viernes, 13 de marzo de 2015

DOS DE LOS ULTIMOS POEMAS ESCRITOS POR LUZGARDO MEDINA EGOAVIL

LUZGARDO MEDINA EGOAVIL.
Dolor inmenso, por dos terribles motivos, me atormentan. Porque murió un gran amigo y
porque, recién ahora, después de más de un mes, conozco la fatal noticia. Luzgardo Medina Egoavil, un tremendo poeta. El siguiente es probablemente el último poema que escribió: Lo escribió el 24 de enero y ese mismo día me lo envió por mensaje "Inbox"; es decir, un día antes de que un infarto cardiaco le quitara la vida, aquella fecunda vida hacedora de buena, de gran poesía. Descansa en paz, hermano! (5 de marzo, 2015)

A: PEDRO LEMEBEL, POETA DE LOS MARGINADOS.

Un poeta acaba de morir al sur del adiós. En la misma premonición.
Ni por simpatía le regalaron un minuto con gran dosis de azúcar.
Murió el poeta y ya. Se siguen destapando las botellas aveces sin motivo
Y dando recompensa a quien nos traiga de las orejas al narrador
De lo innombrable, a quien desde la ebriedad nos hace oler
Ese montón de sillas apiladas en un rincón del desierto.
Se fue el poeta. Se murió como un emperador -haciendo bromas-.
Hace tiempo que él era un desconocido y que cambiaba los rumbos
Para que nadie cayera en las garras de quienes hacen promesas de lealtad.
Todos los días alguien muere como un poeta o aprende a morir como un poeta.
No es tan difícil. Hay que aprender a deducir con mucha presteza dónde
Se hacen los besos más perfectos y dónde la ternura es anacrónica.
Hay que intuir si quien regala premoniciones es un creyente legítimo
O simplemente huye pretextando cumplir ciertas infames tareas de amor.
Ha muerto el poeta y parece que se ha llevado sus precipicios,
Sus manglares, su bandada de loros y el armario donde guardaba su rostro.
Murió en el instante preciso, ahora nunca más pagará impuestos a nadie.
Cuando partió el poeta la incolora tristeza fue carcomida por el salitre
Y en lo más alto de la amargura se dibujó, sin prisa, la espada del azar.
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Luzgardo Medina Egoavil
Arequipa, 2015 enero 24


TENGA USTED CUIDADO, NO PISE LOS RECUERDOS

Tenga usted cuidad
o, no pise los recuerdos.
Es cierto que cada recuerdo
Guarda algunos datos indispensables.
Es cierto, también, que cada recuerdo tiene
El mal ejemplo de los clérigos
Cuando hablan del demonio con una intensidad inusitada.
Yo no no tengo recuerdos, por ejemplo, nunca guardé uno.
Apenas tengo ciertas frases poco convencionales
Y ciertas penas ya prescritas.
Dicen que soy tan pobre que no tengo ni zapatos ni recuerdos
Y que solamente tengo dinero y trucha ahumada
Para soportar la próxima sequía.
Si tiene tantos recuerdos, amigo, regáleme uno.
No tengo una idea exacta de cómo un recuerdo puede
Cubrir de polvo 1000 kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.
He notado que se me hace difícil vivir espantando la monotonía
De la muerte con un matamoscas a riesgo de quedarme
Convertido en una criatura mezcla de rabia y desolación.
Con un recuerdo podría disipar la incredulidad y, hasta, podría
Elegir cualquier itinerario hacia la resignación,
Aunque los dioses hayan perdido el sentido del humor.
De los muchos que tiene, amigo, regáleme un recuerdo de pelo entrecano.
No importa que tenga el color de la oscuridad,
Pero detesto ser extranjero en esta mañana desdentada.
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Luzgardo Medina Egoavil
Arequipa, 2015 enero 17

martes, 10 de marzo de 2015

VOLVERÉ AL MEDIODÍA

Ahora estaba solo en medio de tanta gente. Y, aunque seguía guardando en su memoria todas las circunstancias terribles que había vivido o de las que había sido testigo, Claudio, en algún momento llegó a creer que, por fin, se había sobrepuesto del trauma de la violencia, la destrucción y la muerte.

