Puse en
mi “muro del Facebook lo siguiente:
Ayer (el jueves 9 de
agosto) fue el Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Parafraseando,
inexactamente, a Pablo Guevara (a lo que en una oportunidad le dijo a Armando
Arteaga), debo decir lo siguiente: Cuando los
pueblos originarios hablen con su propia voz y no sean otros los que hablen por
ellos o asuman oficiosamente -en actitud sobreprotectora y paternalista, es
decir, mirándolos como de segunda clase, como minusválidos, como niños de
cristal y, más aún, como si se tratara de su patrimonio particular-, ese día se
habrá hecho realidad la inclusión tantas veces pregonada y lo que realmente
significa empodramiento, y podremos decir que, por fin, su dignidad es
plenamente respetada. El Indigenismo procuraba rescatar y resaltar los valores
espirituales y materiales de los pueblos indígenas. Hoy (porque en verdad
todavía hay indigenismo) lo que hace también -involuntariamente, por cierto, y
con las mejores intenciones- es arrinconarlos y mantenerlos como simples
objetos de admiración y curiosidad turística y de estudio antropológico y
lingüístico y -en nombre de una suerte de protección excesivamente paternalista
y hasta echando mano de razones ecológicas; también, repito, sin mala
intención- negar su derecho a decidir sobre sí mismos y a evolucionar. Flaco
favor el que les hacen.
Mi amiga
“Sauria Rex” me preguntó, qué les falta
para ser más locuaces. Respondí:
Intervino
mi amigo Alex y, entre otras cosas, me dijo esto: “Sigo viendo en tu comentario
la idea de la locuacidad como una obligación: "todo pueblo libre está
OBLIGADO a ser locuaz, y si no es locuaz, no es libre" (…)Creo, querido
amigo, que sería conveniente monitorear tu producción de endorfinas, no vayas a
tener una sobredosis de bondad.” Yo respondí:
¿He dicho lo contrario a lo que afirmas, es decir, que
"que todo pueblo libre tiene el derecho de serlo como le venga en
gana"? Eso es algo que lo repito insistentemente desde hace mucho tiempo.
Quienes se oponen a eso (insisto, sin mala intención, sino con las mejores
intenciones -esas que cubren el camino al Infierno) son quienes se empeñan en
"museificarlos", en mantenerlos como objetos de estudio y curiosidad,
aquellos que hablan -con la lucidez de la ciudad, es decir, desde lejos y como
tal, impropiamente- de no "tocarlos", de no dañarlos, de no
contaminarlos, de conservarlos como una especie rara. Y, por otro lado, yo no
he dicho, ni lo diría jamás, que los pueblos están "obligados" a ser
locuaces; afirmar eso sería caer en aquello a lo que me opongo: tomar
decisiones por ellos o a darles pautas o mandatos. No se trata de obligarlos a
nada, sino de tratarlos de igual a igual. ¿Cuando vemos a una persona retraída,
debemos obligarlo a hablar? No, lo que corresponde es darle confianza, hacerle
comprender que no estamos por encima de él, que somos iguales. Y eso se logra
sin actitudes ni comportamientos paternalistas o de sobreprotección, cosa que
sí hacen las ONG que hablan de "inclusión" y de
"empoderamiento" y, en la práctica, lo que logran es todo lo
contrario o, mejor dicho, ellos son las que se empoderan o se hacen poderosas
en nombre de la "bondad revolucionaria". Contra lo que estoy es
precisamente contra eso que tu mirada -según parece, con necesidad de oculista-
aparentemente ve en mí: la sobredosis de bondad. Y sobredosis de bondad es lo
que veo en la insistencia enfermiza que muestran algunos medios que le dan duro
y duro al tema del "reality" chileno, buscándole tres pies al gato,
escudriñando con vehemencia y ansiedad morbosa en cada uno de los movimientos o
sonidos emitidos por la boca de los protagonistas del programa del país del
sur, con el fin de descubrir ofensas en lo que solo es un juego estúpido y de
mal gusto.