viernes, 25 de octubre de 2013

LOS GRITOS DE JUAN CRISTÓBAL: UNA CARAJEADA A LA INDIFERENCIA

En mayo del año pasado, durante el homenaje que Encuentros Arguedianos le hizo a Juan Cristóbal, en el local de la Asociación Guadalupana, dije algo que hoy quiero repetir. Dije que no sé si hay pocos o muchos como él, pero de lo que sí estoy seguro es de que es un poeta libre, auténticamente libre, pero al mismo tiempo voluntaria y felizmente sometido, no a una dictadura o a otro tipo de voluntades perversas, sino al bendito poder de aquella maldición que, claro, puede causar dolor pero también regocija, aprieta pero nunca estrangula, presiona pero jamás hunde, más bien eleva: la poesía. La poesía que, sobre todo, libera.

Juan Cristóbal afirma que “poesía, existencia (o realidad) y vida son un hecho único e inseparable”. Sin embargo (ahora repito lo que dije en julio del 2011 cuando fueron presentados sus libros Kafka y Hórridas mañanas), a mí me parece que entre él como persona (Juan Cristóbal o José Pardo del Arco –su nombre “de pila”-, como queramos llamarlo) y su poesía (me refiero a la última que ha escrito y publicado) existe una suerte de divorcio, de distanciamiento. El Juan Cristóbal que yo conozco –a pesar de su aún persistente espíritu rebelde y contestatario- es un hombre altamente sensible y fino; conversar con él es como asistir a una ceremonia en que se rinde culto a la paz y, diría sin exagerar, a la ternura. Su poesía, en cambio, es ruda, inconsiderada, crispada y me atrevería incluso a decir que es cruel. La relación entre Juan y el mundo que lo rodea -según confiesa- es confrontacional, pero no con la poesía.

Sin embargo, a veces es medio hosco con ella y se muestra como el poeta probablemente más irreverente que he conocido. Esto, creo yo, porque está convencido –como yo lo estoy también- que la tarea, a veces dulce y a veces dolorosa, de escribir poemas no se debe a un soplo divino ni mucho menos a que el poeta sea una suerte elegido de los dioses. Por ello es que su irreverencia, en olor de libertad, le da la licencia para mostrarle la lengua a la poesía y llamarla, con ironía y lamento, “hija de la guayaba y de la pena” o de reprocharle por ser exigente (“me exiges sacrificios”, le dice, “mientras tú Poesía/ bien gracias/ bebiendo como una idiota”).

Sensible, como es, Juan  Cristóbal, golpeado por la rudeza malvada del drama de  nuestro pueblo, hizo que su poesía fuese no una lágrima sino un grito.
                                                                                                       
Su escritura, escribió Alberto escobar, “se alimenta de vivencias refraseadas por el soplo imaginario y por el recuerdo o la fábula ligados a la experiencia directa o de fuente literaria, en franca voluntad testimonial”. Para corroborar esta caracterización basta con citar algunos de los bellos versos dedicados al poeta chileno Jorge Teillier: “En fin / mi querido amigo mi viejo rincón / habría mucho de qué hablar y eso seguramente nos llevaría a una taberna de nombre conocido / para soñar con los Parques Infantiles y con las mañanas y los tres en la lluvia…” Luis Hernán Ramírez, señaló que es “poesía de la luz y los colores”. Es cierto, y hay que apuntar que esta luminosidad, es, en buena cuenta, sinónimo de riqueza expresiva, de nutricia densidad idiomática, de fecunda imaginación poética, que aunque son conceptos exultantes, elevados, positivos, no implican precisamente júbilo, regocijo; es decir, no se emparientan con el goce.

La riqueza expresiva se ha mantenido siempre en la poesía de Juan Cristóbal. No podemos negar, ello no obstante (al menos es lo que yo he visto) que hay una notoria opacidad en cuanto se refiere a la percepción que tiene del mundo que lo rodea, de la realidad. No es arbitrario que haya elegido como títulos para dos de sus más significativos poemarios, “Hórridas mañanas” y “Kafka” (Arteidea, 2010), y para el que hace poco salió a la luz “Cuaderno de las desilusiones” (Arteidea, 2013).

