Mi padre se sentía feliz por mis constantes asedios inquisitivos. "Los niños que siempre preguntan son niños
inteligentes", aseguraba. Efectivamente, lo que él decía era cierto pero,
claro, no se trataba de una verdad absoluta o, mejor dicho, no era aplicable a
todos los casos. Respecto de mí, al menos respecto de mí, no era más que una
complaciente afirmación paternal porque -obvio- quien la expresaba en esos
momentos carecía (como debía ser, naturalmente, debido al comprensible
componente afectivo en su voluntad) de la árida pero punzante objetividad.
Tengo entendido que mis andanadas de preguntas habrían empezado muy
tempranamente, probablemente cuando aún no había cumplido los cinco años de
edad. Lo digo porque intuyo que fue entonces cuando ocurrió un hecho que, mucho
tiempo después, mi padre me lo contaba como una anécdota y yo pensaba que solo
era una historia inventada por su imaginación. Seguí pensando así hasta el 24
de junio del 2008, día en que -¡por fin!- aquella historia se convirtió, frente
a mis desleales dudas, en una verdad por sus cuatro costados. Después de
veintisiete años volví a mi tierra, Pallasca, justo en el mes de San Juan
Bautista, el patrón de mi pueblo. Y ese día, sentado en una de las bancas de la
plaza de armas vi a un anciano que me miraba sonriente; me acerqué a saludarlo
porque, un poco borrosamente, lo recordaba sin estar seguro en ese instante de
su apellido, pero sí de su nombre. “¿Usted se llama Pedro, verdad?”, le
pregunté (¡una pregunta, una pregunta más en mi biografía!). La respuesta fue
afirmativa. Y lo que vino fue lo que debía venir (aquello que repetidamente
ocurrió durante los tres o cuatro días que estuve volviendo a caminar las
calles -en las que crecí, como un tímido pero alegre niño serrano-, al
encontrarme con cada uno de mis paisanos). ¿Lo adivinaron? Lo que vino fue un
fortísimo abrazo, ¡como tenía que ser, caracho! Y enseguida, una larga
conversación nutrida de recuerdos. “Nunca me olvido, Bernardo –me dijo el anciano,
cuyo rostro mostraba un rictus permanente a manera de sonrisa-, lo que ocurrió
cierto día, cuando acompañando a tu padre, el maestro Rafa, llegaste a la
tienda que yo tenía en la “calle grande”. “Sí, ya lo sé, don Pedrito –intervine
yo-, usted va a confirmar lo que que repetidamente me contaba mi padre, y,
créamelo, me estoy emocionando demasiado”. El anciano continuó. “Mientras
conversábamos tu padre y yo, tú observabas, medio absorto, el frasco de vidrio
que se encontraba sobre el mostrador y en cuyo interior se veía una gran
cantidad de frutos secos”. Era exactamente lo mismo que solía
relatarme el maestro Rafa. Al darse cuenta de mi silenciosa curiosidad, mi
padre pidió uno de los frutos para dármelo después de haberle quitado la
cáscara golpeándolo con una piedra en la vereda. Era un fruto de nogal. “Tras
recibirlo –don Pedro siguió-, tú quisiste saber cómo se llamaba el fruto seco,
y tu padre te respondió, sin más comentarios (pero sí, agrego yo, con una
innegable dosis de socarronería): “Nuez”. Y, por cierto, la respuesta no me
pareció satisfactoria, sino completamente intrigante. Don Pedro concluyó:
“Volviste a la carga, Bernardo, y le dijiste al maestro Rafa, lo siguiente: “¿Y
si no es, qué es?” (es decir, "¿Y si nuez, qué's?). Cuando se dieron las explicaciones, después de dos o tres
enfrentamientos de preguntas y respuestas, lo que selló el encuentro en
aquella tienda de la “calle grande”, fue una estentórea carcajada.
Han pasado muchísimos años. Dos de los protagonistas de aquel hecho
anecdótico ya no están con nosotros: el maestro Rafa dejó de existir hace más
de dos décadas, y ahora -hace apenas unos poquísimos días- acaba de irse don
Pedrito, don Pedro Tapia, el honrado albañil del pueblo, el que alguna vez fue
nuestro laborioso alcalde. Lo que queda es solo un silencio pintado de
nostalgia, allá en Pallasca, la tierra de los “chupabarros”, y también aquí, en
mi corazón desconcertado y memorioso.
¡Descansa en paz, paisano bueno!