionados provincianos les ocurría.
Ya habían transcurrido seis meses, en humildad pero sin mayores problemas. Una mañana de noviembre, Julián, su nuevo protector en la gran Ciudad, salió temprano con rumbo a Caquetá, a comprar cueros y suelas, como solía hacer los días viernes; pero esta vez lo movía una urgencia: un trabajo que no podía demorar, porque la persona que lo encargó tenía un compromiso ineludible para el día siguiente. “No vayas a salir, recomendó Julián; no me demoro mucho, a más tardar volveré al mediodía.” “Ya, tío –así lo trataba-, no te preocupes; aprovecharé para preparar una sopa.”
Llegó el mediodía, la tarde, la noche, y Julián nunca apareció. Claudio comenzó a preocuparse, a desesperarse. Preguntó a algún vecino. “Seguro se ha encontrado con amigos y se ha puesto a tomar”, le contestaron. Pero Julián nunca bebía, era un hombre tranquilo, sano, sin más vicios que su trabajo humilde pero honrado. Sin poder conciliar el sueño, Claudio se acostó y tras cada ruido cercano que escuchaba corría a la puerta, creyendo que era Julián el que venía.
Muy temprano, al día siguiente, después de preguntar qué carro tomar, salió en busca de quien durante los meses que vivió en Lima, hasta ese entonces, más que un amigo, más que un tío –como él lo llamaba- fue en realidad como un padre. En el trayecto hacia Caquetá iba acordándose de la mamacha María, acribillada por la estupidez y la infamia, también del buen sargento Elías, que en un primer momento lo había confundido con su hermano y luego lo quiso como a un hijo, y también, cómo no, de su pueblo ocupado por la soledad y el dolor. Al llegar a Caquetá, desorientado pero con esperanza, recorrió por todos los puestos de venta de cueros y suelas. Nadie le daba razón.
Se sentó, agotado, en una equina y, deshecho, prorrumpió en un incontenible llanto. Una señora, que vendía emoliente, lo miró conmovida y absorta. Le comentaron que aquel niño “estaba buscando a su padre” que el día anterior había venido a hacer compras en Caquetá. Un estremecimiento se apoderó de ella. “¡No puede ser!”, exclamó la mujer para sus adentros. Una cruel certeza humedeció sus ojos. Aquel hombre que el niño buscaba, sin ninguna duda era el mismo al que ella vio ayer, el que, casi siempre los fines de semana, llegaba a Caquetá a comprar cueros y antes de emprender el retorno le pedía un emoliente, el que le había contado que en su humilde casa de Canto Grande vivía con un niño que era como su hijo. ¡Era el mismo! La mujer no se atrevió a acercarse al niño y prefirió tragarse la verdad acerca del buen Julián.
Un carro que se dio a la fuga, el día anterior lo había atropellado. Con la cabeza destrozada, y el paquete de cueros sobre un charco de sangre, Julián quedó tirado por unas horas en la pista, como una herida infame, incomprensible y absurda.
(Este cuentito lo escribí a partir de la lectura de "Noche de relámpagos" de Félix Huamán Cabrera, en agosto del 2009. Lo "colgué" inicialmente en otro blog: Volveré al mediodía)