Hórridas mañanas” es un título terrible. La mañana que es o debiera ser sinónimo de apertura hacia la luz, es presentada por Juan Cristóbal como algo que merecería en cierto modo rechazo (hórrido es horrendo, espantoso, monstruoso); en lugar de claridad, aquí nos anuncia sombras, en vez de dicha nos ofrece desazón. “Kafka”, aparentemente no tiene nada de espantoso como título, pero –igual- es demasiado expresivo, como para no darnos cuenta de lo que trae consigo: una alusión a la perpetua y descabellada condena a que estamos sometidos en un juicio tortuoso y laberíntico y a las circunstancias deshumanizantes que nos envuelven y que tratan de convertirnos en insectos. Y, finalmente, el título “Cuaderno de las desilusiones”, nos releva de comentarios o de interpretaciones: es demasiado elocuente.

La poesía de Juan Cristóbal está inspirada en la experiencia medio infeliz de vivir en el Perú. No podemos negar, sin embargo, que es –como ocurre con toda buena poesía- un testimonio existencial que involucra a todos, que atañe a la realidad del mundo contemporáneo en su integridad y expresa el impacto que esa realidad genera en el alma humana.

Es poesía del desencanto, la desesperanza y el absurdo, pero creo que no es evidencia de hundimiento espiritual ni de una voluntad autodestructiva. Es, sobre todo, denuncia y, como dije al principio, un grito. 

Y un grito prolongado es lo que se lee (se escucha, diría mejor) en el libro que ahora presentamos. Su título, precisamente, es eso: “Gritos” (Arteidea, 2013), pero, tengo que repetirlo, se trata de un solo grito. De voz desgarrada. Un grito que -a la manera muy propia de nuestro poeta, es decir, desmesuradamente- se expresa como una tempestad, como una lluvia con la que se precipita el cielo; rayos, relámpagos, truenos; granizo; olas encrespadas. Pero no es desesperación o lamento. Es impotencia. Y un torrente de furia. Pero no precisamente por el propio sufrimiento, sino, tal vez, por el sufrimiento de todos los que “no solo heredamos bienes con la muerte, también rostros, gestos como espumas de hielo, cortando la noche, destrozando ciudades, corazones llenos de huecos…” (Poema E-1)

Este libro fue escrito (al menos, supongo, la mayor parte) en la cárcel, a donde fue a caer unos años después de haber cometido, según cuenta su autor, el delito de querer “expropiar” (ese era el término empleado por él mismo) las arcas de un banco para apoyar las acciones guerrilleras del denominado Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. Ese encierro, que fue casi una inmolación, se dibuja creo que metafóricamente con los paréntesis que encierran cada uno de los poemas escritos en prosa. Y por ello es que el grito prolongado que aquí se presenta, a pesar de lo estruendoso que es, parece rebotar en las paredes y el techo y pugna por salir y anegar los corazones.

Y es necesario apuntar una cosa. A pesar de las circunstancias que vivió y a pesar de las razones o motivos que lo empujaron a experimentar esas circunstancias (me refiero al encierro), la poesía que entonces escribió y que recién hoy es dada a conocer en forma de libro, nada tiene que ver con propósitos o formas panfletarias. Es, pues, poesía. Poesía decente, aún a pesar de algunos, poquísimos, desbordes extremadamente rudos y acaso innecesarios y probablemente injustificados, como estas dos interrogantes que aparecen en el Poema F: “¿y tú qué mierda me miras, vida?”, “¿…por qué chucha nos cagas?”. Pero, en fin, también tenemos peruanísimas, y bien puestas, expresiones como esta: “allicito nomás trato de descubrir estos estropicios llenos de cuajos desbordados…” (Poema B)

Nuestro poeta podría haber hecho -y hubiera sido legítimo que lo hiciera- de los poemas que escribió en la prisión una suerte de alegato en favor del movimiento guerrillero con el que simpatizaba (aunque ya para entonces, 1968, había sido apagado), una apología de la violencia revolucionaria. Pero no. Prefirió, más bien, el reclamo airado, la protesta insobornable, contra todo aquello que hace que la vida de todos sea una injusticia permanente, laberíntica, sin fronteras; en una palabra: kafkiana. Por ello, Juan Cristóbal nos dice, en el poema G-1: “y cuando gritas, como una memoria sin ciudades, lo haces como un puñal atravesando la sangre de la espina, las noches pisoteadas de los golpes, el ladrido imperfecto de las lágrimas podridas…”