Durante un tiempo vivió en Huancayo, pero luego, ilusionado por todo lo que escuchaba acerca de la Capital, logró llegar a Lima. Conoció el mar, que era una inmensa laguna que en el horizonte se hundía y vio los edificios que rascaban la panza del cielo. Donato, que lo había apoyado, protegido y aconsejado y que prefirió quedarse en el Valle del Mantaro y seguir vendiendo raspadillas en la ciudad huanca, le dio, junto a una carta, la dirección de un pariente que, como él, también era una persona muy buena (“quizás por ser serrano”, pensó Claudio). Se trataba de don Julián, que vivía solo en Canto Grande y se dedicaba a la compostura de calzados en un quiosco ubicado junto al mercado de su barrio.

Claudio se dedicó a ayudarle en su trabajo y, aunque esa ocupación no era muy rentable, se sentía feliz. Se sentía dichoso porque, gracias a Dios, en la monstruosa ciudad que él había imaginado como un paraíso, no le pasó lo que a muchos otros decepcionados provincianos les ocurría.

Ya habían transcurrido seis meses, en humildad pero sin mayores problemas. Una mañana de noviembre, Julián, su nuevo protector en la gran Ciudad, salió temprano con rumbo a Caquetá, a comprar cueros y suelas, como solía hacer los días viernes; pero esta vez lo movía una urgencia: un trabajo que no podía demorar, porque la persona que lo encargó tenía un compromiso ineludible para el día siguiente. “No vayas a salir, recomendó Julián; no me demoro mucho, a más tardar volveré al mediodía.” “Ya, tío –así lo trataba-, no te preocupes; aprovecharé para preparar una sopa.”

Llegó el mediodía, la tarde, la noche, y Julián nunca apareció. Claudio comenzó a preocuparse, a desesperarse. Preguntó a algún vecino. “Seguro se ha encontrado con amigos y se ha puesto a tomar”, le contestaron. Pero Julián nunca bebía, era un hombre tranquilo, sano, sin más vicios que su trabajo humilde pero honrado. Sin poder conciliar el sueño, Claudio se acostó y tras cada ruido cercano que escuchaba corría a la puerta, creyendo que era Julián el que venía.

Muy temprano, al día siguiente, después de preguntar qué carro tomar, salió en busca de quien durante los meses que vivió en Lima, hasta ese entonces, más que un amigo, más que un tío –como él lo llamaba- fue en realidad como un padre. En el trayecto hacia Caquetá iba acordándose de la mamacha María, acribillada por la estupidez y la infamia, también del buen sargento Elías, que en un primer momento lo había confundido con su hermano y luego lo quiso como a un hijo, y también, cómo no, de su pueblo ocupado por la soledad y el dolor. Al llegar a Caquetá, desorientado pero con esperanza, recorrió por todos los puestos de venta de cueros y suelas. Nadie le daba razón.

Se sentó, agotado, en una equina y, deshecho, prorrumpió en un incontenible llanto. Una señora, que vendía emoliente, lo miró conmovida y absorta. Le comentaron que aquel niño “estaba buscando a su padre” que el día anterior había venido a hacer compras en Caquetá. Un estremecimiento se apoderó de ella. “¡No puede ser!”, exclamó la mujer para sus adentros. Una cruel certeza humedeció sus ojos. Aquel hombre que el niño buscaba, sin ninguna duda era el mismo al que ella vio ayer, el que, casi siempre los fines de semana, llegaba a Caquetá a comprar cueros y antes de emprender el retorno le pedía un emoliente, el que le había contado que en su humilde casa de Canto Grande vivía con un niño que era como su hijo. ¡Era el mismo! La mujer no se atrevió a acercarse al niño y prefirió tragarse la verdad acerca del buen Julián.

Un carro que se dio a la fuga, el día anterior lo había atropellado. Con la cabeza destrozada, y el paquete de cueros sobre un charco de sangre, Julián quedó tirado por unas horas en la pista, como una herida infame, incomprensible y absurda.



(Este cuentito lo escribí a partir de la lectura de "Noche de relámpagos" de Félix Huamán Cabrera, en agosto del 2009. Lo "colgué" inicialmente en otro blog:  Volveré al mediodía)