En “La Campana Catalina”, largo romance octosílabo, el
auge de belleza casi impide la visión de la propia faz del poeta. Escrita en
celebración de Alberto Guillén, es una blanca y punsante elegía, con aire de
pena fresca que dispersa cera y ceniza y canta por el amigo muerto. Su muerte
es dulce y pequeña, y en la patria apenas pesa su cadáver, pero Dios que velas
en el fondo del valle se une a él y lo redime. La égloga arequipeña canta
dulcemente en el ámbito mortuorio, el paisaje limpio y soleado despierta sin
esfuerzo:
“Ave y nube singular
que labran de gusto el valle,
hasta la colmena en cierne
de tu Yanahuara cande”.
O cede
ante visiones de quebradiza y vívida delicia:
“La corona de aguijones
de las sienes se te cae
y en aureola de irir
de élitros la truecan
ángeles”.
Otra cosa sucede
con las décimas de “La Rosa de la Espinela”, verdadero arribo de lo inefable a
nuestra poesía, realizada por virtud rigurosa de Martín Adán. No es Eguren,
sordo y grávido de ambiente, tocado de una niebla nórdica que es su mayor y más
lauto esplendor poético, el que corona esta radiosa tarea. No es en el límite
tonal de su instrumento, reconocible por esta nota única que él sabe tocar a
maravilla en su reino cauto, de naipe y trompeta; no es en ese recinto,
obtenido por la escritura y concepción de un ambiente gótico, castellano o
lunar –inaprensible solo en su misteriosa y tenue alianza con las palabras-
donde suele instalarse lo inefable. A ello llámasele más bien magia.
Inefabilidad indica ausencia de cualidades perceptibles y, por tanto
descriptibles; fuga de los signos terrenos, por donde el universo todo, se
muestra, se deja saber, vivir y decir. Para ello existe el verbo, el habla
escrita y oral; por ello es el verbo, cause por donde tales signos se expresan
y fijan, con suerte mejor o peor. Para ello fue dada al hombre la palabra, la
prosa, la lógica, la inteligencia. Pero cuando estos bellos signos terrestres,
universales, son descubiertos y adorados en sí mismos por el poeta, y cuando su
estremecido corazón, en lugar de su sola cabeza, se inclina sobre ellos e
intuye en sus formas puras y musicales (la gran poesía se acusa siempre por su
tono, por su música interna) una hermosura plácida y viviente, un contenido
propio que es al mismo tiempo una bella forma del mundo concreto, cuando ya no
percibe en este, sino sus calidades; no refiera ya sus datos verbales a ninguna
realidad posible o imaginada, a ningún ambiente terrenal, onírico o afectivo,
sino que obtiene de ellos, mediante un verdadero soplo divino, exclusivamente
poético, creador, una realidad estética con vida propia y tan válida, más aún
que la primitiva e incipiente realidad natural. Del mismo modo puede acusar el
pintor la más honda realidad estética y humana,. Sin recurrir a la
representación terrena, en forma o color, por las sola y adecuada expresión de
una materia tal, pero espontánea. Bien podría decirse que el hombre es artista
en la medida en que logra humanizar los elementos estéticos primarios con que
trabaja, sean línea, forma, color, sonido, palabra, sin necesidad de
prostituirlos al objeto. El mismo carácter superior de la realidad creada la
redime, pues, de toda referencia terrena, u, en el caso de la palabra, de todo
sabor material o ambiental. Su inefabilidad no es sino su carta de legitimidad
poética, el signo más cabal de su aparición sobre la tierra y de su intacta y
aislada esencia. Así son las décimas de “La Rosa de la Espinela”, de Martín
Adán. Su inefabilidad consiste en la absoluta carencia de otro sentido que no
sea el de la propia poesía fluyente en ellos; poesía que nace de la sola
asignación, prestancia profunda, plástica y sonora, de la letra empleada. (El
sentido, digamos extrapoético, personal, hallado en algunas de estas décimas es
una deducción lograda de la comprensión de la obra en su totalidad, no de la
superior materia reinante en estos versos).
Aquí la poesía
anima al verso como el espíritu a la carne, sin olvidar sus fronteras, dejando
que la música interna, el tono del poema moldee libremente la forma, y `plasme
en ella su arquitectura original. No existe en estas estrofas –de riguroso
metro octosílabo, acentuadas con nitidez admirable- la con cesión ambiental que
vibra, plena de acentos dramáticos, en “Alysius Acker”, los sonetos de “Travesía
de Extramares” o el “Escrito a Ciegas”, ni la pretensión conceptual patente en
los dialécticos y austeros “Sonetos a la Rosa”; menos se percibe en ellas el
acre sabor terrestre de “La Campana Catalina” o el “Romance del Verano
Inculto”. Es solo en las décimas que
Martín Adán apresa, por primera y única vez, la intangibilidad de su universo
poético, inodoro, incoloro, insípido, invisible, huérfano de tristeza o de
alegría, de lugar y de tiempo, y por tal, casi celeste, inefable, tal como él
lo percibía en lo alto de su ser estético.
Pero es necesario avanzar hasta sus últimos sonetos de
“Travesía de Extramares”, escritos sobre temas de Chopin, o, sobre todo, hasta
las estrofas del “Escrito a Ciegas”, para penetrar, y, retomando el hilo
anterior, reconocer las más hundidas vetas de su ser poético (…)
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* Los dos acápites que aquí se presentan, transcritos en letra "normal" (es decir, no en cursiva), corresponden a un ensayo escrito por Jorge Eduardo Eielson en 1945 con el título de "MARTÍN ADÁN". En el libro Arte Poética editado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, el año 2004, no aparecen estos bellos fragmentos. Tengo en mi poder los originales mecanografiados, en los que aparecen las correcciones hechas por su autor y que (por razones que desconozco) no fueron tomadas en cuenta cundo se publicó el texto. Ver: Eielson de puño y letra (Bernardo Rafael Álvarez)