Pero los gritos o, digo mejor, el grito de Juan Cristóbal no está expresamente motivado por algo que pudiéramos determinar. Nos aventuraríamos a afirmar que es la rabia o acaso la angustia, por el encierro que tuvo que sufrir en una cárcel del Perù (“ah, meses de hierro, rejuveneciendo todas las condenas…”, dice en uno de los poemas), pero no. Se trata, repito, de la indignación causada por lo injusto de la vida, contra “el delito de los grandes animales con sus culpas poderosas tan llenas de cansancio” (Poema I). Es (absurdo o paradoja) la experiencia del odio contra “ese hueco carcomido y malogrado del odio” (Poema D).

La poesía de Juan Cristóbal, la de este libro en particular quiero decir, carece de un referente geográfico o temporal específico; fue escrita en el Perú, pero no hay razones para ubicarlo exclusivamente dentro de nuestras fronteras y tampoco podríamos decir lo que Escobar dijo respecto de la poesía de Juan que él conoció, es decir: que está movida por una “franca voluntad testimonial”. Esta caracterización que, por lo demás, en muchos estudiosos de la literatura no responde más que a esa suerte de prurito sociologizante e historicista, casi siempre pretende enmarcar a la poesía en determinados límites espaciotemporales, como si de lo que se tratara fuera de crónicas periodísticas. Nuestro poeta, ayer nomás, dijo en su “muro” del Facebook que en sus libros Hórridas mañanas, Kafka y Cuadernos de las desilusiones el tema es  lo que significó el gobierno de Fujimori y Montesinos para el país y para la conciencia histórica y espiritual del país y del ser humano”. Sin ninguna duda eso debe haber sido lo que le movió a escribir la bella y ruda poesía de esos libros. Pero no. La poesía de Juan Cristóbal va más allá de la anécdota dramática y vergonzosa de la coyuntura política. Por eso es valiosa. La poesía, la buena poesía, es, esencialmente, la palabra del "tiempo sin fechas". Y eso es el grito, esos son los gritos de Juan Cristóbal

Grito puro, puro grito. Casi gutural. Alarido. Grito digamos “inespecífico”. No para el entendimiento “intelectual”, sino para causar sensaciones. Poesía expresionista. Y, ahora, nada testimonial. El autor sabe por qué grita, nosotros los lectores no; solo lo intuimos o tratamos de intuirlo, o, en buena cuenta, nos esforzamos por atribuirles a estos gritos o una explicación o una razón (o motivo o causa).

Para ilustrar alusivamente la carátula de su libro, Juan Cristóbal eligió el grito poco expresivo y digamos casi apagado de Guayasamín, que más parece una expresión de dolor o de pánico; sin embargo, los gritos de esta rotunda poesía son, más bien, como el terriblemente bello, desgarrador, desconcertante y estentóreo Grito que pintó el noruego Edvar Munch. Pero, bueno, en un libro de poesía la carátula solo es un prescindible accesorio: la poesía es la que dice, suena, golpea, acaricia o conmociona. O, como en este caso, grita.

Luis Alberto Sánchez dijo, en el prólogo que escribió para La casa de cartón la bella novela de Martín Adán, que lo hacía como “testigo y portacirios”. Juan, en broma, me dijo que esta presentación la hiciera como abogado defensor. Tengo que declarar, sin embargo, que no he venido con ese propósito; estoy aquí, más bien, para declarar una cosa: que nuestro poeta está absuelto, pero no por decisión de algún juez o tribunal, sino por la poesía; porque la poesía es para eso: para absolver, de culpas, pecados y dolores. Para liberar. Y Juan, aunque no quiera creerlo, ya está absuelto, pues.

Y a nosotros nos toca ahora poner atención y escucharle, para darnos cuenta que estos Gritos que  también serán nuestros, son, virtualmente, una rotunda carajeada a la indiferencia. Leámosle y al leerlo nos podremos dar cuenta también, entre muchas otras cosas -y probablemente muy a su pesar-, que Juan Cristóbal, se equivocó completamente cuando en la nota escrita al publicar  "Final de vida", puso una sentencia, con la que nunca podré estar de acuerdo. Y hoy me atrevo a responderle sinceramente y con cariño: leer no es una cojudez.

25 de octubre del 2013